Permanecí unos momentos contemplando cómo se coagulaba la grasa sintética sobre un puré de patatas también sintético, percibiendo cómo crecía mi sentimiento de soledad y frustración. Podía comerlo y pasar otra noche enfrentándome a los demonios en compañía del gato y de los programas televisivos o ser la directora de la representación nocturna.
– ¡Maldita sea!
Tiré la cena a la basura y fui a Chez Katsura, en la rue de la Montagne, donde me obsequié con sushi y mantuve una charla trivial con un vendedor de tarjetas de Sudbury. Luego rechacé su invitación y me marché para llegar a tiempo al último pase de El primer caballero en Le Faubourg.
Eran las once menos veinte cuando salía del cine y subía a la planta principal en la escalera mecánica. El pequeño centro comercial estaba casi desierto, los vendedores se habían marchado tras guardar sus mercancías y cerrarlas en sus carros. Pasé junto a la panadería y el puesto japonés de comidas preparadas con sus estanterías y mostradores vacíos y parapetados tras puertas de seguridad plegables. Cuchillos y sierras pendían en ordenadas hileras tras los mostradores vacíos del carnicero.
La película había sido exactamente lo que necesitaba. Aunque estaba muy irritada con el engreído Richard Gere, que no recordaba en absoluto al francés Lancelot.
Crucé Ste. Catherine y me dirigí a casa. El tiempo aún era tórrido y húmedo. Un halo de neblina envolvía las farolas y flotaba sobre las aceras como el vapor de una bañera caliente en una noche fría de invierno.
Al dejar el vestíbulo y entrar en el recibidor distinguí el sobre introducido entre el pomo de latón y la jamba de la puerta. En seguida pensé en Winston. Tal vez necesitaba arreglar algo y tendría que cerrar el paso del agua. No. Hubiera colocado un aviso en tal sentido. ¿Se trataría de alguna queja sobre Birdie? ¿O una nota de Gabby?
No era así: en realidad no se trataba de ninguna nota. El sobre contenía dos objetos que en aquellos momentos se encontraban sobre la mesa, silenciosos y terribles. Los miré fijamente, con el corazón desbocado y manos temblorosas, comprendiendo y sin embargo negándome a admitir su significado.
El sobre contenía un carné de identidad plastificado en el que figuraba el nombre de Gabby, su fecha de nacimiento y el numero d'assurance maladie en letras blancas bajo una roja puesta de sol que aparecía en la parte izquierda. Su imagen se hallaba a la diestra, en la parte superior, con sus rizos oscilantes y unos pendientes plateados.
El otro objeto consistía en un rectángulo procedente de un mapa de la ciudad a gran escala, de doce centímetros de lado. Las direcciones aparecían en francés y mostraban calles y espacios verdes en un estereotipado color angustiosamente familiar. Busqué puntos de referencia o nombres que me facilitasen el reconocimiento del vecindario. Rue Ste. Héléne, rue Beauchamp, rue Champlain. No conocía tales calles. Podía tratarse de Montreal o de cualquier otra ciudad. Yo no llevaba bastante tiempo en Quebec para saberlo. En el mapa no aparecían autopistas ni características que permitieran identificarlo. Salvo una señaclass="underline" una enorme equis negra que cubría el centro del fragmento.
Contemplé como petrificada aquella equis, y en mi mente se formaron terribles imágenes que traté de desechar, rechazando la única conclusión aceptable. Aquello era una baladronada, como el cráneo en el jardín. Aquel maníaco jugaba conmigo, se esforzaba por aterrorizarme cada vez más.
Ignoro cuánto tiempo permanecí mirando el rostro de Gabby, recordándolo en otros lugares y en otros tiempos: feliz, con gorro de payaso en la fiesta del tercer cumpleaños de Katy; bañado en lágrimas cuando me confió el suicidio de su hermano…
La casa permanecía en absoluto silencio; el universo se había paralizado. De pronto me invadió una horrible certeza.
No era una baladronada.!Dios! ¡Gran Dios! ¡La querida Gabby! Me sentí terriblemente abrumada.
Ryan descolgó el aparato al tercer timbrazo.
– Tiene a Gabby en su poder -susurré.
Apretaba los nudillos en el auricular y mantenía firme la voz con un enorme esfuerzo de voluntad.
No se dejó engañar.
– ¿Quién? -preguntó.
Había captado el terror subyacente e iba directamente al grano.
– No lo sé.
– ¿Dónde se encuentran?
– Yo… No lo sé.
Distinguí el roce de la mano al pasarla por el rostro.
– ¿Qué es lo que tiene?
Me escuchó sin interrumpirme.
– ¡Mierda! -Una pausa-. De acuerdo. Recogeré el mapa para que mis hombres puedan localizar la situación; luego enviaré un equipo allí.
– Puedo llevárselo -me ofrecí.
– Creo que será mejor que se quede en casa. Designaré a una brigada para que vigile su edificio.
– No soy yo quien se halla en peligro -repliqué-. ¡Ese canalla tiene a Gabby en su poder! ¡Probablemente ya la habrá matado!
Mi máscara se descomponía. Me esforcé por dominar el temblor de las manos.
– Brennan, siento terriblemente lo de su amiga. Me gustaría ayudarla como fuese, créame. Pero usted tiene que utilizar su cerebro. Si ese psicópata sólo le ha quitado el bolso, es probable que ella esté libre y perfectamente donde quiera que se encuentre. Si la tiene en su poder y nos ha mostrado dónde encontrarla, la habrá dejado en el estado en que desee que la hallemos, y eso no podemos cambiarlo. Entretanto alguien ha puesto una nota en su puerta, Brennan. El hijo de perra estuvo en su edificio, conoce su coche. Si ese tipo es el asesino no dudará en añadirla a su lista. El respeto por la vida no figura entre sus cualidades personales y ahora parece haberse centrado en usted.
Estaba en lo cierto.
– Y apostaré a alguien tras el individuo que usted siguió.
– Deseo que sus muchachos me avisen en cuanto detecten la localización -dije con voz queda y lentamente.
– Bren…
– ¿Hay algún problema? -protesté con menos suavidad.
Era irracional y yo lo sabía, pero Ryan se mostró comprensivo hacia mi creciente histeria, ¿o sería rabia? Tal vez simplemente no deseara enfrentárseme.
– No.
Ryan tuvo el sobre en su poder hacia medianoche, y el departamento de identificación llamó una hora después. En la tarjeta aparecía una huella: la mía. La equis señalaba un solar abandonado en St. Lambert.
Una hora después recibí una segunda llamada de Ryan. Una patrulla había comprobado el solar y todos los edificios circundantes sin descubrir nada. Ryan había dispuesto que acudieran los de investigación por la mañana, acompañados de sabuesos. Retornábamos a la playa sur.
– ¿A qué hora de la mañana? -inquirí con voz temblorosa.
Mi preocupación hacia Gabby rayaba ya en los límites de lo intolerable.
– Lo tendré todo preparado para las siete.
– Para las seis.
– Las seis. ¿Quiere que la acompañemos?
– Gracias.
– Acaso no le suceda nada -dijo tras leve vacilación.
– Sí.
Aunque sabía que no lograría conciliar el sueño, seguí los habituales ritos previos al acto de acostarme: me lavé los dientes y el rostro, me di loción en las manos y me puse el camisón. Luego pasé de habitación en habitación tratando de no pensar en las mujeres que aparecían en los paneles informativos, en las fotos de los escenarios de crímenes, en las descripciones de las autopsias, en Gabby.
Coloqué bien un cuadro, puse un jarrón en su sitio, recogí pelusa de la alfombra. Como sentía frío, me preparé una taza de té y apagué el aire acondicionado. Al cabo de unos momentos volví a conectarlo. Birdie se retiró al dormitorio, cansado de tanto movimiento inútil, pero yo no podía interrumpirme. La sensación de impotencia frente al inminente horror me resultaba intolerable.
Sobre las dos me tendí en el sofá, cerré los ojos y me esforcé por relajarme. Me concentré en los sonidos nocturnos, el compresor del aire acondicionado, una ambulancia, el goteo de los grifos en el piso superior, el agua que desaguaba por una tubería, crujidos de madera, tabiques que se ajustaban.