– Tanguay es el cliente de Julie, ¿verdad?
– El mismo. Se excita contratando una prostituta para que vista el camisón de mamá. Y…
Se interrumpió vacilante.
– ¿Qué?
– ¿Está preparada para esto? Tanguay era también el hombre de los maniquíes.
– ¡No! ¿El asaltante de los dormitorios?
– Eso es. Por ello se le pusieron los testículos por corbata cuando comenzamos a interrogarlo. Creía que lo acusábamos de ello. El pobre imbécil acabó confesándolo por sí solo. Al parecer cuando no podía arreglárselas en la calle utilizaba el plan B.
– Irrumpir en una casa y atizar a un pijama relleno.
– Sin duda algo mejor que jugar a bolos.
Aún había algo que me seguía molestando.
– ¿Y las llamadas telefónicas?
– Plan C. Telefonear a una mujer y colgar le estimulaba los genitales. Característica típica de los voyeurs. Tenía una lista de números.
– ¿Han podido descubrir cómo consiguió el mío?
– Probablemente se lo cogió a Gabby: la asediaba a ella.
– ¿Y el dibujo que encontré en mi papelera?
– Obra de Tanguay. Es aficionado al arte aborigen. Era una copia de algo que había visto en un libro. Se lo entregó a Gabby. Quería pedirle que no lo excluyera del proyecto.
Miré a Ryan.
– Muy irónico. Ella creía que tenía un perseguidor y en realidad eran dos.
Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. Se formaba la cicatriz sentimental, pero aún en estado embriónico. Me costaría bastante tiempo poder pensar en ella.
Ryan se levantó y se estiró.
– ¿Dónde está Katy? -preguntó cambiando de tema.
– Ha ido a comprar loción solar.
Tiré de los cordones de la bolsa y la dejé caer en el suelo.
– ¿Cómo lo lleva?
– Al parecer, bien. Me cuida como una enfermera particular.
Me rasqué de modo inconsciente los puntos del cuello.
– Pero acaso la preocupe más de lo que deja entrever. Sabe que existe violencia, pero la que aparece en las noticias televisivas, en el sur de Los Ángeles, en Tel Aviv y en Sarajevo. Son cosas que suceden siempre a otras personas. Pete y yo le hemos ocultado intencionadamente mis actividades. Ahora son algo real, íntimo y personal. Ha trastornado su mundo, pero lo superará.
– ¿Y usted?
– Estoy muy bien, de verdad.
Permanecimos en silencio y nos examinamos mutuamente. Luego él cogió su chaqueta y se la echó en el brazo.
– ¿Se van a la playa?
No resultaba muy convincente su afectada indiferencia.
– A todas cuantas podamos encontrar. Lo hemos apodado «La gran búsqueda de la arena y el surf». Primero Ogonquit, luego una vuelta por la costa. Cabo Cod, Rehobeth, Cabo May, playas de Virginia. Nuestro único propósito definido es estar en Nags Head el 15.
Pete lo había dispuesto así: se proponía encontrarse allí.
Ryan me puso la mano en el hombro. Sus ojos expresaban algo más que un interés profesional.
– ¿Volverá con nosotros?
Me lo había estado preguntando a mí misma toda la semana. ¿Lo haría? ¿Volver a qué? ¿Al trabajo? ¿Podría volver a pasar por todo aquello de nuevo y encontrarme con otro psicópata retorcido? ¿Regresar a Quebec? ¿Soportaría que Claudel me hiciera picadillo y me sometiera a alguna junta disciplinaria? ¿Y qué sucedía con mi matrimonio? Aquello no tenía nada que ver con Quebec. ¿Qué haría con Pete? ¿Qué sentiría al verlo?
Tan sólo había tomado una decisión: no pensar en ello de momento. Me había prometido dejar a un lado el incierto porvenir y disfrutar despreocupadamente de mi tiempo libre con Katy.
– Desde luego -respondí-. Tendré que concluir mis informes y luego declarar.
– Sí.
Se produjo un tenso silencio. Ambos sabíamos que no era aquélla la respuesta esperada.
Ryan se aclaró la garganta y sacó algo del bolsillo de su chaqueta.
– Claudel me pidió que le entregara esto.
Me tendía un sobre marrón con las siglas del CUM en la esquina superior izquierda.
– Estupendo.
Me lo metí en el bolsillo y lo acompañé a la puerta. Lo vería más tarde.
– Ryan.
El hombre se volvió.
– ¿Puede usted hacer esto día tras día, año tras año y no perder la fe en la especie humana?
No respondió en seguida. Pareció centrarse en un punto del espacio que había entre nosotros; luego fijó su mirada en la mía.
– De vez en cuando la especie humana engendra depredadores que se alimentan de aquellos que los rodean. Pero no pertenecen a la especie: son mutaciones de ella. A mi parecer, esos monstruos no tienen derecho a respirar el oxígeno de la atmósfera. Pero están ahí, por lo que contribuyo a enjaularlos y a meterlos donde no puedan dañar a los otros. Consigo que la vida sea más segura para la gente que se levanta, acude al trabajo cada día, cría a sus hijos, cultiva sus tomates o cuida sus peces tropicales y ve los partidos de fútbol los domingos. Ésa es la especie humana.
Lo vi marcharse y de nuevo admiré el modo en que llenaba su pantalón. Y también su cerebro. Tal vez, me dije sonriente. Tal vez Dios lo quisiera.
Al anochecer Katy y yo salimos a tomar un helado y luego subimos a la montaña. Sentada en mi punto de observación preferido distinguía todo el valle. Recortado por el San Lorenzo como una negra línea en la distancia, el rutilante panorama de Montreal se extendía desde sus márgenes.
Desde mi observatorio, como un pasajero en la Montaña Rusa, contemplaba el paisaje. Pero el trayecto por fin había acabado. Tal vez me encontraba allí para despedirme.
Acabé mi helado y, al meter la servilleta en el bolsillo, me encontré con el sobre de Claudel.
¡Diablos!, ¿por qué no leerlo?
Lo abrí y apareció una nota manuscrita. Para mi sorpresa, no era la queja oficial que esperaba. El mensaje estaba escrito en inglés.
«Doctora Brennan:
Usted tenía razón: nadie debe morir en el anonimato. Gracias a usted, así ha sucedido con esas mujeres. Gracias a usted ha concluido la carrera criminal de Leo Fortier.
Constituimos la última línea de defensa contra ellos, contra los proxenetas, los violadores, los asesinos a sangre fría. Me sentiré muy honrado si volvemos a trabajar juntos.
Luc Claudel.»
Arriba en la montaña, la cruz brillaba suavemente enviando su mensaje por el valle. ¿Qué era lo que decía Kojak? «Alguien te quiere, pequeña.»
Ryan y Claudel lo habían comprendido: éramos el último baluarte.
Contemplé la ciudad a mis pies. Quédate: alguien te quiere.
– Á la prochaine -dije en la noche veraniega.
– ¿Qué quiere decir? -se interesó Katy.
– Hasta la próxima vez.
Mi hija pareció sorprendida.
– Vámonos a la playa.
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
Kathy Reichs
Kathy Reichs nació en Chicago y se doctoró en Northwestern. Trabaja como antropóloga forense en Carolina del Norte y en el Laboratorio de Ciencias Jurídicas y Medicina legal de Quebec. Forma parte asimismo de la dirección de la Academia Americana de Ciencias Forenses y es profesora de Antropología de la Universidad de Carolina del Norte en Charlotte.
En la actualidad divide su tiempo entre las ciudades de Charlotte y Montreal, y figura como testigo experta en numerosos juicios por asesinato. Su experiencia y versatilidad en el campo de la medicina forense, se ha visto reflejado en su obra literaria de la mano de su álter ego, la doctora Temperance Brennan. Su primera novela, Testigos del silencio, obtuvo varios premios (entre ellos el Ellis Award canadiense a la Mejor Primera Novela) y un extraordinario éxito de ventas y críticas. La relación con el personaje de la doctora Brenna se ha demostrado fructífera, con otras novelas ya publicadas.