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Ambas imágenes se correspondían ahora totalmente. Las observé una junto a otra en la pantalla del ordenador. La impresión producida por Tanguay mostraba un arco dental completo, con ocho dientes a cada lado de la línea central.

En el queso sólo aparecían cinco dientes. Bertrand no se equivocaba: era como un falso inicio. Los dientes se habían clavado, resbalado o retirado y luego mordido un pedazo detrás de la marca que yo tenía ante los ojos.

Observé las huellas de la dentadura. Estaba segura de que existía un arco superior. Distinguí dos largas depresiones a cada lado de la línea central, probablemente los incisivos centrales. Junto a ellos había dos surcos orientados de modo similar, pero algo más cortos. Más allá, en la parte izquierda de la arcada, se veía una melladura, pequeña y circular, probablemente efectuada por el canino. No aparecían huellas de otros dientes.

Me enjugué las palmas mojadas a ambos lados de la camisa, erguí la espalda y aspiré profundamente.

Bien. Cambiaría la posición.

Escogí la función Effect, pulsé Rotate y lentamente manipulé la impresión dental de Tanguay con la esperanza de lograr la misma orientación que tenía la marca del queso. Mediante sucesivas pulsaciones hice girar los incisivos centrales siguiendo el sentido del reloj. Hacia adelante, luego atrás, luego adelante de nuevo, escasos grados cada vez; mi torpeza y nerviosismo prolongaban el proceso. Fue una sesión extensa pero por fin me vi recompensada. Los dientes de Tanguay se encontraban en el mismo ángulo y posición que los que aparecían en el queso.

De nuevo en el menú Edit y en la función Stitch escogí el queso como imagen activa y la impresión de Tanguay como imagen flotante. Fijé el nivel de transparencia al treinta por ciento y las marcas del mordisco de Tanguay se oscurecieron. Pulsé en un punto que se encontraba directamente entre los dientes delanteros de Tanguay y de nuevo en el hueco correspondiente de la arcada del queso definiendo un punto concreto en cada imagen. Ya satisfecha, activé la función Place, y las imágenes del mordisco de Tanguay se superpusieron sobre el efectuado en el queso. Demasiado opaco. Las huellas del queso se anularon totalmente.

Subí el nivel de transparencia al setenta y cinco por ciento y observé cómo los puntos y sombras del poliestireno se diluían hasta adquirir una transparencia fantasmal. Ahora tenía una clara visión de los dientes y huecos del queso a través de la impresión realizada por Tanguay. ¡Gran Dios!

Comprendí al instante que los mordiscos no habían sido realizados por la misma persona. Ninguna manipulación manual ni el excesivo afinado de las imágenes podía alterar tal impresión. La boca que había mordido el poliestireno no había dejado las marcas en el queso.

El arco dental de Tanguay era demasiado estrecho, la curva frontal mucho más densa que la marcada en el queso. La imagen compuesta mostraba una forma de herradura que cubría un semicírculo parcial.

Más sorprendente aún: quien hubiera comido queso en el piso de la rue Berger tenía una separación irregular a la derecha del hueco normal de la línea central, y el diente adyacente se ladeaba en un ángulo de treinta grados, lo que le daba a la hilera dental el aspecto de un cerco de estacas. El comedor de queso tenía un incisivo central muy estropeado y un lateral bruscamente girado.

La dentadura de Tanguay era igualada y continua. Su mordisco no mostraba ninguno de aquellos rasgos. No era él quien había mordido el queso. O Tanguay había tenido un invitado en la rue Berger o aquel apartamento nada tenía que ver con él.

Capítulo 40

Quien hubiera utilizado el piso de la rue Berger era el asesino de Gabby. Los guantes coincidían. Existían muchas posibilidades de que Tanguay no fuese aquella persona: no era él quien había mordido el queso. Saint Jacques no era Tanguay.

– ¿Quién diablos eres? -pregunté con voz ronca. Mi temor por Katy resurgió con plena intensidad. ¿Por qué no habría llamado?

Intenté localizar a Ryan en su casa sin hallar respuesta. Probé con Bertrand. Estaba ausente. Probé en la sala del destacamento de fuerzas. No había nadie.

Fui al patio y escudriñé por la verja la pizzeria de la acera de enfrente. La calle estaba vacía: habían retirado el equipo de vigilancia. Estaba sola.

Revisé mis opciones. ¿Qué podía hacer? Poca cosa. No podía irme. Tenía que estar en casa por si Katy regresaba. Cuando Katy regresara.

Consulté el reloj: eran las siete y diez de la tarde. Los archivos. De nuevo me concentré en ellos. ¿Qué otra cosa podía hacer dentro de aquellas paredes? Mi refugio se había convertido en mi prisión.

Me mudé de ropa y fui a la cocina. Aunque me flotaba la cabeza, no tomé ninguna medicina. Me sentía bastante embotada sin tomar sedantes. Arrasaría los gérmenes con vitamina C. Cogí un envase de extracto de naranjas del congelador y busqué el abridor. ¡Maldición! ¿Dónde estaría? Como estaba impaciente y no quería perder tiempo cogí un cuchillo de cocina y corté el pedazo de cartón del envase para retirar la pestaña metálica del recipiente de cartón. Jarro, agua, agitar. «Puedes hacerlo. Ya recogerás los restos después.»

Al cabo de unos momentos estaba instalada en el sofá, bien arropada con mi colcha, con los pañuelos de papel y el zumo a mi alcance. Ejercitaba las cejas para reprimir mi nerviosismo.

Damas. Me sumergí en el expediente, repasando nombres, lugares y fechas visitados anteriormente. El monasterio St. Bernard. Nikos Damas. El padre Poirier.

Bertrand había hecho efectuar un seguimiento de Poirier. Lo releí con enorme esfuerzo de concentración. El buen padre había dejado el hotel. Revisé la entrevista original, buscando otros nombres para perseguirlos como claves en una caza de carroñeros. A continuación insistí con las fechas.

¿Quién era el conserje? Un tal Roy, Emile Roy. Busqué su declaración.

No estaba allí. Revisé todo el contenido del legajo sin encontrar nada. Sin duda alguien habría hablado con él. No recordaba haber visto el informe. ¿Por qué no figuraba en el archivo?

Permanecí pensativa unos momentos percibiendo tan sólo el sonido de mi respiración. Experimentaba de nuevo la sensación de una idea preconcebida, como un aura que presagiara una migraña. La intuición de que pasaba algo por alto era más intensa que nunca, pero aquel hecho esquivo no lograba centrarse.

Volví a examinar las declaraciones de Poirier: «Roy cuida del edificio y los jardines, enciende la calefacción, retira la nieve con palas.»

¿Retira la nieve con palas a los ochenta años? ¿Por qué no? George Burns podía hacerlo. Imágenes del pasado desfilaron por mi mente. Pensé en la aparición que había tenido a solas en el coche: los huesos de Grace Damas detrás de mí en el bosque empapado por la lluvia.

Pensé en el otro sueño de aquella noche: las ratas, Pete, la cabeza de Isabelle Gagnon, su tumba, el sacerdote. ¿Qué había dicho? Sólo aquellos que trabajaban para la iglesia podían cruzar sus verjas.

¿Sería realmente así? ¿Era así como él había entrado en los jardines del monasterio y en el Gran Seminario? ¿Sería nuestro asesino alguien que trabajaba para la iglesia?

¡Roy!

«Muy acertado, Brennan: un asesino en serie octogenario.»

¿Debería esperar noticias de Ryan? ¿Dónde diablos se encontraría? Busqué la guía telefónica con manos temblorosas. Si lograba encontrar el número del conserje, lo llamaría.

Aparecía un tal E. Roy inscrito en St. Lambert.

– Oui -contestó una voz. Debía andarme con cuidado. Ser precavida.

– ¿Monsieur Emile Roy?

– Oui. Oui.

Le expliqué quién era y por qué lo llamaba. Le pedí que me informara acerca de sus obligaciones en el monasterio. Permaneció largo rato en silencio. Lo oí resoplar, expeler el aliento como a través de un fuelle.

– No deseo perder mi trabajo. Cuido perfectamente de mis obligaciones -dijo por fin.

– Sí. ¿Se encarga usted solo de todo ello?