Mi mente derivaba hacia un enfoque visuaclass="underline" surgían imágenes del pasado que giraban y se desplomaban como partes de secuencias oníricas de Hollywood. Veía el pichi plisado de Chantale Trottier; a la destrozada Morisette-Champoux; la putrefacta cabeza de Isabelle Gagnon; una mano cercenada; un seno aplastado encajado entre unos labios blancos como la nieve; una mona sin vida; una estatua; un desatascador; un cuchillo.
No podía evitarlo. Representé una película de muerte, torturada por la idea de que Gabby se había incorporado al reparto. La oscuridad se disolvía en la claridad matinal cuando me levanté para vestirme.
Capítulo 34
Apenas había asomado el sol sobre el horizonte cuando descubrimos el cadáver. Margot fue directamente a su encuentro, sin apenas vacilar, cuando la soltamos dentro de la verja de contrachapado que rodeaba la propiedad. Olfateó unos momentos y luego corrió por la zona boscosa, mientras el azafranado color del amanecer teñía su piel e iluminaba el polvo alrededor de sus patas.
El enterramiento estaba oculto tras los cimientos de una casa en ruinas. Era somero, rápidamente excavado y cubierto con apresuración. Algo corriente. Pero el asesino había añadido un toque personal subrayando el lugar con una disposición ovalada de ladrillos cuidadosamente colocados.
El cadáver yacía ahora en el suelo, en la bolsa cerrada con cremallera. Aunque no era necesario, habíamos sellado el escenario del crimen con caballetes y cinta amarilla. Lo temprano de la hora y la barrera provista por el contrachapado hubieran constituido suficiente protección. Ningún curioso se había acercado a husmear cuando desenterramos el cuerpo y procedimos con nuestras rutinas macabras.
Yo me encontraba sentada en el coche patrulla tomando café frío en un vaso de plástico. La radio resonaba entrecortadamente y en torno a mí se efectuaban los habituales procedimientos. Me había personado para realizar mi trabajo, para comportarme de un modo profesional, pero descubría que no podía hacerlo. Los demás tendrían que arreglárselas. Tal vez más tarde mi cerebro aceptara los mensajes que en aquellos momentos rechazaba. Por el momento, estaba aturdida y con la mente paralizada. No deseaba verla en la zanja, repetir la escena del cadáver hinchado y marmóreo surgiendo a medida que se retiraban capas de tierra. Había reconocido al instante los pendientes de plata que representaban a Ganesh. Recordaba su rostro cuando me hablaba del elefantito. Se trataba de un dios feliz, en absoluto propicio al dolor ni a la muerte. «¿Dónde estabas, Ganesh? ¿Por qué no protegiste a tu amiga? ¿Por qué no la protegió ninguno de sus amigos?» Era preciso desechar la angustia.
Efectué una identificación visual del cadáver, y acto seguido Ryan se hizo cargo del proceso. Yo lo observaba mientras conferenciaba con Pierre Gilbert. Charlaron unos momentos y luego Ryan se volvió y fue hacia mí.
Se subió las perneras del pantalón y se puso en cuclillas junto a la puerta abierta del vehículo apoyando una mano en el reposabrazos. Aunque sólo era media mañana la temperatura alcanzaba ya los veintisiete grados, y la transpiración empapaba sus cabellos y axilas.
– Lo siento mucho -dijo.
Asentí.
– Sé cuan duro es esto para usted.
No, no lo sabía.
– El cadáver no está muy descompuesto, lo que me sorprende considerando este calor -repuse.
– No sabemos cuánto tiempo lleva aquí.
– Claro.
Me acarició la mano. Su palma dejó un pequeño surco de sudor en el plástico.
– No había…
– ¿Han descubierto algo?
– Poca cosa.
– ¿Huellas, señales de neumáticos, nada en este condenado campo?
Negó con la cabeza.
– ¿Algún indicio en los ladrillos? -Me constaba cuan necia era mientras lo estaba diciendo.
Fijó su mirada en la mía.
– ¿Tampoco nada en el foso? -insistí.
– Había algo, Tempe. En el pecho llevaba… -Vaciló un instante-. Un guante quirúrgico.
– Algo chapucero en este individuo: nunca se había dejado nada. Tal vez haya huellas en el interior. -Me esforzaba por mantener el control-. ¿Algo más?
– No creo que la matase aquí, Tempe. Probablemente la transportó de cualquier otro lugar.
– ¿Qué es esto?
– Una taberna que cerró hace años. La finca fue vendida, el edificio derribado y después el comprador cayó en bancarrota y el solar ha estado vallado durante seis años.
– ¿De quién es propiedad?
– ¿Deseas saber su nombre?
– Sí -gruñí.
– De un tipo llamado Bailey -repuso tras consultar su agenda.
A sus espaldas, dos ayudantes depositaban los restos de Gabby en una camilla que condujeron hacia la furgoneta del juez de primera instancia.
«¡Oh, Gabby! ¡Cuánto lo siento!»
– ¿Puedo hacer algo por usted?
El hombre fijaba en mí sus fríos y azules ojos.
– ¿Cómo?
– ¿Desea tomar algo? ¿Comer? ¿Quiere volver a casa?
Sí, y no regresar jamás.
– No, me siento bien.
Por primera vez reparé en la mano que había puesto sobre la mía. Los dedos eran delgados, pero su mano, ancha y huesuda. Un arco moteado subrayaba el nudillo del pulgar.
– No ha sido mutilada -dije.
– No.
– ¿Por qué los ladrillos?
– Nunca he podido comprender cómo piensan esos imitantes.
– Es una pulla, ¿verdad? Quería que la encontráramos y deseaba manifestar algo. No encontraremos huellas dentro del guante.
No respondió.
– Esto es diferente, ¿verdad, Ryan?
– Sí.
El calor dentro del vehículo era como melaza en mi piel. Salí y me levanté los cabellos para sentir la brisa en la nuca. No corría aire. Observé cómo aseguraban con negras tiras de lona la bolsa que contenía el cuerpo y lo deslizaban en la furgoneta. Sentí formarse un sollozo en mi pecho y traté de contenerlo.
– ¿Pude haberla salvado, Ryan?
– ¿Pudimos salvarla cualquiera de nosotros? No lo sé. -Profirió un fuerte suspiro y entornó los ojos para protegerse del sol-. Hace unas semanas, tal vez. Probablemente no ayer ni anteayer.
Se volvió y fijó la mirada en mí.
– Lo que me consta es que encontraremos a ese hijo de perra. Es hombre muerto.
Distinguí a Claudel, que acudía hacia nosotros con una bolsa de plástico de pruebas. Me prometí que si me decía algo le partiría los condenados labios. Estaba decidida a ello.
– Lo siento muchísimo -murmuró Claudel evitando mi mirada. Y dirigiéndose a Ryan añadió-: Aquí hemos acabado.
Ryan enarcó las cejas. Claudel le respondió con una señal de la cabeza en dirección hacia un punto determinado. Mi pulso se aceleró.
– ¿Qué es? ¿Qué han encontrado?
Ryan me puso las manos en los hombros. Miré la bolsa que Claudel sostenía y distinguí un guante quirúrgico amarillo pálido con manchas marrones que moteaban su superficie. Sobresaliendo del borde del guante se veía un objeto plano, rectangular, con borde blanco y fondo negro. Era una fotografía. Ryan intensificó su presión en mis hombros. Lo miré inquisitiva temiendo ya la respuesta.
– Lo veremos luego.
– Déjemelo -insistí tendiendo una mano temblorosa. Claudel vaciló y me tendió la bolsa. La cogí, así un dedo y a través del guante golpeé con suavidad hasta que la foto se desprendió fácilmente. Reorienté la bolsa y miré a través del plástico.
En la foto aparecían dos figuras cogidas del brazo, los cabellos agitados por el viento, las grandes olas del océano ondeando a sus espaldas. El terror me invadió, se aceleró mi respiración. «Tranquilízate, cálmate.»
Myrtle Beach, 1992. Katy y yo. El canalla había enterrado una foto de mi hija con mi amiga asesinada.