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Volvió a revisar las fotos, en esta ocasión con un cabeceo negativo.

– De ningún modo. Murió de un disparo. No se ajusta a las pautas.

– Ese canalla la rajó de arriba abajo y le cortó una mano.

– Era mayor: tenía cuarenta y siete años, según creo.

Lo fulminé con una fría mirada.

– Quiero decir que era mayor que las demás -murmuró sonrojándose.

– El asesino de Morisette-Champoux le hundió un cuchillo en la vagina. Según el informe policial se produjo una intensa hemorragia.

Aguardé a que asimilara la observación.

– Aún vivía -concluí.

Asintió. No era preciso especificar que una herida infligida tras la muerte sangra muy poco porque el corazón ya no bombea y desaparece la presión sanguínea. Francine Morisette-Champoux había sangrado profusamente.

– En el caso de Margaret Adkins se trató de una figurita metálica. También estaba viva.

Me volví en silencio a recoger el expediente de Gagnon. Busqué las fotos del escenario del crimen y las extendí frente a él. Aparecía el torso dentro de su bolsa de plástico, moteado por el sol de las cuatro de la tarde. Únicamente se había retirado la cobertura de las hojas. El desatascador seguía en su sitio, su roja copa de caucho encajada entre los huesos pélvicos, el mango proyectándose hacia el cuello cercenado del cadáver.

– Pienso que el asesino de Gagnon clavó ese desatascador con tanta fuerza que empujó el mango por su vientre y lo remontó hasta el diafragma.

Examinó largamente las fotos.

– La misma pauta con las tres víctimas -repetí-. Penetración contundente de un objeto extraño cuando la víctima aún vive, mutilación del cadáver, ¿le parecen coincidencias, señor Charbonneau? ¿Cuántos sádicos pensamos que circulan por ahí?

Se pasó los dedos por los cortísimos cabellos y luego tamborileó con ellos en el brazo de su asiento.

– ¿Por qué no nos informó antes?

– Hasta hoy no había descubierto la relación existente con Morisette-Champoux. Contando únicamente con Adkins y Gagnon, no me parecía suficiente.

– ¿Qué dice Ryan?

– No le he hablado de esto.

Me acaricié instintivamente la costra de la mejilla. Aún parecía que me hubiera enfrentado en un KO técnico a George Foreman.

– ¡Mierda! -murmuró con voz tenue.

– ¿Cómo?

– Creo que comienzo a estar de acuerdo con usted. Voy a tener que vérmelas con Claudel. -Nuevo tamborileo con los dedos-. ¿Hay algo más?

– Las señales de las sierras y las pautas de descuartizamiento son casi idénticas en los casos de Gagnon y Trottier.

– Sí, Ryan nos informó de ello.

– Y está la desconocida de Saint Lambert.

– ¿Una quinta víctima? Va usted muy deprisa.

– Gracias. ¿Sabemos ya quién es?

El hombre repetía su tamborileo.

Negué con la cabeza.

– Ryan trabaja en ello.

Se pasó la carnosa mano por el rostro. Tenía los nudillos cubiertos de unos mechones de vello gris, versiones miniaturizadas del corte de su cabello.

– ¿Qué opina, pues, sobre la selección de víctimas?

– Que todas son mujeres -repuse alzando las palmas.

– Magnífico. ¿Edades?

– De dieciséis a cuarenta y siete años.

– ¿Características físicas?

– Una mezcla.

– ¿Localizaciones?

– Por todo el mapa.

– ¿En qué se fija, entonces, ese bastardo psicópata? ¿En su aspecto? ¿En las botas que calzan? ¿En los comercios donde compran?

Me abstuve de responderle.

– ¿Encuentra algo común en todas ellas?

– Que un hijo de perra las martiriza y luego las mata.

– Desde luego.

Se inclinó hacia adelante, puso las manos en las rodillas y, con los hombros encorvados, profirió un prolongado suspiro.

– Claudel tendrá que tragar quina -dijo.

Cuando se hubo marchado llamé a Ryan. No estaban él ni Bertrand, por lo que dejé un mensaje. Revisé los restantes legajos pero apenas encontré nada de interés. Dos camellos liquidados y descuartizados por antiguos compañeros de crímenes; un hombre asesinado por su sobrino, despedazado con una sierra eléctrica y almacenado en el congelador de un sótano: un corte de corriente despertó la atención del resto de la familia. El torso de una mujer arrojado a las aguas en una bolsa de hockey, cuyos brazos y cabeza se encontraron río abajo. El marido se declaró convicto.

Cerré el último archivo y descubrí que me moría de hambre. Nada sorprendente puesto que eran las dos menos diez. Me compré un bocadillo de queso y jamón y una coca cola en la cafetería del octavo piso, regresé a mi despacho y me impuse la obligación de tomarme un respiro. Pero no me era posible y de nuevo traté de localizar a Ryan: aún no había regresado. Tendría que tomarme el respiro forzosamente. Comencé a comerme el panecillo y dejé errar mis pensamientos. Gabby: debía olvidarla; era zona prohibida. Claudeclass="underline" estaba vetado. Saint Jacques: también zona prohibida.

Katy. ¿Cómo hacerme comprender por ella? En aquellos momentos, de ningún modo. Por inercia, volví a pensar en Pete, lo que me produjo una familiar palpitación en el estómago. Recordaba el hormigueo en la piel, las rápidas pulsaciones, la cálida humedad entre mis piernas. Sí, había habido pasión. Me estaba excitando. Le di otro mordisco al bocadillo.

El otro Pete. Las noches de furiosas discusiones, las cenas a solas, la fría capa de resentimiento que aplacaba el deseo. Tomé un trago. ¿Por qué pensaba en Pete con tanta frecuencia? Si tuviéramos la oportunidad de comenzar de nuevo… Gracias, señorita Streisand.

La terapia de relajación no funcionaba. Volví a leer el impreso facilitado por Lucie, procurando no ensuciarlo de mostaza. Revisé la lista de la página tres tratando de desentrañar los apartados que Lucie había tachado, pero sus marcas habían ocultado las letras. A impulsos de la curiosidad borré sus líneas y leí los textos. Dos casos se referían a cadáveres metidos en barriles y luego impregnados de ácido. Un nuevo giro en la popularísima incineración con drogas.

El tercer caso me sorprendió. El número asignado por el LML correspondía al año 1990 y el patólogo había sido Pelletier. No figuraba ningún juez de instrucción. En el apartado referente al nombre se leía: singe, mono. Los apartados de los datos correspondientes al nacimiento, fecha de autopsia y causa de muerte estaban vacíos. La indicación «démembrement/post-mortem» había inducido al ordenador a incluir el caso en la lista de Lucie.

Concluí mi bocadillo y acudí a los archivos centrales a consultar el expediente. Tan sólo contenía tres elementos: un informe policial del incidente, una página con los comentarios del patólogo y un sobre con fotografías. Ojeé las fotos, leí los informes y a continuación fui en busca de Pelletier.

– ¿Tiene un momento? -le dije.

El hombre estaba inclinado en el microscopio. Se volvió con las gafas en una mano y el bolígrafo en la otra.

– ¡Pase, pase! -me invitó mientras se colocaba las gafas.

Mi despacho tenía ventana; el suyo disfrutaba de espacio. Se adelantó hacia mí y me señaló una de las dos sillas situadas frente a una mesita baja que estaba ante su escritorio. Sacó un paquete de DuMauriers de un bolsillo de su bata y me lo ofreció. Negué con la cabeza. Habíamos repetido aquel ritual miles de veces. Aunque sabía que yo no fumaba, él siempre me ofrecía. Al igual que Claudel, Pelletier tenía costumbres muy arraigadas.

– ¿En qué puedo servirla? -dijo al tiempo que encendía su cigarrillo.

– Siento curiosidad por un caso que llevó usted. Se remonta a 1990.

– ¡Ah, mon Dieu!, ¿cómo recordar algo tan antiguo? A veces incluso me olvido de mi dirección. -Se inclinó hacia mí y, cubriéndose la boca, me dijo con tono de complicidad-: La anoto en las cajas de cerillas, por si acaso.

Nos echamos a reír.

– Creo que usted recuerda todo cuanto le interesa, doctor Pelletier.