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Estaba tan familiarizada con los altibajos de humor de Gabby como con mis propios ciclos menstruales. Percibía algo tenso en su comportamiento. Rehuía mi mirada, pero sus ojos vagaban incansables, en continua exploración, como había hecho en el parque. Era evidente que estaba distraída y solía recurrir a un trago de vino. Cada vez que levantaba la copa, la temprana luz del anochecer iluminaba el Chianti y lo hacía resplandecer como una puesta de sol en Carolina.

Yo conocía aquellas señales: bebía demasiado a fin de reducir su ansiedad. El alcohol es el opio de los seres preocupados. Yo lo sabía porque lo había probado. El hielo de mi Perrier se deshacía lentamente, y yo observaba cómo subsistía el limón mientras chocaba con los cubitos con un delicado y sutil sonido.

– ¿Qué sucede, Gabby?

Mi pregunta la sobresaltó.

– ¿Cómo?

Profirió una breve y temblorosa risita y se apartó un rizo del rostro con inexpresiva mirada.

Ante su evasiva traté de abordar un tópico neutral, diciéndome que ella me informaría cuando estuviera dispuesta. O tal vez yo me comportaba como una cobarde, y el valor de la intimidad se perdería.

– ¿Has tenido noticias de alguien del noroeste?

Nos habíamos conocido en la universidad durante los setenta. Yo me había casado y Katy asistía al parvulario. Entonces envidiaba la libertad de que disfrutaban Gabby y los demás. Echaba de menos las experiencias cómplices de las fiestas que duraban toda la noche y las sesiones filosóficas de primeras horas de la mañana. Tenía su misma edad, pero vivía en un mundo diferente. Gabby era la única con quien había alcanzado intimidad aunque, en realidad, nunca supe la razón. Éramos todo lo distintas que pueden ser dos mujeres, pero nos respaldábamos mutuamente. Tal vez fuera porque a Gabby le gustara Pete o, por lo menos, lo simulara. Pete, considerado retrospectivamente, tenía aire militar y estaba rodeado por criaturas en flor que tomaban marihuana y bebían cerveza barata. Él odiaba mis fiestas escolares y disimulaba su incomodidad con jactancioso desdén. Sólo Gabby se interesaba por acercársenos.

Yo había perdido el contacto con casi todos nuestros compañeros de estudios, que en aquellos momentos se hallaban diseminados por Estados Unidos, principalmente en universidades y museos. Sin embargo, en el transcurso de los años, Gabby sí había conseguido mantener algunas relaciones. O quizás ellos buscaban su compañía.

– De vez en cuando tengo noticias de Joe. Creo que da clases en algún lugar perdido de Iowa o Idaho.

La geografía americana nunca había sido su fuerte.

– ¿Ah sí? -traté de estimularla.

– Y Vern vende propiedades inmobiliarias en Las Vegas. Hace unos meses estuvo aquí para dar una especie de conferencia. Dejó la antropología y es muy feliz.

Tomó un trago de vino.

– Aunque lleva los mismos cabellos.

En esta ocasión la risa sonó auténtica. El vino o mi encanto personal la estaban relajando.

– ¡Ah! He recibido un mensaje electrónico de Jenny. Piensa dedicarse de nuevo a la investigación. ¿Sabes que se casó con un pirado y renunció a un cargo importante en Rutgers para seguirlo a los Cayos?

Gabby no suele andarse por las ramas.

– Pues bien, ha conseguido cierto puesto como adjunta y está meneando el trasero para conseguir una propuesta de subvención.

Otro trago.

– Cuando él la deje. ¿Qué sabes de Pete?

La pregunta me cogió desprevenida. Hasta aquel momento yo había sido muy prudente al referirme a mi fallido matrimonio. Era como si el engranaje de mi conversación se atascara al llegar a ese tema y soltarlo demostrara en cierto modo confirmar la realidad. Como si el acto de ordenar las palabras en secuencia, o de formar frases, convalidara una certeza a la que aún no fuera capaz de enfrentarme. Eludía el tópico, aunque Gabby era una de las pocas personas que estaba al corriente de la situación.

– Está bien. Hablamos de vez en cuando.

– La gente cambia.

– Sí.

Llegaron las ensaladas y durante unos momentos nos concentramos en aliñarlas. Cuando levanté la mirada ella estaba inmóvil, con un tenedor cargado de lechuga en el aire. Se había aislado de nuevo de mí, aunque en esta ocasión parecía examinar un mundo interior, más que el que la rodeaba.

Intenté otra táctica.

– Cuéntame cómo va tu proyecto -le dije al tiempo que pinchaba una aceituna negra.

– ¡Ah, el proyecto! ¡Bien! ¡Marcha bien! Por fin he conseguido ganarme su confianza y algunas de ellas ya comienzan a abrírseme.

Se metió la ensalada en la boca.

– Aunque ya me lo has explicado, quisiera que me lo ampliaras, Gabby. Yo sólo comprendo las ciencias físicas. ¿Cuál es exactamente el objetivo de la investigación?

Se echó a reír ante la familiar demarcación establecida entre los estudiantes de antropología física y cultural. Nuestra clase había sido reducida, pero diversa: algunos estudiaban etnología; otros se dedicaban a antropología lingüística, arqueológica y biológica. Yo conocía tan poco sobre el «descontruccionismo» como ella sobre el ADN mitocondrial.

– ¿Recuerdas los estudios de etnografía que Ray nos hacía leer sobre los yanomamo, los semai y los nuer? Pues bien, sigo la misma idea. Tratamos de describir el mundo de las prostitutas mediante observaciones próximas y entrevistas con confidentes. Trabajo de campo. Muy íntimo, próximo y personal.

Tomó otro poco de ensalada.

– ¿Quiénes son? ¿De dónde proceden? ¿Cómo entraron en ello? ¿Qué hacen día a día? ¿Con qué redes de apoyo cuentan? ¿Cómo encajan en la economía legal? ¿Cómo se ven a sí mismas? ¿Dónde…?

– Comprendo.

Tal vez el vino surtiera su efecto o quizás había acertado con la pasión de su vida, porque su animación crecía por momentos. Aunque ya había oscurecido comprobé que se había sonrojado y que sus ojos brillaban a la luz de las farolas. O tal vez fuese por causa del alcohol.

– La sociedad ha proscrito a esas mujeres. A nadie le interesan realmente, salvo a aquellos que en cierto modo se ven amenazados por ellas y desean que desaparezcan.

Asentí mientras seguíamos comiendo.

– La mayoría de la gente cree que las mujeres se entregan a la prostitución porque han abusado de ellas, las han obligado o por cualquier otra razón. En realidad, muchas lo hacen simplemente por dinero. Cuentan con habilidades limitadas para el mercado de trabajo legal, nunca conseguirán ganarse la vida de modo decente y lo saben. Entonces deciden dedicarse a ello unos años porque es lo más rentable que pueden hacer.

Seguimos comiendo.

– Y, al igual que cualquier otro grupo, tienen su propia subcultura. Me interesan las redes que construyen, sus planificaciones mentales, los sistemas de apoyo en que confían, todas esas cosas.

El camarero apareció con nuestros platos fuertes.

– ¿Y qué me dices de los hombres que las contratan?

– ¿Cómo?

La pregunta pareció desconcertarla.

– ¿Qué me dices de los tipos que van en su busca? Debería ser un importante elemento en el conjunto. ¿También hablas con ellos?

Enrollé unos espaguetis en el tenedor.

– Yo… Sí. Con algunos -balbuceó visiblemente aturdida.

Tras una pausa añadió:

– Dejemos de hablar de mí, Tempe. Cuéntame en qué estás trabajando. ¿Algún caso interesante?

Mientras hablaba centró los ojos en su plato.

El giro fue tan brusco que me cogió desprevenida, y le respondí sin pensar:

– Unos crímenes que me tienen muy nerviosa.

Al instante lamenté haber pronunciado tales palabras.

– ¿Qué crímenes?

Se le velaba la voz y sus palabas tenían vibraciones nerviosas.

– Uno horrible que descubrimos el martes.

Me interrumpí: Gabby nunca ha querido saber nada de mi trabajo.

– ¡Ah!

Se sirvió más pan. Intentaba mostrarse cortés: ella me había hablado de su trabajo y se disponía a escucharme a su vez.

– Sí, aunque me sorprende que no se haya divulgado gran cosa en los periódicos. El cadáver fue encontrado en Sherbrooke la semana pasada. Se desconoce su identidad. Resultó que había sido asesinada el pasado abril.

– Se parece a muchos de tus casos. ¿Qué te desconcierta?

Me retrepé en mi asiento y la miré mientras me preguntaba si realmente deseaba que me extendiera en el asunto. Tal vez sería mejor hablar de ello. ¿Mejor para quién? ¿Para mí? No podía hacerlo con nadie más. ¿Deseaba ella de verdad escucharme?