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La última llamada fue para la madre de Gabby. Estaba sometida a sedantes y no pudo responder al teléfono. Hablé con el señor Macaulay: suponiendo que les entregasen los restos, el funeral se celebraría el jueves.

Me pasé un rato sollozando, oscilante el cuerpo como un metrónomo. Los demonios que circulaban por mi sangre me atormentaban exigiendo alcohol. Placer-dolor, un principio tan sencillo. «Aliméntanos, atúrdenos, libéranos.»

Pero no lo hice. Hubiera sido muy fácil; pero, si yo renunciaba en aquella partida, perdería mi carrera, mis amigos y mi autorrespeto. ¡Diablos, igual podía dejar que Saint Jacques/Tanguay acabara conmigo!

No cedería. Ni a la botella ni al maníaco. Se lo debía a Gabby, me lo debía a mí misma y a mi hija. De modo que permanecí sobria y aguardé, echando muchísimo de menos poder charlar con Gabby. Y me aseguraba con frecuencia de que la brigada de vigilancia siguiera en su sitio.

El lunes Ryan llamó sobre las once y media para comunicarme que LaManche había concluido la autopsia. La causa de la muerte había sido estrangulación. Aunque el cuerpo estaba descompuesto habían descubierto un surco muy profundo en el cuello de Gabby, por encima y debajo del cual la piel aparecía desgarrada en una serie de estrías y arañazos. Las venas de la garganta mostraban cientos de pequeñas hemorragias.

A Ryan se le encogía la voz. Imaginé a Gabby esforzándose desesperadamente por respirar, por vivir. ¡Basta! Gracias a Dios que la habíamos encontrado tan rápidamente. No hubiera podido enfrentarme al horror de tenerla en mi mesa de autopsias. El dolor de perderla ya era insoportable.

– Tenía rota la hioides. Y lo que quiera que él utilizara tenía lazos o eslabones, pues le dejó huellas espirales en la piel.

– ¿Había sido violada?

– No se ha podido averiguar por causa de la descomposición. Tampoco aparecen rastros de esperma.

– ¿En qué momento se produjo la muerte?

– LaManche le concede un mínimo de cinco días. Nos consta que el máximo son diez.

– Un abanico muy amplio.

– Teniendo en cuenta el calor y el somero enterramiento, cree que el cuerpo debería hallarse en peor estado.

¡Oh Dios, acaso no había muerto el mismo día en que desapareció!

– ¿Han registrado su apartamento?

– Nadie la vio, pero estuvo allí.

– ¿Qué hay de Tanguay?

– ¿Está preparada para esto? El tipo es profesor. Ejerce en una pequeña escuela en la parte occidental de la isla.

Distinguí crujir unos papeles.

– La escuela se llama Saint Isidor's, y está allí desde 1991. Tiene veintiocho años, es soltero y en el formulario de solicitud hizo constar que carecía de parientes próximos. Lo estamos investigando. Vive en Seguin desde el 91. La casera cree que antes estuvo en algún lugar de Estados Unidos.

– ¿Se han encontrado huellas?

– Muchísimas. Las tomamos todas, pero sin éxito. Esta mañana las hemos enviado al sur.

– ¿Y en el interior del guante?

– Por lo menos dos identificables y una palma borrosa.

Se me representó una imagen de Gabby. La bolsa de plástico. Otro guante. Anoté una sola palabra: guante.

– ¿Se graduó?

– En Bishops. Bertrand se encuentra ahora en Lennoxville; Claudel trata de conseguir algo en Saint Isidor's, aunque con escaso éxito. El conserje es casi centenario y no hay nadie más por allí. Durante el verano permanece cerrado.

– ¿Ha aparecido algún nombre en el apartamento?

– Ninguno: ni fotos ni agendas ni cartas. El tipo debía de vivir en un vacío social.

Se produjo un prolongado silencio mientras reflexionábamos sobre ello.

– Ello explicaría algunas de sus insólitas aficiones -dijo Ryan de pronto.

– ¿Los animales?

– Eso, y la colección de cuchillos.

– ¿Cuchillos?

– El tipo tenía más navajas que un cirujano ortopeda. Principalmente instrumentos quirúrgicos. Cuchillos, navajas de afeitar, escalpelos. Los guardaba debajo de la cama junto con una caja de guantes quirúrgicos. Muy original.

– Un solitario con fetichismo por las hojas blancas. Extraordinario.

– Y la habitual galería porno. Muy hojeada.

– ¿Qué más?

– También tiene coche. -Nuevo crujir de papeles-. Un Ford Probe de 1987 que no ha aparecido en el vecindario. Lo están buscando. Esta mañana hemos conseguido la foto del carné de conducir y también la hemos remitido.

– ¿Y?

– Usted misma podrá comprobarlo, pero creo que la abuela tenía razón: es muy corriente. O tal vez la reproducción en fax le hace poca justicia.

– ¿Podría tratarse de Saint Jacques?

– Quizá. O de Perico de los Palotes. O del tipo que vende perros calientes en la calle Saint Paul. Excluiremos a Tom Selleck porque lleva bigote.

– Es usted muy pesimista, Ryan.

– A ese tipo ni siquiera le han puesto una multa. Es un muchacho realmente excelente.

– Desde luego. Un tipo excelente que colecciona cuchillos y pornografía y trincha mamíferos pequeños.

Se produjo una pausa.

– ¿Qué clase de animales?

– Aún no estamos seguros. Están interrogando a un tipo de la universidad.

Contemplé la palabra que había escrito y tragué saliva.

– ¿Se han descubierto huellas dentro del guante que encontramos junto a Gabby?

Me resultaba difícil pronunciar su nombre.

– No.

– Sabíamos que no las habría.

– Sí.

En el fondo se distinguían los sonidos propios de la brigada.

– Quiero entregarle una copia de la foto del permiso de conducción para que tenga alguna idea de cuál es su aspecto por si se lo encontrase de cerca de modo personal. Aunque creo que es mejor que no se aleje de casa hasta que cacemos a ese gusano.

– Iré ahí. Si identificación ha concluido con los guantes deseo someterlos a biología y luego a Lacroix.

– Pienso que debería…

– No sea machista, Ryan.

Distinguí un profundo suspiro desde el otro extremo de la línea.

– ¿Me oculta algo?

– Está usted informada de todo cuanto sabemos, Brennan.

– Estaré ahí dentro de media hora.

Antes de media hora había llegado al laboratorio. Habían concluido el reconocimiento y enviado los guantes al departamento de biología.

Consulté mi reloj: era la una menos veinte. Llamé al departamento de identificación del cuartel general del CUM para preguntar si podía ver las fotos tomadas en el apartamento de Saint Jacques de la rue Berger. Era hora de almorzar. El oficinista entregaría el mensaje.

A la una me dirigí a la sección de biología. Una mujer con los cabellos ahuecados y rostro regordete de ángel navideño agitaba un frasco de cristal. En el mostrador, a su espalda, se encontraban dos guantes de látex.

– Bonjour, Francoise.

– ¡Ah! Esperaba poder verla hoy. -Sus ojos seráficos expresaron preocupación-. Lo siento. No sé qué decirle.

– Merci. Se lo agradezco. -Señalé los guantes-. ¿Ha encontrado algo?

– Éste está limpio: sin sangre.

Me indicaba el guante de Gabby.

– Comenzaba a trabajar con el hallado en la cocina. ¿Quiere verlo?

– Gracias.

– He cogido raspaduras de esas manchas marrones y rehidratado la muestra con solución salina.

Examinó el líquido y depositó el frasco en una bandeja de probetas. Luego extrajo una pipeta de cristal con un saliente largo y hueco, lo sostuvo sobre una llama para sellarlo y suprimió la punta.

– Primero comprobaré si se trata de sangre humana.

Sacó del refrigerador una botellita cuyo sello quebró e insertó la punta delgada y tubular de una pipeta nueva. Como un mosquito que chupara la sangre, el antisuero se remontó por el pequeño conducto. La mujer cerró el extremo opuesto con el pulgar.

A continuación insertó el largo pitorro de la pipeta en aquella sellada a fuego, soltó el pulgar y dejó gotear el antisuero.