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– Desde luego. Ya le informaré si descubro algo.

Mientras me marchaba oí deslizarse por el suelo las ruedas de su silla.

Ya en mi despacho dejé los impresos en mi mesa y examiné la lista. Atrajo mi atención un nombre: Francine Morisette-Champoux. La había olvidado por completo. Me dije que debía tranquilizarme y no precipitarme a extraer conclusiones.

Me esforcé por revisar los restantes nombres. Allí se encontraban Gagne y Valencia, un par de traficantes de drogas con un pésimo sentido del negocio. También figuraba Chantale Trottier. Reconocí el nombre de una estudiante hondureña venida en intercambio cuyo marido le había disparado en el rostro con el cañón de la escopeta y luego la había trasladado de Ohio a Quebec, le había cortado las manos y arrojado su cadáver decapitado en un parque provincial. Como gesto de despedida, había tallado sus propias iniciales en los senos de la mujer. Los cuatro casos restantes me resultaban desconocidos. Eran anteriores a 1990, época en que yo aún no había llegado allí. Acudí a los archivos centrales y los extraje junto con el expediente de Morisette-Champoux.

Agrupé los archivos según la numeración asignada por el LML de modo que siguieran un orden cronológico, con objeto de inspeccionarlos de modo sistemático. Pero prescindí al punto de aquella decisión para examinar inmediatamente el caso de Morisette-Champoux, cuyo contenido exacerbó mi curiosidad.

Capítulo 22

En enero de 1993 Francine Morisette-Champoux fue asesinada por arma de fuego tras ser golpeada brutalmente. Un vecino la había visto pasear a su perrito de aguas alrededor de las diez de la mañana, y apenas dos horas después su marido descubrió su cadáver en la cocina de su hogar. El perro estaba en el salón. La cabeza de la víctima jamás apareció.

Yo recordaba el caso, aunque no estuve implicada en la investigación. Aquel invierno iba y venía del laboratorio, viajaba al norte una semana de cada seis. Pete y yo estábamos en constante desacuerdo, por lo que accedí a pasar todo el verano del 93 en Quebec, confiando en que los tres meses de separación rejuvenecerían el matrimonio. Perfecto. La brutalidad del ataque sufrido por Morisette-Champoux me impactó terriblemente y aún me sentía conmocionada. Las fotos del escenario del crimen me devolvieron aquel recuerdo.

Yacía bajo una mesita de madera, brazos y piernas extendidas, las bragas blancas de algodón tensas entre las rodillas. La rodeaba un enorme charco de sangre en cuyo perímetro se apreciaba el geométrico dibujo del linóleo. Oscuras manchas se extendían por las paredes y por las partes delanteras del mostrador. Desde la cámara, las patas de una silla invertida parecían señalarla: ahí estás.

Su cuerpo destacaba fantasmal contra el entorno carmesí. Una tenue línea de lápiz cruzaba su abdomen, como una sonrisa de felicidad por encima del pubis. Desde aquel punto hasta la clavícula había sido destripada y sus entrañas asomaban por la abertura. La empuñadura de un cuchillo de cocina apenas era visible en el vértice del triángulo formado por sus piernas. A metro y medio de ella, entre un taburete y el fregadero se encontraba su mano diestra. Tenía cuarenta y siete años.

– ¡Jesús! -exclamé con voz queda.

Estaba hojeando el informe de la autopsia, cuando Charbonneau apareció en la puerta. Me pareció que su talante no era muy propicio. Tenía los ojos inyectados en sangre y no se molestó en saludarme. Entró sin pedir permiso y se sentó frente a mí, al otro lado del escritorio.

Mientras lo observaba tuve una momentánea sensación de derrota. Sus torpes pasos, sus movimientos desmadejados y más concretamente su corpulencia, despertaron en mí algo que creía haber desechado. O que ya se había alejado de mí.

Por un momento me pareció ver a Pete sentado allí delante, y mi mente retrocedió en el tiempo. Su cuerpo había sido embriagador para mí. Nunca supe si se debía a sus proporciones o a sus movimientos relajados. Tal vez fuera la fascinación que él sentía por mí. Aquello había parecido auténtico. Nunca me saciaba de él. Había tenido fantasías sexuales, extraordinarias, pero desde el momento en que lo vi entre la lluvia ante la librería jurídica siempre lo había asociado con ellas. Pensé que en aquel mismo instante podría imaginar una de ellas. «¡Jesús, Brennan! ¡Contrólate!» Volví bruscamente a la realidad.

Aguardé a que comenzara Charbonneau, que tenía la mirada baja, fija en sus manos.

– Mi compañero acaso sea un hijo de perra pero no es mal tipo -me dijo en inglés.

No respondí. Advertí que sus pantalones tenían los dobladillos cosidos a mano y me pregunté si los habría acortado él mismo.

– Sólo es… algo testarudo. No le gustan los cambios.

– Sí.

No me miraba a los ojos: se sentía incómodo.

– ¿Y bien? -lo estimulé.

Se recostó en la silla y se repasó una uña para evitar aún el contacto visual. Desde un aparato de radio, Roch Voísine cantaba una dulce canción sobre Héléne.

– Dice que va a presentar una queja.

Dejó caer las manos y desvió la mirada hacia la ventana.

– ¿Una queja?

Trataba de mostrarme indiferente.

– Ante el ministro, el director y LaManche. Incluso está considerando el colegio profesional.

– ¿Y qué es lo que le molesta al señor Claudel?

Me esforzaba por mantener la calma.

– Dice que usted se excede en sus atribuciones, que se interfiere en asuntos que no son de su incumbencia y en la investigación que él lleva a cabo.

La brillante luz del sol le hizo entornar los ojos.

Sentí una opresión en el estómago y una oleada de calor.

– Prosiga, por favor -insistí inexpresiva.

– Piensa que usted está… -trataba de encontrar la palabra adecuada, sin duda con el fin de sustituirla por la que Claudel había utilizado realmente-… extralimitándose.

– ¿Y qué significa eso con exactitud?

El hombre seguía sin mirarme.

– Dice que trata de dar al caso Gagnon mayor resonancia de la que tiene, que busca toda clase de complicaciones que en realidad no existen y que intenta convertir un simple asesinato en una extravagancia psicótica al estilo estadounidense.

– ¿Y por qué pretendería yo hacer eso?

Me temblaba ligeramente la voz.

– ¡Diablos, Brennan, eso no es cosa mía! ¡Yo qué sé!

Por primera vez me miró. Se veía muy compungido. Era evidente que no se encontraba allí por su gusto.

Le devolví la mirada, aunque sin verlo; sólo aproveché el tiempo para sofocar la llamada de alarma que despertaba en mis glándulas suprarrenales. Tenía una vaga idea del tipo de investigación que desencadenaría una queja y me constaba que no sería nada bueno. Había considerado tales casos cuando formaba parte del comité del consejo ético. Con independencia del resultado, era desagradable. No pronunciamos palabra.

La radio aún tarareaba la canción de Héléne.

Me dije que no debía ensañarme con el mensajero. Fijé la mirada en el expediente que tenía sobre el escritorio. Un cadáver de color lechoso aparecía reproducido en una docena de recuadros de papel satinado. Examiné las fotos y miré a Charbonneau. Aún no pensaba abordar el tema, no me sentía preparada, pero Claudel me obligaba a ello. ¡Qué diablos! Las cosas no podían ir peor.

– ¿Recuerda a una mujer llamada Francine Morisette-Champoux, señor Charbonneau?

– Morisette-Champoux… -Repitió varias veces el nombre mientras rebuscaba en la memoria-. Eso sucedió hace varios años, ¿verdad?

– Casi dos. En enero del 93.

Le tendí las fotos.

Mientras las ojeaba asentía en señal de reconocimiento.

– Sí, la recuerdo. ¿Qué sucede?

– Piense, Charbonneau… ¿Qué recuerda del caso?

– No conseguimos cazar al tipo que lo hizo.

– ¿Qué más?

– ¡No me diga que también trata de relacionarla con este asunto, Brennan!