– C'est tout?
– No. ¡Qué diablos! Déme un bistec muy grueso.
Y señalé con pulgar e índice una medida aproximada del grosor deseado.
Mientras veía al hombre descolgar la sierra de su soporte, volví a experimentar una íntima desazón. Traté de concretar de forma definitiva aquella sensación aunque sin más éxito que en ocasiones anteriores. ¿Se trataba de la sierra? Algo muy evidente. Cualquiera puede adquirir una sierra de carnicero. La SQ había seguido aquella pista hasta un punto muerto tras ponerse en contacto con todos los recursos de la provincia. Al parecer se habían vendido a miles.
¿Qué era entonces? Había llegado a la conclusión de que tratar de extraer una idea del subconsciente sólo sirve para sumergirla aún más en él. Si la dejaba a la deriva por fin emergería a la superficie. Aboné el importe de mis compras y regresé a casa dando un breve rodeo por la hamburguesería de la calle Ste. Catherine.
Me encontré con lo último que hubiera imaginado. Alguien había llamado. Durante unos minutos permanecí sentada al borde del sofá asiendo mis paquetes y con la mirada fija en la lucecita del indicador. Había un mensaje. ¿Sería Tanguay? ¿Me hablaría o tan sólo distinguiría su presencia en el otro extremo de la línea y a continuación colgaría el aparato?
«Te comportas de un modo histérico, Brennan. Posiblemente será Ryan.»
Me enjugué la palma de la mano y pulsé el botón. No era Tanguay sino algo mucho peor.
– ¡Hola, mamá! ¿Qué tal estás? ¡Eh! ¿Te encuentras ahí? ¡Descuelga el aparato!
Se distinguía un sonido que recordaba el tráfico, como si llamara desde una cabina pública.
– Me temo que no. Bien tampoco puedo hablar mucho. Estoy en la calle. De nuevo en la calle…
Imitaba a un presentador televisivo.
– Estupendo, ¿verdad? El caso es que voy a visitarte, mamá. Tenías razón: Max es un cabeza de chorlito. No lo necesito para nada…
Se oyó una voz de fondo.
– Por favor, déjeme un momento -dijo Katy a quienquiera que fuese-. Escucha, tengo la oportunidad de visitar Nueva York, la Gran Manzana. He podido viajar gratis y aquí estoy. De todos modos pueden llevarme a Montreal, por lo que iré ahí. Hasta pronto.
Clic.
– ¡No! ¡No vengas, Katy! ¡No! -grité en el vacío.
Oí rebobinarse la cinta. «¡Jesús, qué pesadilla! Gabby está muerta. Un psicópata deja una foto de Katy y mía en su tumba. Y ahora Katy se dirige hacia aquí.» El pulso me latía en las sienes, mis pensamientos se atropellaban. Tenía que detenerla pero ¿cómo? Ni siquiera sabía dónde se encontraba. Pete.
Mientras marcaba su número se me representó una escena del pasado. Katy con tres años en el parque. Yo hablaba con otra madre sin apartar los ojos de la niña, que llenaba recipientes de plástico con arena. De pronto tiró la pala y corrió hacia los columpios. Vaciló un momento viendo oscilar al poni metálico hacia atrás y corrió hacia él con expresión eufórica entre el aire primaveral y la visión de las crines y las bridas de colores agitándose en los aires. Sabía que iba a golpearla, pero no podía detenerla. Y el hecho se repetía.
No obtuve respuesta por la línea directa de Pete. Intenté el número de su centralita. Una secretaria me dijo que se hallaba ausente, como de costumbre tomando unas declaraciones. Dejé un mensaje.
Fijé la mirada en el contestador automático. Cerré los ojos y respiré varias veces a fondo para regular los latidos de mi corazón. Sentía la nuca rígida, como oprimida por un torno, y un intenso calor.
– Eso no sucederá -exclamé.
Abrí los ojos y vi que Birdie me miraba desde el otro extremo de la habitación.
– No sucederá -le repetí. Él me miró con fijeza, sin pestañear-. Puedo hacer algo.
El animal arqueó la espalda, fijó las patas en el suelo formando un tenso y pequeño rectángulo, curvó la cola y se sentó sin apartar los ojos de mi rostro.
– Haré algo. No voy a sentarme y esperar a que ese canalla ataque a mi hija.
Llevé los comestibles a la cocina y los guardé en el refrigerador. Luego busqué mi ordenador portátil, entré en el sistema y saqué la hoja de cálculo en pantalla. ¿Cuánto tiempo hacía que la había empezado? Comprobé las fechas que había anotado. El cadáver de Isabelle Gagnon se había encontrado el 2 de junio: hacía siete semanas que parecían siete años.
Fui al estudio y saqué mis archivadores. Tal vez, después de todo, no se perdiera el esfuerzo dedicado a fotocopiar.
Pasé dos horas examinando las fotografías, nombres, fechas y literalmente cada palabra de todas las entrevistas e informes policiales que poseía. Y repetí la acción. Revisé una y otra vez las palabras confiando en encontrar alguna nimiedad que me hubiera pasado por alto. En la tercera ocasión lo conseguí.
Leía la entrevista que Ryan había efectuado al padre de Grace Damas cuando reparé en ello. Como un estornudo que se estuviera formando, cosquilleante pero que se negara a estallar, el mensaje irrumpió por fin en mi mente consciente.
Una carnicería. Grace Damas había trabajado en una carnicería.
El asesino había utilizado una sierra de cocinero y tenía conocimientos anatómicos. Tanguay diseccionaba animales. Tal vez existiera un vínculo. Busqué el nombre del establecimiento pero no logré encontrarlo.
Marqué el número que figuraba en el archivo y me respondió una voz masculina.
– ¿El señor Damas?
– Al aparato.
Tenía un fuerte acento inglés.
– Soy la doctora Brennan. Trabajo en la investigación sobre la muerte de su esposa. Me gustaría formularle algunas preguntas.
– Usted dirá.
– ¿Trabajaba fuera de casa su esposa en la época en que desapareció?
Tras una pausa recibí una respuesta afirmativa.
En el fondo se distinguía el sonido de un televisor.
– ¿Puede indicarme dónde, por favor?
– En Le Bon Croissant, una panadería de Fairmont. Trabajaba media jornada. Nunca estuvo ocupada todo el día por causa de los niños y de sus obligaciones domésticas.
Medité sobre ello. No me solucionaba gran cosa.
– ¿Cuánto tiempo estuvo allí, señor Damas? -inquirí disimulando mi decepción.
– Creo que sólo unos meses. Grace nunca duraba gran cosa en sus empleos.
– ¿Dónde trabajó anteriormente? -insistí.
– En una carnicería.
– ¿Cuál? -inquirí conteniendo la respiración.
– La Boucherie Sainte Dominique. Pertenece a un miembro de nuestra parroquia. Se halla en St. Dominique, más allá de St. Laurent. ¿La conoce?
Sí. Se me representó la lluvia en su escaparate.
– ¿Cuándo trabajó allí? -proseguí procurando expresarme con calma.
– Me parece que casi un año. La mayor parte del 91, según creo. Puedo comprobarlo. ¿Le parece importante? Nunca me habían interrogado sobre esas fechas.
– No estoy segura, señor Damas. ¿Le habló su mujer alguna vez de alguien llamado Tanguay?
– ¿Cómo? -inquirió con dureza.
– Tanguay.
La voz de un presentador prometía regresar tras la pausa comercial. Me latían las sienes con fuerza y se me resecaba la garganta.
– No.
Su vehemencia me sorprendió.
– Gracias, ha sido usted muy amable. Le informaré si surge alguna novedad.
Colgué y telefoneé a Ryan. Me informaron que estaría ausente todo el día. Traté de localizarlo en su casa, mas tampoco obtuve respuesta. Sabía lo que tenía que hacer. Efectué otra llamada, cogí una llave y salí de casa.
La Boucherie Saint Dominique estaba más animada que la primera vez que había reparado en ella. En sus escaparates aparecían los mismos letreros, pero aquella noche el establecimiento estaba iluminado y abierto, aunque no se veía gran movimiento. Una anciana se movía lentamente ante el escaparate acristalado, con rostro flácido bajo la luz fluorescente. Observé cómo se inclinaba y señalaba un conejo. El rígido y pequeño cadáver me recordó la macabra colección de Tanguay y a Alma.