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Bergeron comenzó a disponer las radiografías anteriores a la muerte a la derecha y las tomadas del cadáver a la izquierda. Sus dedos largos y delgados localizaron una pequeña protuberancia en cada radiografía y, una tras otra, las orientó colocando la parte punteada hacia arriba. Cuando hubo concluido, cada radiografía tomada en vida se alineaba de modo idéntico con la parte correspondiente obtenida en el laboratorio.

Comparó ambos juegos en busca de diferencias. Todo coincidía. En ninguno de ellos faltaban piezas. Las raíces estaban completas hasta las puntas. Los contornos y curvaturas de la izquierda se correspondían a la perfección con los de la derecha. Pero lo más notable eran los globos de intensa blancura que representaban reparaciones dentales. La configuración de las radiografías de la muchacha viva coincidían con todo detalle con las tomadas por Daniel.

Tras estudiar las pruebas durante lo que pareció un lapso de tiempo interminable, Bergeron escogió un cuadrado de la derecha y lo colocó sobre el correspondiente tomado del cadáver para que yo lo examinara. Las pautas irregulares de los molares se superponían exactamente. Se volvió a mirarme.

– C'est positif-dijo.

Se echó hacia atrás y apoyó un codo en la mesa.

– Con carácter no oficial, desde luego, hasta que redacte los informes por escrito.

Cogió su taza de café. El hombre realizaría además una exhaustiva comparación del historial mecanografiado y un cotejo más detallado de las radiografías, pero no le cabía duda alguna: se trataba de Isabelle Gagnon.

Me alegré de no tener que entrevistarme con los padres, el marido, el amante o el hijo. Había presenciado tales encuentros y conocía las miradas, la expresión implorante de quien aguarda un mentís, una aclaración de que se trata de un error, de un mal sueño que se desea que concluya. Y luego llega la comprensión. En una milésima de segundo el mundo cambia para siempre.

– Gracias por examinarlo enseguida, Marc -dije-. Y gracias por los preliminares.

– Ojalá todo fuera tan fácil.

Tomó un sorbo de café, sonrió y agitó la cabeza.

– ¿Quiere que trate yo este asunto con Claudel? -me ofrecí.

Había tratado de disfrazar mi desagrado, pero al parecer no lo conseguí. Me sonrió con complicidad.

– No me cabe duda de que sabrá encargarse de Monsieur Claudel.

– De acuerdo -repuse-. Eso es lo que necesita: alguien que sepa manejarlo.

Cuando regresé a mi despacho aún sonaban sus risas en mis oídos.

Mi abuela siempre me había dicho que en todo ser humano existe bondad.

– Sólo hay que buscarla… -decía con un acento tan suave como el satén-…y la encontrarás. Todos poseen alguna virtud.

Tú no conocías a Claudel, abuela.

La virtud de Claudel consistía en la puntualidad. A los cincuenta minutos había regresado.

Se detuvo en el despacho de Bergeron, y distinguí sus voces a través de la pared. Mi nombre se repitió varias veces mientras Bergeron le indicaba que pasara a verme. El tono de Claudel reflejaba irritación. Deseaba una opinión de primera mano y de nuevo tendría que conformarse conmigo. Apareció al cabo de unos instantes con expresión dura.

No nos saludamos. El hombre aguardó en la puerta.

– El resultado es positivo -dije-. Se trata de Gagnon.

Frunció el entrecejo, pero advertí la emoción que reflejaban sus ojos: tenía una víctima, ya podía comenzar la investigación. Me pregunté si experimentaría algún sentimiento hacia la difunta o si para él se trataba tan sólo de un ejercicio: encontrar al malo, ser más listo que el asesino. Yo había oído las bromas, comentarios y chistes que circulaban acerca del maltratado cuerpo de una víctima. Para algunos era un modo de enfrentarse a la indigna violencia, de levantar una barrera protectora contra la realidad diaria de la carnicería humana. Humor de depósito; enmascarar el horror con bravuconerías machistas. Otros profundizaban más. Sospechaba que Claudel se contaba entre éstos. Lo observé unos instantes. Por el pasillo sonó un teléfono. Aunque me inspiraba antipatía, me esforcé por reconocer que me importaba la opinión que tuviera de mí. Deseaba recibir su aprobación. Deseaba agradarle. Deseaba verme aceptada por todos ellos, ser admitida en el club.

Por mi mente pasó la imagen de la doctora Lentz, la psicóloga, que me echaba un sermón desde el pasado.

– Usted es hija de un padre alcohólico, Tempe -decía-. Y busca la atención que él le negó. Y, puesto que desea la aprobación de papá, trata de agradar a todos.

Me lo hizo comprender, pero no logró enmendarlo. Tenía que conseguirlo yo por mis propios medios. De vez en cuando trataba de compensarlo en exceso y entonces resultaba una auténtica pelmaza para muchos. Pero con Claudel no se trataba de eso. Comprendí que yo había estado evitando un enfrentamiento.

Aspiré con intensidad y comencé, escogiendo cuidadosamente mis palabras.

– ¿Ha considerado la posibilidad de que este asesinato esté relacionado con otros que se hayan producido durante los últimos dos años, monsieur Claudel?

Su expresión se paralizó, apretó los labios contra los dientes con tanta fuerza que se hicieron casi invisibles. Una oleada de sonrojo se extendió lentamente por su cuello y su rostro.

– ¿Como por ejemplo? -repuso con frialdad y apárente calma.

– Como el de Chántale Trottier -proseguí-. Fue asesinada en octubre del 93. Descuartizada, decapitada y destripada.

Lo miré fijamente.

– Sus restos se encontraron contenidos en bolsas de basura de plástico.

Alzó ambas manos a nivel de su boca, las estrechó con fuerza entrelazando los dedos y se dio unos golpecitos en los labios. Sus gemelos de oro de excelente gusto en su camisa de diseño de corte perfecto tintinearon débilmente.

– Considero que debería circunscribirse a su ámbito de experiencia, señorita Brennan -replicó-. Pienso que nos bastaremos para reconocer cualquier vínculo que pueda existir entre los crímenes que se hallan bajo nuestra jurisdicción. Y que, en este caso, nada tienen en común.

Pasé por alto su tono despectivo e insistí:

– Se trata de dos mujeres que han sido asesinadas durante los dos últimos años y ambos cadáveres presentaban señales de mutilación o intento de…

Su dique de control tan cuidadosamente construido se desmoronó, y su ira se desbordó contra mí como un torrente.

– Tabemac! -estalló-. ¿Cómo se…?

Se contuvo a tiempo, sin llegar a proferir algo más insultante, y con visible esfuerzo recobró su compostura.

– ¿Por qué tiene que reaccionar siempre exageradamente? -dijo.

– Piense en ello -le espeté.

Me levanté a cerrar la puerta temblando de rabia.

Capítulo 4

Hubiera sido agradable permanecer sentada en la sauna y sudar como un chivo. Tal había sido mi intención. Cinco quilómetros en la cinta andadora, una sesión de remo y luego vegetar. Como el resto del día, el gimnasio no estuvo a la altura de mis expectativas. El ejercicio físico había disipado en parte mi ira, pero aún seguía agitada. Sabía que Claudel era un cretino, uno de los calificativos que había estado pisoteando en su pecho a medida que me ejercitaba. Imbécil, estúpido, subnormal. Me desahogaba con aquellas palabras. Había imaginado algo parecido, pero no hasta tal extremo. Me había distraído un rato, pero en aquellos momentos en que mi mente estaba ociosa no podía apartar de ella los crímenes. Isabelle Gagnon, Chantale Trottier… Seguían rodando en mi cerebro como guisantes en un plato.

Cambié la toalla y me permití pasar de nuevo revista mental a los acontecimientos de la jornada. Cuando Claudel se hubo marchado, acudí a ver a Denis para saber cuándo estaría preparado el esqueleto de Gagnon. Deseaba revisarlo hasta el último centímetro en busca de señales traumáticas: fracturas, cortes, lo que fuese. Me desconcertaba el modo en que habían descuartizado el cuerpo. Deseaba examinar con más detenimiento los cortes que había observado. Pero en la unidad de ebullición habían surgido problemas y los huesos no estarían dispuestos hasta el día siguiente.

A continuación acudí a los archivos centrales y extraje el expediente de Trottier. Me pasé el resto de la tarde inspeccionando los informes policiales, los resultados de la autopsia, los dictámenes de toxicología y las fotos. En las células de mi memoria persistía una noción acuciante e insistente acerca de la relación existente en ambos casos. Algún detalle olvidado que subsistía más allá del recuerdo vinculaba a ambas víctimas de un modo que me resultaba incomprensible. Alguna imagen mental almacenada que me resultaba inaccesible m e sugería que no se trataba tan sólo de la mutilación (y el empaquetamiento en bolsas), y deseaba encontrar la relación existente.