Pero había prestado juramento. ¿A quién? ¿Por qué? El dilema le resultaba ahora tan familiar como antes lo había sido su idealismo. La oía respirar profundamente.
– Leo Fortier ingresó en 1988 por un período de seis meses. Durante ese tiempo yo lo asistí como psiquiatra.
– ¿Lo recuerda?
– Sí.
Aguardé entre los latidos de mi corazón. Advertí que encendía un pitillo y respiraba con intensidad.
– Leo Fortier vino a Pinel por haber golpeado a su abuela con una lámpara. -Se expresaba con brevedad y cautela-. A la anciana tuvieron que aplicarle más de cien puntos y se negó a formular cargos contra su nieto. Cuando concluyó el período de ingreso voluntario de Fortier, le recomendé que prosiguiera el tratamiento. Pero se negó.
Hizo una pausa para escoger las palabras adecuadas.
– Leo Fortier vio morir a su madre y en presencia de su abuela. La anciana lo crió engendrando en él una autoimagen en extremo negativa que resultó en su incapacidad para establecer relaciones sociales adecuadas.
»La abuela de Leo lo castigaba en exceso, pero lo protegía de las consecuencias de sus actos fuera de casa. Cuando el muchacho fue adolescente, sus actividades sugerían que sufría una grave deformación cognitiva junto con una abrumadora necesidad de control. Había desarrollado una sensación excesiva de derecho y exhibía una intensa ira narcisista al verse frustrado.
»La necesidad de control de Leo, su amor y odio reprimidos hacia su abuela y su creciente aislamiento social lo indujeron a pasar cada vez más tiempo en su propio mundo de fantasía. Asimismo desarrolló todos los mecanismos clásicos de defensa. Negación, represión, proyección. Emocional y socialmente era en extremo inmaduro.
– ¿Lo cree capaz del comportamiento que he descrito?
Me sorprendía lo firme que sonaba mi voz. En mi interior estaba agitada, aterrada por mi hija.
– Durante el tiempo que trabajé con Leo sus fantasías eran fijas y definitivamente negativas. Muchas de ellas implicaban comportamientos sexuales violentos.
Hizo una pausa y la oí respirar de nuevo.
– A mi parecer, Leo Fortier es un hombre muy peligroso.
– ¿Sabe dónde vive ahora?
En esta ocasión me temblaba la voz.
– No he tenido contacto con él desde que se marchó.
Me disponía a despedirme cuando se me ocurrió otra pregunta.
– ¿Cómo murió la madre de Leo?
– En manos de un abortista -respondió.
Cuando colgué el aparato mis pensamientos se atropellaban. Tenía un nombre: Leo Fortier. Leo Fortier había trabajado con Grace Damas, tenía acceso a las propiedades eclesiásticas y era en extremo peligroso. ¿Y bien?
Distinguí un suave rumor y advertí que la habitación se había vuelto morada. Abrí las puertas ventanas y miré al exterior. Densas nubes cubrían la ciudad y proyectaban una prematura oscuridad. El viento había mudado de dirección y en el ambiente flotaba intenso el olor a lluvia. El ciprés se balanceaba de un lado para otro y las hojas caían por el suelo.
De pronto acudió a mi mente uno de mis primeros casos: Nellie Adams, desaparecida hacía cinco años. Me había enterado por las noticias. El día que denunciaron su desaparición se había producido una violenta tormenta. Aquella noche, entre la seguridad de mi lecho, había pensado en ella. ¿Se encontraría afuera, sola y aterrada entre la tormenta? Seis semanas después identifiqué su cadáver por un cráneo y varios fragmentos de costillas.
«¿Por favor, Katy! ¡Regresa cuanto antes!»
¡Basta ya! ¡Llamaría a Ryan!
La luz de un relámpago se reflejó en la pared. Pasé el cerrojo en las puertas y fui en busca de una lámpara. Nada. «El temporizador, Brennan: está preparado para las ocho. Aún es demasiado temprano.»
Pasé la mano bajo el sofá y pulsé el botón del temporizador sin resultado alguno. Probé el interruptor de la pared. Tampoco resultó. Tanteé mi camino a lo largo de la pared y rodeé la esquina para entrar en la cocina. Las luces no respondieron. Con creciente alarma anduve a trompicones por el vestíbulo hasta el dormitorio. El reloj estaba a oscuras: no había luz. Permanecí inmóvil unos momentos tratando de encontrar una explicación. ¿Se habrían declarado en huelga los empleados de la compañía eléctrica? ¿Habría derribado el viento ramas contra algún cable de alta tensión?
Advertí que el apartamento estaba insólitamente silencioso y cerré los ojos para escuchar mejor. Una mezcla de sonidos llenó el vacío de los aparatos desconectados. La tormenta arreciaba en el exterior. Se oían los latidos de mi corazón. Y, de pronto, advertí algo más. Un tenue clic. ¿Una puerta que se cerraba? ¿Birdie? ¿Dónde estaría? ¿En la otra habitación?
Fui hacia la ventana del dormitorio. Hasta allí llegaba la luz de las farolas callejeras y de los apartamentos de Maisonneuve. Regresé hasta las puertas del patio por el vestíbulo y distinguí las luces de las ventanas de mis vecinos brillando a través de la lluvia. ¡Sólo yo estaba a oscuras! ¡Sólo yo me había quedado sin luz! Luego recordé que el timbre de alarma no había sonado cuando había abierto las puertas ventanas. ¡Carecía de sistema de seguridad!
Corrí hacia el teléfono.
No había línea.
Capítulo 41
Colgué el aparato y me deslicé entre la oscuridad que me rodeaba. Aunque no tropecé con ninguna forma amenazadora, advertía una presencia desconocida. Temblorosa y luego tensa, revisé mentalmente mis opciones como si examinara una baraja de naipes.
Me dije que debía tranquilizarme. Podía salir al jardín por las puertas ventanas.
Pero la verja del jardín estaba cerrada y la llave se encontraba en la cocina. Recordé la verja. ¿Podría escalarla? De no ser así, por lo menos estaría afuera y alguien podría oírme si gritaba. ¿Me oiría realmente alguien? La tormenta arreciaba en el exterior.
Agucé el oído para percibir los menores sonidos, con el corazón golpeando contra mis costillas como una polilla contra una persiana. Mi mente fluía en miles de direcciones. Recordé a Margaret Adkins, a Pitre, entre otras, degolladas y con las miradas fijas en el vacío.
«¡Entra en acción, Brennan! ¡Haz algo! ¡No aguardes a convertirte en su víctima!» Mis temores por Katy me dificultaban un lógico razonamiento. ¿Y si yo me marchaba y él aguardaba a que ella llegase? No, me dije, él no aguardará a nadie. Necesita dominar la situación. Desaparecerá y tramará una segunda ocasión.
Tragué saliva y estuve a punto de gritar con la garganta abrasada por el dolor y el miedo. Decidí correr, abrir de golpe las puertas ventanas y huir entre la lluvia y la libertad. Con el cuerpo rígido, músculos y tendones tensos, salté hacia la puerta. Con cinco pasos rodeé el sofá y me encontré allí con la mano en el pomo y levantando el cerrojo con la otra. Sentí el frío contacto del metal en los dedos.
De pronto una mano enorme me abofeteó y me echó hacia atrás hasta oprimir mi cráneo contra un cuerpo tan sólido como hormigón. La dura palma cubría mi boca, aplastándome los labios y retorciendo mi mandíbula hasta casi desencajarla, y percibí un intenso y familiar olor. La mano tenía un contacto liso, resbaladizo e innatural. Observé de reojo un resplandor metálico y sentí algo frío en mi sien derecha. El terror que sentía era como un ruido enloquecedor que dominaba mi mente y borraba cuanto existiera más allá de mi cuerpo y el suyo.
– Bien, doctora Brennan, creo que esta noche tenemos una cita.
Se expresaba en inglés pero con acento francés. Con voz suave y baja, como cuando se recita la letra de una canción de amor.
Me retorcí, contraje el cuerpo y agité las manos, pero me aferraba como un torno. Manoteé con desesperación y arañé el aire.
– ¡No, no! ¡No luche! Esta noche estará conmigo. No habrá nadie más en el mundo.
Sentía su calor en mi nuca mientras oprimía mi espalda contra su cuerpo. Al igual que su mano, su cuerpo parecía extrañamente liso y compacto. Me invadió el pánico y me sentí indefensa.
No podía pensar ni hablar. No sabía si rogar, luchar o intentar razonar con él. El hombre mantenía inmóvil mi cabeza y me aplastaba los labios contra los dientes con su mano. Sentí en la boca el sabor de la sangre.