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Mientras nos precipitábamos hacia adelante, me golpeé contra una esquina del mostrador y mi cabeza chocó con un armario que estaba en lo alto. Al hombre se le había soltado la cadena, pero me empujó con fuerza por detrás.

Abrió las piernas y acopló su cuerpo al mío apretándome contra el mostrador. El borde del lavavajillas se me clavaba dolorosamente en la parte izquierda de la pelvis, pero podía respirar.

Él jadeaba y todas sus fibras corpóreas estaban en tensión, como un tirachinas a punto a disparar. Con un giro de muñeca recuperó la cadena y me obligó a doblar la cabeza formando un arco hacia atrás. Luego colocó la punta del cuchillo bajo el ángulo de mi cuello formado por la mandíbula. Noté el frío acero en la carótida y sentí su aliento en mi mejilla izquierda.

Me mantuvo en aquella posición durante una eternidad, la cabeza hacia atrás, las manos hacia arriba e inútiles como un cadáver que pendiera de un gancho. Me parecía estar viéndome a mí misma al otro lado de un abismo, espectadora horrorizada pero incapaz de actuar.

Conseguí apoyar la diestra en el mostrador y traté de empujar para levantarme y aflojar la cadena, y entonces tropecé con unos objetos que estaban sobre éclass="underline" el contenedor del zumo de naranja y el cuchillo.

Así el arma en silencio, gemí y traté de sollozar, de distraer su atención.

– ¡Cállate, bruja! Ahora vamos a seguir un juego. Te gusta jugar, ¿no es cierto?

Volví cuidadosamente el cuchillo con sonoros gorgoteos para cubrir el menor sonido.

Me temblaba la mano, vacilaba.

Entonces volví a ver mentalmente a aquellas mujeres, lo que había hecho con ellas. Sentí su terror y comprendí su desesperación final.

¡Tenía que hacerlo!

La adrenalina se extendió por mi pecho y mis miembros como lava que se remontara de las entrañas de una montaña. Si tenía que morir, no sería como rata en un agujero. Lo haría cargando contra el enemigo, disparando contra él. Mi mente se centró de nuevo y me convertí en activa participante de mi propio sino. Así el cuchillo con la hoja hacia arriba y calculé el ángulo apropiado. Luego impulsé el arma sobre mi hombro izquierdo con todas las fuerzas que me inspiraron el terror, la desesperación y la venganza.

La punta chocó con un hueso, resbaló ligeramente y por fin se hundió en una masa blanda. Su primer grito no pudo compararse con el que surgió después de su garganta. Mientras se precipitaba hacia atrás dejó caer la mano izquierda y la diestra cruzó ante mi garganta. El extremo de la cadena resbaló hasta el suelo liberando su letal presión.

Sentí un sordo dolor en la garganta y luego una sensación mojada. No importaba. Sólo deseaba poder respirar. Aspiré con avidez esforzándome por desprenderme de los eslabones que aún me ceñían y notando que estaban impregnados en mi propia sangre.

Detrás de mí sonó otro grito espantoso, primitivo, como el lamento mortal de un animal salvaje. Me volví a mirar, jadeando y sin dejar de apoyarme en el mostrador.

El hombre había retrocedido tambaleándose hacia atrás por la cocina con una mano en el rostro y la otra extendida en un intento de mantener el equilibro. Horribles sonidos surgían de su boca abierta mientras chocaba contra la pared de enfrente y se deslizaba lentamente hasta el suelo. La mano extendida dejó un negro reguero en el yeso. Por un momento cabeceó y luego profirió un tenue gemido. Dejó caer las manos e inclinó la barbilla con la mirada fija en el suelo.

Permanecí como petrificada en repentina inmovilidad, distinguiendo únicamente el sonido de mi respiración entrecortada y de sus apagados gemidos. Entre el dolor que sentía comencé a distinguir cuanto me rodeaba. El fregadero, el horno, el refrigerador mortalmente silencioso. Advertí que algo resbalaba bajo mis pies.

Contemplé el bulto inerte en el suelo de la cocina con las piernas extendidas hacia adelante, la barbilla apoyada en el pecho y la espalda recostada en la pared. Entre la penumbra distinguí un negro reguero que descendía por su pecho hacia su mano izquierda.

El estallido de un relámpago iluminó mi obra por un instante como la luz de un soldador.

El cuerpo se veía brillante, cubierto por una membrana lisa de color azul. Llevaba un gorro azulgrana que le aplastaba los cabellos y convertía su cabeza en un óvalo sin rasgos distintivos.

La empuñadura del cuchillo surgía de su ojo izquierdo como un banderín en un campo de golf. La sangre se le deslizaba por el rostro y garganta y oscurecía el tejido que le cubría el pecho. Había dejado de gemir.

Sentí náuseas y reaparecieron ante mi campo visual una sucesión de manchas flotantes. Las rodillas se me doblaban mientras trataba de apoyarme en el mostrador.

Para respirar mejor me llevé las manos a la garganta a fin de quitarme la cadena, y sentí una humedad cálida y resbaladiza. Me miré la mano y advertí que estaba cubierta de sangre.

Fui hacia la puerta pensando en Katy y en conseguir ayuda, cuando un repentino sonido me dejó como petrificada. ¡Era la cadena metálica que arrastraba por el suelo! La habitación se volvió blanca y luego negra.

Demasiado exhausta para correr, me volví. Una oscura silueta avanzaba hacia mí en silencio.

Oí mi propia voz y luego vi miles de manchas y una negra nube que lo cubrió todo.

En la distancia sonaban sirenas. Se oían voces. Sentía opresión en la garganta.

Abrí los ojos y me encontré con luz y movimiento. Alguien se inclinaba sobre mí, oprimía algo en mi cuello.

¿Qué? ¿Quién? Estábamos en el salón de mi casa. Recordé con pánico lo sucedido y me esforcé por incorporarme.

– Attention, attention. Elle se lève.

Unas manos me inmovilizaron suavemente.

Luego oí una voz familiar, inesperada y fuera de contexto.

– No se mueva: ha perdido mucha sangre. Está en camino una ambulancia.

Era Claudel.

– ¿Dónde…?

– Está usted a salvo. Lo tenemos en nuestro poder.

– Lo que queda de él -dijo Charbonneau

– ¿Y Katy?

– Permanezca tendida. Tiene una herida en la garganta y en la parte derecha del cuello y ha perdido mucha sangre. Queremos contener la hemorragia.

– ¿Dónde está mi hija?

Sus rostros flotaban sobre mí. Destelló un relámpago que proyectó su blanca luz sobre ellos entre la iluminación amarilla.

– ¿Y Katy?

El corazón me latía con fuerza. No podía respirar.

– Está perfectamente, con ganas de verla. Se halla en compañía de amigos.

– Tabernac! -exclamó Claudel apartándose del sofá-. Où est cette ambulance?

Salió al vestíbulo, contempló algo que se encontraba en el suelo de la cocina y luego me miró con extraña expresión.

El ulular de una sirena se aproximaba, llenaba la callejuela. Luego llegó otra. Tras las puertas ventanas distinguí sus intermitentes luces azulgranas.

– Tranquilícese -dijo Charbonneau-. Ya está aquí. Cuidaremos de que su hija esté debidamente atendida. Todo ha concluido.

Capítulo 42

Aún subsiste un espacio vacío en el registro de mi memoria. Existen los dos días siguientes, pero confusos y no sincronizados, un incoherente collage de imágenes y sensaciones que van y vienen, aunque sin pautas racionales.

Un reloj con números siempre diferentes. Dolor. Manos que tiraban, tanteaban, me levantaban los párpados. Voces. Una ventana iluminada, otra oscura.

Rostros: Claudel en chillona fluorescencia; la silueta de Jewel Tambeaux recortándose contra un sol al rojo vivo; Ryan a la luz de la lámpara amarilla pasando páginas lentamente; Charbonneau dormitando y con un televisor azul destellando sobre su rostro.

Me suministraron sedantes para inmovilizar a un ejército, por lo que me resulta difícil distinguir los sueños de la realidad. Sueños y recuerdos se revuelven y confunden vertiginosamente como un ciclón que gira en torno a su ojo. Por mucho que me esfuerce en reconstruir lo sucedido aquellos días no logro ordenar las imágenes.

El viernes recobré la coherencia.

Al abrir los ojos me saludó la brillante luz del sol, vi a una enfermera que preparaba un suero por vía intravenosa y comprendí dónde me encontraba. A mi derecha alguien producía suaves sonidos. Volví la cabeza, y me inundó una oleada de dolor. Un sordo latido en el cuello me hizo comprender que no era aconsejable realizar movimientos.