Aquella noche era más fresca y caía una suave llovizna. Me subí la cremallera de la chaqueta y regresé a mi coche.
Al salir de la universidad había caminado hacia el norte de St. Denis, pasando junto a una sucesión de boutiques y bistros a gran escala. Aunque a escasas manzanas al este, St. Denis es el sitio adecuado para encontrar algo: un vestido, pendientes de plata, un compañero, el ligue de una noche… Es la calle de los sueños. La mayoría de las ciudades tienen una semejante. Montreal cuenta con dos: Crescent para los anglófonos y St. Denis para los francófonos.
Mientras aguardaba a que cambiase el semáforo en Maisonneuve pensaba en Alma. Bailey probablemente tenía razón. Frente a mí y a mi derecha se encontraba la estación de autobús. Quienquiera que la hubiese matado no habría llegado tan lejos para deshacerse del cuerpo. Aquello sugería un local.
Observé a una pareja joven que salía de la estación de metro Berri-UQAM. Corrían bajo la lluvia, muy abrazados, como calcetines recién salidos de la lavadora.
O se había tratado de alguien que se desplazaba diariamente al trabajo. «De acuerdo, Brennan. Rapta un mono, coge el metro hasta casa, mátalo, descuartízalo y luego llévatelo a cuestas en el metro y abandónalo en la parada del autobús. ¡Una gran ocurrencia!»
Cuando cambió la luz crucé St. Denis y fui en dirección oeste a Maisonneuve recordando todavía mi conversación con Bailey. ¿Qué había en él que me molestaba? ¿Que mostrara excesiva emoción hacia su alumna y muy poca por la mona? ¿Que me hubiera parecido tan… negativo por el proyecto Alma? ¿Que no estuviera enterado de la pérdida de la mano? Pelletier me había dicho que Bailey había examinado el cadáver. ¿No habría reparado en que le faltaba aquella extremidad?
Los restos le habían sido entregados y se los había llevado del laboratorio.
– ¡Mierda! -exclamé en voz alta mientras me daba una palmada imaginaria en la frente.
Un hombre con chándal se volvió a mirarme con aprensión. Iba descalzo y llevaba una bolsa de compra entre los brazos cuyas desgarradas asas formaban extraños ángulos. Le sonreí para tranquilizarlo, y él se alejó arrastrando los pies y agitando la cabeza ante el estado de la humanidad y del universo.
Me censuré por ser constantemente un Colombo. ¡Ni siquiera había preguntado a Bailey qué había hecho con el cuerpo! ¡Vaya detective estaba hecha!
Tras mis autoincrepaciones me propuse reparar el mal hecho procurándome un perro caliente.
Como me constaba que de todos modos no podría dormir, me decidí por ello. De aquel modo podría atribuirlo a la comida. Entré en el Chien Chaud de St. Dominique y encargué un bocadillo aderezado, patatas fritas y una coca cola light.
– No tenemos coca cola: ha de ser pepsi -me dijo un tipo parecido a John Belushi, con densa cabellera negra y pronunciado acento.
Pensé que la vida imita con fidelidad el arte.
Mientras comía en un reservado de plástico rojiblanco examiné los carteles de anuncios de viajes que se desprendían de las paredes. Pensé que sería fantástico encontrarse en uno de aquellos lugares de cielos excesivamente azules y cegadores edificios blancos de Paros, Santorini y Mykonos. Sí, sería fantástico. Los coches comenzaban a atestar las calzadas mojadas. El Main se estaba animando.
Entró un hombre en el establecimiento, al parecer griego, y entabló ruidosa conversación con Belushi. Sus ropas estaban mojadas y olían a humo, grasa y a una especia que no reconocí. Tenía la espesa cabellera salpicada de gotas de agua. Al advertir que lo observaba me sonrió, enarcó una poblada ceja y se pasó lentamente la lengua por el labio superior con el mismo aire con que hubiera podido mostrarme sus hemorroides. Rivalizando con su nivel de madurez le hice un gesto obsceno y concentré mi atención en el escenario que aparecía tras el escaparate.
A través del cristal mojado por la lluvia distinguí una hilera de comercios en la otra acera, oscuros y silenciosos en la víspera de un día festivo. La Cordonnerie la Fleur. ¿Cómo podía llamar un zapatero «la flor» a su establecimiento?
La Boulangerie Nan. Me pregunté si sería el nombre de la panadería, del propietario o sólo un anuncio de pan indígena. A través de los cristales distinguí las estanterías vacías, dispuestas para la entrega matinal. ¿Fabrican pan los panaderos en las fiestas nacionales?
La Boucherie St. Dominique. Sus escaparates estaban cubiertos por anuncios de especialidades semanales. Lapin frais, boeuf, agneau, poulet, saucisse. Conejo fresco, ternera, cordero, pollo, salchicha… mono.
¡Eso es! ¡Ya había vuelto a lo mismo! Tiré el envoltorio arrugado en la bandeja de papel que soportaba mi perro caliente. Los objetos por los que destruimos los árboles. Añadí mi lata de pepsi y deseché todo el conjunto en la basura antes de marcharme.
El coche estaba donde lo había dejado y como lo había dejado. Mientras partía mi cerebro conectó de nuevo con los asesinatos.
Cada giro de los limpiaparabrisas me enviaba una nueva imagen. El brazo truncado de Alma, un giro, la mano de Morisette-Champoux sobre el suelo de la cocina, otro giro, los tendones de Chantale Trottier, nuevo giro, los huesos del brazo con los extremos inferiores rebanados…
¿Era siempre la misma mano? No podía recordar. Tendría que comprobarlo. Las manos humanas no habían desaparecido. ¿Simple coincidencia? ¿Tendría razón Claudel y me estaría volviendo paranoica? Tal vez el raptor de Alma coleccionaba zarpas de animales. ¿O sería simplemente un seguidor demasiado entusiasta de Poe? Giro del limpiaparabrisas. ¿O se trataría de una mujer?
A las once y cuarto entraba en mi garaje. Estaba agotada hasta los tuétanos: llevaba dieciocho horas levantada. Aquella noche ningún perro caliente me mantendría despierta.
Birdie no me había esperado. Según acostumbraba cuando estaba solo, se había enroscado en la pequeña mecedora de madera, junto al hogar. Cuando entré me miró, y sus amarillos ojos parpadearon al verme.
– ¡Hola, Bird! ¿Qué tal te has portado hoy? -le dije rascándole la barbilla-. ¿No hay nada que te mantenga despierto?
Cerró los ojos y estiró el cuello, ya fuese por desdeñarme o por disfrutar mejor de mi caricia. Al retirar la mano el animal bostezó intensamente, volvió a hundir la barbilla entre sus zarpas y me contempló entre sus párpados entornados. Fui al baño sabiendo que por fin me seguiría. Me solté los pasadores del cabello y dejé caer mis ropas en el suelo en un montón, aparté las sábanas y me desplomé en el lecho.
Al instante me dormí profundamente, sin sueños con apariciones fantasmagóricas ni escenarios amenazadores. Por un momento sentí un cálido peso contra mi pierna y comprendí que Birdie había acudido a acompañarme, pero seguí durmiendo, sumida en un negro vacío.
De pronto abrí los ojos entre los fuertes latidos de mi corazón. Me había despertado de súbito con sensación de alarma y no sabía por qué. La transición fue tan brusca que tuve que orientarme.
La habitación estaba negra como boca de lobo, y en el reloj distinguí que era la una y veintisiete. Birdie se había marchado. Me mantuve inmóvil en la oscuridad conteniendo el aliento, escuchando, tratando de hallar una clave. ¿Por qué mi cuerpo enviaba una alerta roja? ¿Acaso habría oído algo extraño? ¿Qué señal había detectado mi radar personal transmitida por algún sensor personal? ¿Habría percibido algo Birdie? ¿Dónde se encontraría? No era usual que merodeara por las noches.
Me relajé y centré más mi atención. El único sonido que percibía eran los latidos de mi corazón. La casa estaba extrañamente silenciosa.