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Los ojos pasaron de Ryan a mí y de nuevo a él en busca del punto menos amenazador donde posarse. Ryan se puso en cuclillas para llegar a su nivel.

– Bonjour -dijo.

– Hola.

– Comment ça va?

– Ça va.

Nuestro interlocutor aguardó. No podía adivinar cuál era su sexo.

– ¿Está en casa tu madre? Negativa con la cabeza.

– ¿Tu padre?

– No.

– ¿Hay alguien?

– ¿Quiénes son ustedes?

Bien, joven. No confíes en desconocidos.

– Policía -repuso Ryan al tiempo que le mostraba su insignia.

Los ojos que nos observaban se desorbitaron.

– ¿Puedo tocarla?

Ryan se la pasó por la rendija. Su interlocutor la examinó con aire solemne y se la devolvió.

– ¿Buscan a monsieur Tanguay?

– Sí, eso es.

– ¿Por qué?

– Queremos formularle algunas preguntas. ¿Conoces a monsieur Tanguay?

La criatura asintió, pero en silencio.

– ¿Cómo te llamas?

– Mathieu.

Era un muchacho.

– ¿Cuándo estará en casa tu madre, Mathieu?

– Vivo con mi abuela.

Ryan mudó de postura, y sus articulaciones crujieron. Dejó caer una rodilla en el suelo, apoyó un codo en la otra y descansó la barbilla en los nudillos mientras miraba a Mathieu.

– ¿Cuántos años tienes, Mathieu?

– Seis.

– ¿Cuánto tiempo hace que vives aquí?

El niño pareció sorprendido, como si nunca se le hubiera ocurrido otra posibilidad.

– Siempre.

– ¿Conoces a monsieur Tanguay?

Mathieu asintió.

– ¿Cuánto tiempo hace que vive aquí.

Encogimiento de hombros.

– ¿Cuándo estará tu abuela en casa?

– Ella limpia casas. -Hizo una pausa-. Es sábado. -Puso los ojos en blanco y se mordisqueó el labio inferior-. Aguarde un momento -dijo.

Desapareció dentro del apartamento y regresó al cabo de un momento.

– A las tres y media.

– ¡Diablos! -exclamó Ryan tras abandonar su posición inclinada.

Se me dirigió con voz tensa, aunque se expresaba en un susurro.

– Ese cerdo puede estar ahí y aquí nos encontramos con una criatura desatendida.

Mathieu vigilaba como el gato de un establo a una rata acorralada, sin apartar los ojos del rostro de Ryan.

– Monsieur no está aquí.

– ¿Estás seguro? -insistió Ryan de nuevo de rodillas.

– Se ha marchado.

– ¿Adonde?

Otro encogimiento de hombros. El niño se subió las gafas sobre la nariz con su gordezuelo dedo.

– ¿Cómo sabes que se ha marchado?

– Porque cuido de sus peces. -Una sonrisa ancha como el Mississippi le iluminó el rostro-. Tiene angelotes y nubes blancas. ¡Son fantásticos!

– ¿Cuándo regresará?

Encogimiento de hombros.

– ¿No lo ha anotado tu abuela en el calendario? -le sugerí.

El niño me miró sorprendido y luego desapareció como la vez anterior.

– ¿Qué calendario? -me preguntó Ryan.

– Deben de tener uno. Allí fue donde acudió a consultar para asegurarse de cuándo regresaría hoy su abuela.

– No hay nada -repuso Mathieu al regresar.

Ryan se levantó.

– ¿Y qué hacemos ahora?

– Si dice la verdad entramos y registramos la casa. Tenemos su nombre, encontraremos al tal Tanguay. Tal vez la abuela sepa adonde ha ido. De no ser así, lo sorprenderemos en cuanto aparezca por aquí.

Ryan miró a Bertrand y le señaló la puerta.

Otros cinco golpecitos.

Nada.

– ¿La echamos abajo? -preguntó Bertrand.

– A monsieur Tanguay no le gustará.

Todos miramos al niño.

Ryan se inclinó junto a él por tercera vez.

– Se enfada muchísimo cuando haces algo malo -dijo Mathieu.

– Es muy importante que busquemos algo en el apartamento de monsieur Tanguay -le explicó Ryan.

– A él no le gustará que le rompan la puerta.

Me agaché junto a Ryan.

– ¿Tienes los peces de monsieur Tanguay en tu apartamento?

El muchacho negó con la cabeza.

– ¿Tienes la llave de su apartamento?

Mathieu asintió.

– ¿Puedes dejárnosla?

– No.

– ¿Por qué no?

– No puedo salir cuando la abuela no está en casa.

– Eso está bien, Mathieu. Tu abuela quiere que te quedes en casa porque cree que estás más seguro en ella. Hace muy bien y tú eres un buen muchacho al obedecerla.

El muchachito exhibió de nuevo su amplia sonrisa.

– ¿Que te parece si utilizamos la llave unos momentos, Mathieu? Es muy importante para la policía, y tú tienes razón en que no debemos romper la puerta.

– Supongo que será correcto puesto que ustedes son policías -respondió el pequeño.

Se perdió rápidamente de vista y regresó con una llave. Apretó los labios y me miró con fijeza mientras me la entregaba a través de la rendija.

– No rompan la puerta de monsieur Tanguay -advirtió.

– Tendremos mucho cuidado.

– Y no entren en la cocina. Eso no está bien. Nunca se debe entrar en la cocina.

– Cierra la puerta y quédate adentro, Mathieu. Llamaré cuando hayamos acabado. No abras hasta que me oigas llamar.

El pequeño asintió con solemnidad y desapareció tras su puerta.

Nos reunimos con Bertrand, que golpeó y llamó de nuevo. Se produjo una pausa embarazosa y, ante una señal de Ryan, metí la llave en la cerradura.

La puerta daba directamente a un pequeño salón en una gama de tonalidades granates. Una serie de estanterías se extendían desde el suelo hasta el techo a ambos lados y las restantes paredes eran de madera, oscurecida su superficie por numerosas capas de barniz. Aplastado terciopelo rojo cubría las ventanas, respaldado por grisáceo encaje que bloqueaba la mayor parte de luz solar. Permanecimos absolutamente inmóviles, escuchando y tratando de vislumbrar entre la oscuridad de la estancia.

El único sonido que distinguimos era un tenue e irregular zumbido, como electricidad que escapara de un circuito roto. Procedía de detrás de las dobles puertas que teníamos enfrente y hacia la izquierda. Por lo demás, la casa estaba mortalmente silenciosa.

«Un adverbio poco afortunado, Brennan.» Miré a mi alrededor, y las formas del mobiliario se fueron perfilando en la oscuridad. En el centro de la estancia se encontraba una mesa de madera tallada con sillas a juego. Un sofá muy gastado se combaba en el hueco frontal, cubierto por un sarape mejicano. Enfrente, un baúl de madera servía de soporte a un Sony Trinitron.

Diseminadas por la estancia se veían mesitas de madera y armarios; algunos, muy hermosos, no se diferenciaban de las piezas que yo había encontrado en los mercados de rastro. Dudé que todo ello consistiera en hallazgos de última hora, adquiridos como gangas para sanearlos y restaurarlos. Parecía como si hubieran permanecido en aquel mismo lugar durante años, desdeñados por los sucesivos inquilinos que hubieran ocupado la casa.

El suelo estaba cubierto por una vieja alfombra india y había plantas por doquier. Se apretujaban en los rincones, se extendían en hileras por los zócalos y pendían de clavos. Las carencias en mobiliario se habían suplido con vegetación. Las plantas pendían de soportes en las paredes y descansaban en los alféizares de las ventanas, sobre las mesas, alacenas y estanterías.

– Parece un jardín botánico -dijo Bertrand.

Y pensé que olía como tal. Un olor a cerrado impregnaba el aire, mezcla de hongos, hojas y tierra mojada.

Al otro lado de la entrada principal, un corto pasillo conducía a una puerta cerrada. Ryan me hizo señas de que aguardara con el mismo ademán que había utilizado en el vestíbulo y acto seguido se deslizó por la pared, con los hombros inclinados, las rodillas dobladas y la espalda adosada contra la pared. Avanzó poco a poco hacia la puerta, se detuvo un instante y por fin le propinó una fuerte patada.