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Chantale Trottier había desaparecido en octubre de 1993. Tenía dieciséis años. Vivía con su madre fuera de la isla, en la comunidad lacustre de Ste. Anne de Bellevue. La habían golpeado, estrangulado y descuartizado, y tenía la mano diestra parcialmente cortada y la izquierda cercenada por completo. Su cadáver fue descubierto dos días después en St. Jerome.

Isabelle Gagnon había desaparecido en abril de 1994. Vivía con su hermano en St. Edouard. En junio del presente año su cadáver descuartizado apareció en los jardines del Gran Seminario, en el centro de la ciudad. Pese a que aún no se habían determinado las causas de su muerte, las señales descubiertas en los huesos indicaban que había sido descuartizada, le habían abierto el vientre y amputado las manos, y que el asesino le había insertado un desatascador en la vagina. Tenía veintitrés años.

Margaret Adkins había encontrado la muerte el 23 de junio, hacía una semana. Tenía veinticuatro años, un hijo y vivía con su compañero. La habían matado a golpes, tenía el vientre abierto y le habían cortado un seno, que le habían metido en la boca. Asimismo le habían insertado una figurilla metálica en la vagina.

Claudel tenía razón: no había una pauta en el modus operandi. Todas habían sido golpeadas, pero a Morisette-Champoux también le habían disparado un tiro; Trottier había sido estrangulada y Adkins, apaleada. Y en cuanto a Damas y Gagnon, aún ignorábamos la causa de su muerte.

Revisé una y otra vez cuanto habían hecho a cada una de ellas.

Existía variación, pero siempre aparecía un mismo tema: crueldad sádica y mutilación. Tenía que tratarse de una misma persona. De un monstruo. Damas, Gagnon y Trottier habían sido descuartizadas y metidas en bolsas de basura tras desventrarlas. A Gagnon y Trottier les habían cortado las manos. Morisette-Champoux había sido rajada y le habían amputado una mano, pero no había sido descuartizada. A diferencia de las demás, Adkins, Gagnon y Morisette-Champoux habían sufrido penetración vaginal con un objeto extraño. A Adkins le habían mutilado un seno, algo que no había repetido con ninguna otra. ¿O tal vez sí? Los restos de Damas y Gagnon eran insuficientes para poder aventurarlo.

Contemplé la pantalla. Me dije que tenía que estar allí. ¿Por qué no podía verlo? ¿Qué vínculo existía entre todas? ¿Por qué aquellas mujeres? Sus edades oscilaban demasiado: no se trataba de aquello. Todas eran blancas. Nada sorprendente: estábamos en Canadá. Francófonas, anglófonas, alófonas, casadas, solteras, con compañeros sentimentales. Debía escoger otra categoría, intentar la geografía.

Busqué un mapa y señalé el lugar donde se habían encontrado los cadáveres. Aquello tenía menos sentido que cuando lo había intentado con Ryan. Aparecían cinco puntos totalmente diseminados. Señalé entonces sus domicilios. Los alfileres se extendían como pintura lanzada a un cuadro por un artista abstracto. No existía ninguna pauta.

¿Qué había esperado? ¿Acaso una flecha que señalara un piso en Sheerbroke? Debía olvidar el lugar e intentar el tiempo.

Observé las fechas. El caso Damas, el primero, se remontaba a comienzos de 1992. Calculé mentalmente: once meses entre Damas y Morisette-Champoux. Nueve meses después, Trottier. A los seis meses, Gagnon. Y entre Gagnon y Adkins, dos meses.

Los intervalos eran decrecientes. Cada vez el asesino se volvía más audaz o su sed de sangre era más intensa. El corazón me latía tumultuosamente mientras consideraba tal implicación. Desde que había muerto Margaret Adkins había pasado más de una semana.

Capítulo 26

Me sentía atrapada en mi pellejo, preocupada y frustrada. Me atormentaban visiones mentales de las que no lograba desprenderme. Observé el envoltorio de un caramelo que danzaba al viento tras mi ventana, empujado por ráfagas de aire.

Me dije que yo era como aquel pedazo de papel. No podía controlar mi propio destino y mucho menos los ajenos. No había noticias sobre Saint Jacques; desconocía quién había dejado aquel cráneo en mi patio y la extravagante situación de Gabby seguía sin solventarse; Claudel probablemente estaría gestionando una queja contra mí; mi hija estaba a punto de abandonar los estudios. Y en mi mente vivían cinco mujeres muertas a las que, probablemente, se sumaría una sexta o séptima, dado el ritmo al que avanzaba mi investigación.

Consulté mi reloj: eran las dos y cuarto. No podía seguir en mi despacho un instante más. Tenía que hacer algo.

¿Pero qué?

Hojeé el informe de incidencias de Ryan mientras comenzaba a formarse una idea en mi mente.

«Se pondrán furiosos», me dije.

Sí.

Consulté el informe. La dirección estaba allí. Hice aparecer mi hoja de cálculo en la pantalla del ordenador. Allí figuraban todas, junto con los números telefónicos.

Pensé que sería mejor ir al gimnasio a disipar mis frustraciones.

Sí.

Investigar a solas no mejoraría la situación con Claudel.

No.

Podía perder el apoyo de Ryan.

Cierto.

Sería injusto.

Imprimí los datos de la pantalla y escogí y marqué un número. Al tercer timbrazo me respondió un hombre que se sorprendió, pero accedió a verme. Cogí mi bolso y salí rápidamente del edificio.

Volvía a hacer calor, y el aire estaba tan impregnado de humedad que se habrían podido escribir letras en el aire. La neblina refractaba el resplandor del sol y lo difundía como una capa. Me dirigí en mi coche hacia la casa que Francine Morisette-Champoux había compartido con su marido. Me había decidido por aquel caso tan sólo por su proximidad. La vivienda estaba junto al centro de la ciudad, a menos de diez minutos de mi apartamento. Si no tenía éxito, me encontraría camino de casa.

Localicé la dirección y me detuve. En la calle se alineaban casas de ladrillo de aspecto acomodado, todas ellas con sus balcones de hierro, garaje subterráneo y puertas de brillantes colores.

A diferencia de la mayoría de los vecindarios de Montreal, aquél carecía de nombre. La renovación urbana había transformado aquella parte de los parques nacionales canadienses sustituyendo senderos y cobertizos de herramientas por residencias, barbacoas y huertos con tomateras. El vecindario era agradable y de clase media, pero se resentía de una crisis de identidad. Estaba demasiado próximo al núcleo de la ciudad para ser realmente suburbano aunque a muy escasa distancia exterior del arco que definía el centro moderno. No era antiguo ni nuevo. Funcional y accesible, carecía de personalidad.

Llamé al timbre y esperé. El olor a césped recién cortado y basura antigua matizaban el tórrido ambiente. Dos puertas más abajo un aspersor enviaba un arco de agua sobre un césped de dimensiones regulares. Se oía el zumbido de un compresor central de aire entremezclado con el continuo chasquido del aspersor.

Al abrir la puerta me encontré con una especie de bebé crecido, con cabellos rubios y entradas, cuya parte central se arremolinaba en rizos sobre la frente. Tenía las mejillas y la barbilla rollizas y redondeadas y la nariz era breve y respingona. Era un hombre grande, no demasiado obeso, pero en vías de serlo. Aunque la temperatura era de treinta y dos grados, llevaba tejanos y sudadera.

– Monsieur Champoux, soy…

Abrió por completo la puerta y se puso a un lado para darme paso sin mirar la tarjeta de identificación que yo le mostraba. Lo seguí por un pasillo estrecho hasta un salón asimismo angosto. En una pared se alineaban diversas peceras que daban a la estancia una fantasmagórica tonalidad aguamarina. En el otro extremo de la estancia distinguí un mostrador en el que se amontonaban pequeñas redes, cajas de comida para peces y otros accesorios piscícolas. Unas puertas persianas daban a la cocina.