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Me envolví de nuevo en la toalla y me enjugué el sudor del rostro. Las yemas de los dedos se me habían arrugado; por lo demás estaba brillante como una perca. Debía reconocer que no podía resistir el tiempo debido; sólo aguantaba el calor unos veinte minutos, por múltiples que fuesen sus supuestos beneficios. Trataría de soportar otros cinco.

Chantale Trottier había sido asesinada hacía menos de un año, el otoño en que yo comencé a trabajar a jornada completa en el laboratorio. La joven tenía dieciséis años. Aquella tarde extendí las fotos en mi escritorio, aunque no las necesitaba. La recordaba de manera vivida, recordaba con todo detalle el día en que había llegado al depósito.

Era el 22 de octubre, la tarde de la fiesta de las ostras. Era viernes y la mayoría del equipo se había marchado temprano para tomar cerveza y degustar ostras de Malpeques, según la tradición otoñal.

Entre la multitud de la sala de conferencias advertí que LaManche hablaba por teléfono y que se cubría el oído libre con una mano como si intentara protegerse del estrépito de la fiesta. Lo estuve observando. Cuando colgó, paseó la mirada por la sala y, al distinguirme, me hizo señas con una mano, para indicarme que me reuniera con él en el pasillo. A continuación localizó a Bergeron y, tras atraer su atención, repitió el mensaje. Ya en el ascensor, cinco minutos después, se explicó. Acababan de traer a una joven. El cuerpo estaba muy magullado y había sido descuartizado, por lo que sería imposible una identificación visual. Deseaba que Bergeron examinara su dentadura y que yo inspeccionara los cortes de los huesos.

El ambiente de la sala de autopsias contrastaba claramente con la alegría que acabábamos de dejar. Dos detectives de la SQ se mantenían a cierta distancia, mientras un agente uniformado del departamento de identificación tomaba fotos. El técnico colocaba los restos en silencio, y los detectives habían enmudecido; no se oían chistes ni bromas. Las usuales bravatas se habían silenciado por completo. El único sonido era el clic del obturador que registraba la atrocidad yacente sobre la mesa de autopsias.

Los restos de la joven habían sido dispuestos conformando un cuerpo. Los seis fragmentos ensangrentados estaban colocados en correcto orden anatómico, pero los ángulos se hallaban ligeramente desviados, y ello la convertía en una versión en tamaño natural de esas muñecas de plástico que se retuercen de modo distorsionado. El efecto total era macabro.

Le habían cercenado la cabeza en lo alto del cuello, y los músculos truncados se veían rojos como amapolas brillantes. La pálida piel se encogía hacia atrás suavemente en los bordes seccionados, como si retrocediera ante el contacto con la carne fresca y desnuda. Tenía los ojos entornados, y desde la aleta derecha de la nariz se extendía un delicado reguero de sangre seca. Sus cabellos, mojados y pegados a la cabeza, habían sido rubios y largos.

El tronco estaba dividido por la cintura. La parte superior del torso yacía con los brazos doblados en los codos, con las manos colocadas hacia adentro y descansando en el estómago. Era una posición adecuada para un ataúd, salvo que los dedos no se entrelazaban.

La mano diestra se hallaba parcialmente separada y los extremos de los tendones, de un blanco cremoso, sobresalían como cordones eléctricos cortados. Su atacante había tenido más éxito con la izquierda. El técnico la había situado junto a la cabeza, donde aparecía solitaria, con los dedos curvados como las patas de una araña seca. El pecho estaba abierto en canal, desde la garganta al vientre; los senos pendían a cada lado de la caja torácica, y su peso apartaba las dos mitades de carne dividida. La parte inferior del cuerpo se extendía desde la cintura hasta las rodillas. En cuanto a la mitad inferior de las piernas, estaban una junto a otra, bajo sus puntos normales de unión. Desprovistas de su conexión en la rodilla, se encontraban con los pies vueltos lateralmente, con los dedos hacia arriba.

Con una punzada de dolor advertí que llevaba pintadas las uñas de los pies de un rosa pálido. La intimidad de aquel simple acto me produjo tal dolor que deseé taparla, gritarles a todos que la dejaran sola. En lugar de ello observé y aguardé a que llegara el momento de mi intervención.

Si cerraba los ojos aún podía ver los dentados bordes de las laceraciones producidas en su cuero cabelludo, demostrativas de los repetidos golpes que le habían propinado con un objeto romo. Recordaba con todo detalle las magulladuras del cuello: todavía me parecía tener ante los ojos las hemorragias petequiales de los ojos, diminutas manchas producidas por el estallido de pequeñas arterias, como consecuencia de la tremenda presión de las venas yugulares y una señal característica de estrangulación.

Se me había revuelto el estómago mientras me preguntaba qué más le habría ocurrido a aquella mujer niña tan cuidadosamente criada con mantequilla de cacahuete, vacaciones en campamentos de verano y clases dominicales de catequesis. Me dolía por los años que le habían robado de vida, los bailes escolares a los que nunca asistiría y las cervezas que ya no se tomaría a escondidas. En la última década del segundo milenio, los norteamericanos nos creemos una tribu civilizada. Le habíamos prometido setenta y tantos años de vida, pero no le permitimos que pasara de los dieciséis.

Aparté los recuerdos de aquella terrible autopsia, me enjugué el sudor de la frente y sacudí la cabeza agitando los empapados cabellos. Las imágenes mentales se difuminaban de tal modo, que me impedían separar los recuerdos del pasado de las imágenes vistas aquella misma tarde en fotografías detalladas. Como la vida. Siempre he sospechado que muchos recuerdos de mi infancia proceden realmente de fotos antiguas, que son una combinación de instantáneas, un mosaico de imágenes de celuloide reconvertidas en una realidad recordada. La Kodak nos proyecta retrospectivamente. Tal vez sea mejor recordar el pasado de ese modo, ya que raras veces tomamos fotos de las ocasiones tristes.

La puerta se abrió, y entró una mujer en la sauna que me sonrió y saludó con una inclinación, para luego extender su toalla cuidadosamente en el banco de mi izquierda. Sus muslos tenían la consistencia de una esponja marina. Recogí mi toalla y me dirigí a la ducha.

Cuando llegué a casa, Birdie me aguardaba en el recibidor. Su blanco cuerpo se reflejaba tenuemente en el negro suelo de mármol, y parecía molesto. ¿Acaso experimentan los gatos tales emociones? Tal vez los proyectara yo en el animal. Inspeccioné su cuenco y descubrí que, aunque poco repleto, no estaba vacío. A pesar de ello, lo rellené con sensación de culpabilidad. Birdie se había adaptado bien al cambio. Sus necesidades eran muy sencillas: le bastaba con Friskies Ocean Fish, mi compañía y dormir. Tales necesidades no tropiezan con grandes dificultades y se reajustan con facilidad.

Faltaba una hora para encontrarme con Gabby por lo que me tendí en el sofá. El ejercicio físico y el vapor dejaban sentir sus efectos y sentía como si mis principales masas musculares se hubieran quedado inservibles. Pero el agotamiento tiene sus recompensas y me notaba física, ya que no mentalmente, relajada. Como de costumbre en tales ocasiones, ansiaba tomar una copa.

Los postreros rayos de sol de la tarde inundaron la habitación en un efecto amortiguado por la blanca muselina que cubría las ventanas. Es lo que más me agrada del apartamento. La luz del sol se funde con los colores apastelados y crea una calidad etérea muy relajante. Es mi isla de tranquilidad en un mundo de tensiones. El apartamento se halla en la planta baja de un edificio en forma de U que rodea un patio interior, ocupa la mayor parte de un ala y no tiene vecinos inmediatos. A un lado del salón unas puertas vidrieras dan acceso al jardín del patio y, enfrente, otras puertas comunican con mi patio particular. Algo poco frecuente en pleno urbanismo: césped y flores en el centro de la ciudad. Incluso tengo plantado un pequeño herbario.