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– Es una cocina.

Una mosca pasó rozando su mejilla.

– ¿Qué diablos…? -Agitó la mano en el aire para despedirla-. ¿Qué hará aquí este tipo?

Ryan y yo los distinguimos al mismo tiempo. Sobre el mostrador se veían dos objetos de color amarronado que manchaban con sendos halos de grasa las toallas de papel en las que se secaban. Las moscas revoloteaban alrededor de ellos, se posaban y alejaban con nerviosa agitación. A la izquierda se encontraba un guante quirúrgico, idéntico al que acabábamos de desenterrar. Nos aproximamos y despedimos a las moscas a manotadas.

Contemplé cada masa reseca y recordé las cucarachas y arañas del poste de barbero y sus patas secas y rígidas por la muerte. Aquellos objetos, sin embargo, nada tenían que ver con las arañas. Comprendí al instante qué eran, aunque sólo las había visto previamente en fotos.

– Son garras.

– ¿Cómo?

– Garras de alguna especie animal.

– ¿Está segura?

– Levante una de ellas.

Así lo hizo con su bolígrafo.

– Se distinguen los extremos de los huesos de las extremidades.

– ¿Qué haría con ellas?

– ¿Cómo diablos voy a saberlo, Ryan?

Pensé en Alma.

– ¡Cristo!

– Comprobemos el refrigerador.

– ¡Oh, Dios!

El cuerpecito estaba allí, junto con otros, despellejado y envuelto en plástico transparente.

– ¿Qué son?

– Pequeños mamíferos de alguna especie. Sin la piel no puedo adivinarlo: no son caballos.

– Gracias, Brennan.

Bertrand se reunió con nosotros.

– ¿Qué han encontrado?

– Animales muertos. -La voz de Ryan denunciaba su irritación-. Y otro guante.

– Tal vez el hombre se alimente de animales accidentados -dijo Bertrand.

– Tal vez. Y acaso haga pantallas para la luz con la gente. Eso es. Quiero que sellen esta casa y que todo objeto espantoso sea confiscado. Que metan en bolsas su cubertería, su licuadora y cuanto haya en ese condenado refrigerador. Y que se examine y riegue con Luminol hasta el último centímetro de esta casa. ¿Donde diablos está Gilbert?

Ryan fue hacia un teléfono que pendía de la pared a la izquierda de la puerta.

– Sujétalo. ¿Se pueden recuperar llamadas con ese aparato?

Ryan asintió.

– Pruébalo.

– Probablemente aparecerá su sacerdote o su abuelita.

Ryan pulsó el botón. Escuchamos una melodía de siete notas seguida de cuatro timbrazos. Luego respondió una voz y la burbuja de temor que me había oprimido todo el día se remontó hasta mi cabeza y me sentí desfallecer.

– Veuillez laisser votre nom et numero de telephone. Je vais vous rappeler le plutót possible. Por favor deje su nombre y número de teléfono y le devolveré la llamada lo antes posible. Gracias. Soy Tempe.

Capítulo 36

El sonido de mi propia voz me fulminó como un puñetazo en la cabeza. Se me doblaron las piernas y se agitó mi respiración.

Ryan me acompañó hasta una silla y me sirvió agua sin formular preguntas. No logro recordar cuánto tiempo permanecí allí sentada, sumida en un enorme vacío. Por fin recobré mi compostura y comencé a valorar la realidad.

Él me había telefoneado. ¿Por qué? ¿Cuándo?

Observé que Gilbert se calzaba guantes de goma y pasaba la mano dentro del cubo de basura del que extrajo algo que dejó caer en el fregadero.

¿A quién trataba de localizar el hombre? ¿A Gabby o a mí? ¿Qué se proponía decir? ¿Pretendía llegar a decir algo o sólo comprobar si yo estaba presente?

Un fotógrafo pasaba de habitación en habitación y su flash destellaba como una luciérnaga en el siniestro apartamento.

¿Pertenecían a él las llamadas telefónicas sin respuesta?

Un especialista con guantes de caucho y mono recogía los libros, los unía con cinta adhesiva, los sellaba y los metía en bolsas oficiales que marcaba y rubricaba. Otro aplicaba un polvo blanco sobre el barniz rojinegro de las estanterías; un tercero vaciaba el refrigerador, introducía los paquetes en envoltorios de papel de embalar y los depositaba en una nevera portátil.

¿Habría muerto allí mi amiga? ¿Habrían sido sus últimas imágenes visuales las mismas que yo presenciaba?

Ryan hablaba con Charbonneau y entre el sofocante calor llegaban a mis oídos fragmentos de la conversación. ¿Dónde estaba Claudel? Se había marchado para despertar al conserje, informarse acerca de los sótanos y de las zonas de almacenaje y conseguir llaves. Charbonneau se fue y regresó con una mujer de mediana edad en bata de casa y zapatillas, para desaparecer de nuevo con ella acompañados del embalador de libros. Ryan insistía una y otra vez en acompañarme a casa. Me dijo amablemente que yo no podía hacer nada allí. Lo sabía, pero me resistía a marcharme.

La abuela del pequeño llegó sobre las cuatro. No se mostró hostil ni colaboradora. A regañadientes hizo una descripción de Tanguay: varón, tranquilo, cabellos castaños y ralos. Tipo medio en todos los aspectos. Sus características podían aplicarse a la mitad de los varones de Norteamérica. No tenía ni idea de dónde se encontraba ni del tiempo que permanecería ausente. En otras ocasiones se había marchado, pero siempre por poco tiempo. Sólo había reparado en ello porque le pedía a su nieto que diera de comer a los peces. Era muy amable con Mathieu y lo recompensaba económicamente cuando cuidaba de ellos. Apenas sabía nada de él, casi no lo veía. Creía que trabajaba y que tenía coche, aunque no estaba segura de ello ni le importaba. No deseaba verse implicada.

El equipo de investigación pasó toda la tarde y hasta altas horas de la noche registrando el apartamento. Hacia las cinco yo me di por vencida: acepté la oferta de Ryan de acompañarme y nos marchamos.

Durante el trayecto casi no hablamos. Ryan repitió lo que había dicho por teléfono. Debía quedarme en casa, apostaría un equipo de vigilancia constante en mi edificio. No debía salir de noche ni hacer expediciones sola.

– No me dé órdenes, Ryan -dije con un tono de voz que denunciaba mi fragilidad emocional.

El resto del camino transcurrió en tenso silencio. Cuando llegamos a mi edificio, Ryan aparcó el coche y se volvió hacia mí. Sentí su mirada fija en mi rostro.

– Escúcheme, Brennan. No me propongo asustarla: ese gusano caerá y usted puede conducirlo al banquillo. Me gustaría que viviera para verlo.

Su preocupación por mí me impresionó más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Pulsaron todas las teclas: cursaron órdenes de búsqueda y captura a todos los policías de Quebec, a la policía provincial de Ontario, a la Policía Montada y a las fuerzas estatales de Nueva York y Vermont. Pero Quebec es grande y sus fronteras fáciles de cruzar: existen muchos lugares donde ocultarse o escabullirse.

Durante los siguientes días me esforcé por calibrar las posibilidades. Tal vez Tanguay se mantuviera escondido, aguardando el momento oportuno. O quizás hubiera muerto o se hubiera largado, como suelen hacer los asesinos en serie. Cuando intuyen peligro, recogen sus cosas y se mudan. Algunos jamás son capturados. No. Me negaba a aceptar tal cosa.

El domingo no salí de casa. Birdie y yo nos aislamos protectoramente del mundo exterior. No me vestí y evité la radio y la televisión. No podía resistir ver la foto de Gabby ni oír las detalladas descripciones de la víctima y del sospechoso. Tan sólo hice tres llamadas. Primero a Katy, luego a mi tía de Chicago para felicitarla por su octogesimocuarto cumpleaños. Todo un récord.

Sabía que Katy estaba en Charlotte pero deseaba tranquilizarme. Como era de esperar, no obtuve respuesta. Maldije la distancia. No. Bendita fuese: no deseaba que mi hija se encontrara en ningún lugar próximo a un monstruo en cuyo poder se hallaba su foto. Nunca sabría lo que yo había descubierto.