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Advertí que contenía el aliento como si se le hubiera atascado un guijarro en la garganta.

– De vez en cuando preciso cierta ayuda. A ellos no les cuesta nada. Lo pago yo mismo, de mis honorarios.

Casi lloriqueaba.

– ¿Quién lo ayuda, monsieur Roy?

– Mi sobrino. Es un buen muchacho. Se ocupa principalmente de la nieve. Pensaba decírselo al padre, pero…

– ¿Cómo se llama su sobrino?

– Leo. ¿No se hallará en dificultades, ¿verdad? Es un buen muchacho.

Sentí humedecerse la palma que sostenía el teléfono.

– ¿Leo qué?

– Fortier. Leo Fortier. Es nieto de mi hermana.

La voz sonaba más débil. Yo sudaba copiosamente. Expresé los formulismos necesarios y colgué, mentalmente agitada, con el corazón acelerado.

«Tranquilízate, puede ser una coincidencia. Ser conserje y ayudante de carnicero a tiempo parcial no convierte a uno en asesino. Piensa.»

Observé el reloj y me dirigí al teléfono. ¡Vamos! ¡Ojalá la encontrase!

La mujer descolgó el aparato al cuarto timbrazo.

– Aquí Lucie Dumont.

¡La había encontrado!

– ¡No puedo creer que siga ahí, Lucie!

– He tenido dificultades con el archivo de un programa. Iba a marcharme.

– Necesito algo urgentemente, Lucie. Es de suma importancia. Usted es la única que puede facilitármelo.

– ¿De qué se trata?

– Quiero que compruebe unos datos acerca de una persona. Haga todo lo posible por conseguir cuanto afecte a ese tipo. ¿Lo hará?

– Es tarde e iba a…

– Es crítico, Lucie. Mi hija acaso se halle en peligro. ¡Lo necesito realmente!

No intenté disimular mi desesperación.

– Puedo conectarme con los archivos de la SQ y comprobar si aparece allí. Estoy autorizada para ello. ¿Qué desea saber?

– Todo.

– ¿Qué puede darme?

– Sólo un nombre.

– ¿Algo más?

– No.

– ¿De quién se trata?

– Leo Fortier.

– La llamaré en seguida. ¿Dónde está?

Le di mi número telefónico y colgué.

Paseé de un lado a otro de mi apartamento, enloquecida de temor por Katy. ¿Se trataría de Fortier? ¿Habría centrado en mí su ira psicópata por haberlo frustrado? ¿Habría matado a mi amiga para vengarse? ¿Planeaba hacer lo mismo conmigo? ¿Con mi hija? ¿Cómo se había enterado de su existencia? ¿Habría robado a Gabby la foto en que aparecíamos Katy y yo?

Un frío y paralizante terror se infiltró en mi alma y me inspiró los peores pensamientos de mi vida. Imaginé los últimos momentos de Gabby, imaginé lo que debía de haber sentido. El sonido del teléfono interrumpió el curso de mis pensamientos.

– ¡Dígame!

– Soy Lucie Dumont.

– Sí.

El corazón me latía con tanta fuerza que pensé que lo oiría.

– ¿Sabe qué edad tiene el tal Leo Fortier?

– Hum… treinta, cuarenta.

– Me he encontrado con dos, uno nacido el 9 de febrero de 1962, de modo que tendrá unos treinta y dos años; el otro nació el 21 de abril del 16 por lo que tendrá unos… sesenta y ocho.

– Es el de treinta y dos -respondí.

– Así lo había pensado, por lo que he examinado su historial. Es un elemento de cuidado. Muy joven ya compareció ante los tribunales. No por delitos graves, sino por una serie de infracciones menores y problemas psiquiátricos.

– ¿Qué clase de problemas?

– Fue acusado de voyeurismo a los trece años.

Se distinguían sus dedos en el teclado.

– Vandalismo, novillos. Se produjo un incidente cuando tenía quince años. Raptó a una muchacha y la retuvo durante dieciocho horas. No hubo cargos. ¿Quiere saberlo todo?

– ¿Aparecen casos más recientes?

De nuevo el tecleo. La imaginaba inclinada en el monitor, con las gafas de color rosado reflejadas en la verde pantalla.

– La anotación más reciente corresponde a 1988. Fue arrestado por agresión, al parecer a un pariente, pues la víctima tiene el mismo apellido. No fue a prisión. Pasó seis meses en Pinel.

– ¿Cuándo salió?

– ¿Desea la fecha exacta?

– ¿Puede conseguirla?

– Al parecer el 12 de noviembre de 1988.

Constance Pitre había fallecido en diciembre de 1988. Hacía mucho calor en la habitación, y tenía el cuerpo impregnado en sudor.

– ¿Figura en el expediente el nombre del psiquiatra que lo atendió en Pinel?

– Aparece una referencia a un tal doctor M. C. LaPerriére. No dice de quién se trata.

– ¿Consta ahí su número?

Me lo facilitó.

– ¿Dónde se encuentra ahora Fortier?

– El archivo concluye en 1988. ¿Desea saber la dirección?

– Sí.

Mientras marcaba el número facilitado me hallaba al borde del llanto. Oí sonar el timbre en el extremo norte de la isla de Montreal. «Tranquilízate, Brennan.» Traté de pensar qué diría.

– L'hópital Pinel. Puis-je vous aider? -respondió una voz femenina.

– Con el doctor LaPerriére, s'il vous plaît.

«¡Por favor, no me diga que no trabaja ahí!»

– Un instant, s'il vous plaît.

¡Sí, seguía en plantilla! Me hicieron aguardar y luego repetir el ritual con una segunda voz femenina.

– Qui est sur la ligue, s'il vous plaît?

– La doctora Brennan.

Una sensación de vacío en el ambiente.

– Aquí la doctora LaPerriére -respondió otra voz femenina, en esta ocasión cansada e impaciente.

– Soy la doctora Temperance Brennan -le dije, esforzándome por reprimir el temblor de mi voz-, antropóloga forense del Laboratorio de Medicina Legal y estoy implicada en la investigación de una serie de crímenes que se han producido durante los últimos años en la zona de Montreal. Tenemos razones para creer que pueda hallarse implicado uno de sus antiguos pacientes.

– ¿Y bien?

Su voz sonaba cansada.

Le expliqué la formación del destacamento de fuerzas y le pedí que me hablara de Leo Fortier.

– Doctora Brennan, ¿es así? Sabe que no puedo comentar el expediente de un paciente en una conversación telefónica. Sin autorización judicial eso representaría quebrantar la confidencialidad.

«Tranquilízate. Sabías que iba a responderte eso.»

– Desde luego. Y esa autorización llegará, pero nos hallamos en una situación apremiante, doctora, y no podemos demorar esta conversación con usted. En estos momentos la autorización no es realmente necesaria. Las mujeres mueren, doctora LaPerriére, son brutalmente asesinadas y desfiguradas. Ese individuo actúa con extrema violencia. Mutila a sus víctimas. Pensamos que se trata de alguien que experimenta profunda aversión a las mujeres y que está dotado de bastante inteligencia para planear y llevar a cabo tales asesinatos. Y tememos que no tardará en actuar de nuevo.

Tragué saliva con la boca reseca por el temor.

– Leo Fortier es un sospechoso y necesitamos saber si, a su parecer, existe algo en su historial que sugiera su adecuación a este perfil. El papeleo para preparar su historial llegará; pero, si usted recuerda datos de ese paciente, la información que ahora nos facilite contribuirá a que detengamos al asesino antes de que vuelva a actuar.

Me había cubierto con otra manta, en esta ocasión de fría calma. No podía permitir que trascendiera el temor que sentía.

– Sencillamente, no puedo…

Mi manta se deslizaba.

– Tengo una hija, doctora LaPerriére. ¿Es usted madre?

– ¿Cómo?

La sensación de afrenta rivalizaba con el cansancio.

– Chantale Trottier tenía sólo dieciséis años cuando la asesinó a golpes y luego la descuartizó y la abandonó en un vertedero.

– ¡Jesús!

Aunque no conocía a Marie Claude LaPerriére, su voz me hacía evocar una escena vivida, con un gris metálico, verde institucional y sucia piedra.

Podía imaginarla: de mediana edad, con la desilusión profundamente grabada en el rostro. Trabajaba para un sistema en el que había perdido la fe hacía tiempo, un sistema incapaz de comprender ni mucho menos controlar la crueldad de una sociedad enloquecida hasta el límite. Las víctimas de pandillas; los adolescentes de mirada vacía y muñecas desangradas; los bebés escaldados y quemados con cigarrillos; los fetos flotando en tazas de retretes; los viejos fallecidos de inanición en medio de sus propios excrementos; las mujeres con rostros golpeados y miradas implorantes… En otros tiempos creía poder solucionar las cosas: la experiencia la había convencido de lo contrario.