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Entonces lo distinguí. Era un suave golpe seguido de un tenue tintineo metálico. Aguardé tensa, sin respirar. Diez, quince, veinte segundos. En el reloj cambiaron los dígitos luminosos. Luego, cuando creí haberlo imaginado, volví a oír el golpecito seguido del tintineo. Rechiné los dientes como un torno de Black and Decker y apreté con fuerza los puños.

¿Habría alguien en el apartamento? Me había acostumbrado a los sonidos habituales del lugar y aquél era diferente, intruso e insólito.

Aparté en silencio la colcha y puse los pies en el suelo. Bendije mi desorden del día anterior al tiempo que recogía mi camiseta y mis pantalones téjanos y me los ponía, y anduve con sigilo sobre la alfombra.

Me detuve en la puerta del dormitorio y miré atrás en busca de una posible arma. No disponía de nada. Aunque no había luna, la luz de una farola callejera se filtraba por la ventana en el dormitorio contiguo e iluminaba parcialmente el pasillo con su tenue resplandor. Seguí adelante, dejé atrás los cuartos de baño y me dirigí hacia el vestíbulo cuyas puertas daban al patio. Me detenía con frecuencia para escuchar, conteniendo la respiración y con los ojos muy abiertos. Ante la puerta de la cocina distinguí de nuevo el sonido: un golpecito y un tintineo procedentes de algún lugar próximo a las puertas vidrieras.

Me metí en la cocina y miré hacia las puertas que daban al patio del apartamento. Nada se movía. Maldije en silencio mi aversión a las armas y escudriñé el recinto en busca de un objeto defensivo. La cocina no era exactamente un arsenal. Deslicé en silencio la temblorosa mano por la pared buscando a tientas el tablero de los cuchillos. Escogí un cuchillo de pan que empuñé con fuerza por el mango y extendí el brazo apuntando amenazadora con la hoja.

Lentamente avancé descalza de puntillas lo suficiente para inspeccionar el salón, tan oscuro como el dormitorio y la cocina.

Distinguí a Birdie entre las tinieblas. Estaba encogido a escasa distancia de las puertas y fijaba la mirada en algo que se encontraba al otro lado del cristal mientras movía la cola formando pequeños arcos. El animal parecía tan tenso como la cuerda de un arco a punto de dispararse.

Otra repetición del sonido interrumpió mis latidos y mi respiración. Procedía del exterior. Birdie irguió las orejas.

Avancé cinco temblorosos pasos y llegué junto al gato, al que acaricié instintivamente la cabeza. El animal esquivó el inesperado contacto y se precipitó al otro lado de la sala con tanto ímpetu que arrancó pelusa de la alfombra en forma de pequeñas y negras comas entre la lúgubre oscuridad. Si un gato pudiera gritar, eso habría hecho Birdie.

Su huida me desconcertó totalmente. Por un instante me quedé paralizada, como convertida en la estatua de Easter Island. La voz del pánico me conminaba interiormente a imitar al animal y escapar de allí.

Retrocedí un paso. Golpe y tintineo. Me detuve y así el cuchillo como si fuera un cable de salvamento. Silencio, oscuridad, los latidos de mi corazón. Los escuché mientras buscaba en mi mente un sector aún capaz de razonar de modo crítico.

Pensé que si había alguien en el apartamento se encontraría detrás de mí. Por consiguiente mi vía de escape era hacia adelante, no hacia atrás. Pero si ese alguien se hallaba afuera no debía facilitarle el acceso.

Argumenté conmigo misma que el ruido se percibía desde el exterior, que lo que Birdie había oído procedía de allí.

Echaría una mirada. Me aplastaría contra la pared contigua a las puertas que daban al patio y apartaría las cortinas lo suficiente para observar. Tal vez distinguiera alguna forma entre la oscuridad.

Una lógica razonable.

Armada con mi cuchillo, despegué un pie de la alfombra y avancé hasta alcanzar la pared. Respiré profundamente y aparté levemente la cortina. Las formas y sombras del patio apenas se definían pero eran identificables. El árbol, el banco, algunas matas. Nada que pudiera calificarse de movimiento salvo las ramas impulsadas por el viento. Me mantuve largo rato en aquella posición sin advertir cambio alguno y a continuación me dirigí hacia el centro de las cortinas y comprobé que la manecilla de la puerta estaba cerrada.

Con el cuchillo dispuesto me acerqué furtivamente por la pared hacia la puerta principal y el sistema de seguridad. La luz de emergencia brillaba tenuemente sin revelar ninguna irregularidad. Siguiendo un impulso pulsé el botón de prueba.

Un estrépito quebró el silencio y, pese a que lo había previsto, me sobresalté. Eché la mano hacia adelante protegiéndome con el arma.

¡Qué necia había sido! El sistema de seguridad funcionaba sin que lo hubiera provocado ninguna causa anormal. ¡Nadie había violentado puerta alguna ni entrado en la casa!

Por consiguiente se encontraba afuera, me dije terriblemente agitada.

Tal vez, dialogué conmigo misma, pero eso no era tan peligroso. Encendería algunas luces, demostraría cierta actividad, y cualquier merodeador con sentido común se largaría de allí.

Traté de tragar saliva pero tenía la boca muy reseca. Con un gesto de valentía encendí la luz del vestíbulo rápidamente y a continuación todas las luces que había desde allí hasta mi dormitorio sin descubrir a ningún intruso. Cuando me sentaba en el borde del lecho sin soltar mi arma distinguí de nuevo el sonido. Un ruido sofocado y un tintineo. Me puse en pie de un salto y estuve a punto de cortarme.

Envalentonada por mi convicción de que no había ningún intruso en el interior pensé en tratar de descubrirlo y avisar a la policía.

Volví junto a las puertas vidrieras que daban al patio, en esta ocasión con rapidez. Aquella habitación seguía aún a oscuras. Moví otra vez el borde de la cortina para mirar al exterior, en esta ocasión con más audacia que la anterior.

El escenario era el mismo. Formas vagamente familiares, algunas movidas por el viento. Golpe y tintineo. Me sobresalté de modo involuntario y luego pensé que aquel ruido se encontraba detrás de las puertas, no en ellas.

Recordé el foco del patio y me desplacé en busca del interruptor. En aquella ocasión no me preocuparía molestar a los vecinos. Una vez encendida la luz, volví junto al borde de la cortina. El foco no era potente pero mostraba con bastante claridad todo el recinto exterior.

Aunque la lluvia había cesado seguía corriendo la brisa, y una suave neblina flotaba bajo el rayo de luz. Escuché unos instantes sin percibir nada. Escudriñé el campo de visión disponible varias veces también en vano. Temerariamente desactivé el sistema de seguridad, abrí las puertas y asomé la cabeza al exterior.

A la izquierda, contra la pared, la negra picea estaba a la altura de su nombre pero ninguna sombra extraña se mezclaba con sus ramas. El viento soplaba levemente y las ramas se movían. Golpe y tintineo. Una nueva oleada de espanto.

La verja. El ruido procedía de la verja. Volví bruscamente los ojos a tiempo de captar un ligero movimiento en el instante en que se cerraba. Mientras observaba, el viento arreció de nuevo y la verja se movió ligeramente entre los límites del pestillo. Golpe y tintineo.

Contrariada salí al patio y fui hacia allí. ¿Por qué no había reparado nunca en aquel sonido? Entonces volví a estremecerme: el candado que impedía cualquier movimiento del pestillo había desaparecido. ¿Habría olvidado Winston colocarlo tras cortar el césped? Así debía de haber sido.

Di un brusco empujón a la verja para asegurar todo lo posible el pestillo y regresé hacia la puerta. Entonces percibí otro sonido, más delicado y sofocado.

Miré hacia el lugar de donde procedía y distinguí un objeto extraño en mi herbario. Como una calabaza clavada en un palo que surgiera del suelo. El suave crujido procedía de la funda de plástico al ser movida por el viento.

De pronto comprendí la horrible realidad. Sin saber por qué intuí lo que había bajo aquella funda. Avancé con piernas temblorosas sobre el césped y arranqué el plástico.