– La víctima estaba mutilada. Luego el cuerpo fue descuartizado y arrojado a un barranco.
Me miró en silencio, sin hacer comentarios.
– Creo que el modus operandi es similar a otro en el que había trabajado.
– ¿Qué quieres decir?
– Advierto los mismos… -me detuve, indecisa, sin encontrar la palabra adecuada-. Los mismos elementos en ambos.
– ¿Tales como…?
Cogió su copa.
– Apaleamiento salvaje, desfiguración del cuerpo.
– Pero eso es muy corriente cuando se trata de mujeres, ¿no es cierto? Nos aporrean, nos asfixian y luego nos hacen picadillo. Violencia masculina.
– Sí -reconocí-. Y realmente ignoro la causa de la muerte en este caso porque los restos estaban muy descompuestos.
Gabby parecía sumamente incómoda. Tal vez hubiera sido un error.
– ¿Qué más? -insistió.
Sostenía la copa en la mano, pero no bebía.
– La mutilación. El descuartizamiento o la extracción de partes. O…
Guardé silencio al recordar el desatascador. No comprendía exactamente su significado.
– De modo que crees que el mismo canalla es el causante de ambos -dijo ella.
– Sí, así es. Pero no puedo convencer al idiota que lleva el caso. Ni siquiera se ha dignado examinar el anterior.
– ¿Esos asesinatos podrían ser obra de algún canalla que se excita asesinando mujeres?
– Sí -respondí sin mirarla.
– ¿Y crees que volverá a hacerlo?
De nuevo su voz sonaba crispada. Deposité el tenedor sobre la mesa y la observé. Me miraba con fijeza, con la cabeza un poco adelantada y apretando con fuerza el tallo de su copa, que temblaba ligeramente.
– Lo siento, Gabby. No tendría que haberte hablado de esto. ¿Estás bien?
Se irguió en su asiento y depositó la copa pausadamente, sosteniéndola un instante en el aire antes de dejarla en la mesa y sin dejar de mirarme. Le hice señas al camarero.
– ¿Quieres café?
Asintió con la cabeza.
Concluida la cena nos permitimos cannoli y capuchinos. Ella pareció recobrar su buen humor, y nos reímos y burlamos recordando nuestros tiempos en la época de Acuario, nuestras largas y lisas cabelleras, nuestras camisas teñidas a trozos, nuestros téjanos que se sostenían en las caderas y formaban campana en los tobillos, una generación que seguía idénticas vías de escape del conformismo. Era ya más de medianoche cuando salimos del restaurante.
A nuestro paso por Prince Arthur ella sacó de nuevo el tema de los asesinatos.
– ¿Cómo será ese tipo? -dijo.
La pregunta me cogió por sorpresa.
– Quiero decir si se tratará de un tipo excéntrico o normal y si serías capaz de detectarlo.
Mi confusión la irritaba.
– ¿Podrías distinguir a ese cabrón en una reunión religiosa?
– ¿Al asesino?
– Sí.
– No lo sé.
– ¿Sería competente? -insistió.
– Eso creo. Si fue la misma persona quien mató a las dos mujeres, estoy segura de que es un tipo organizado, que planea sus actos. Muchos criminales en serie engañan a la gente durante largo tiempo hasta que caen en manos de la justicia. Pero yo no soy psicóloga; es simple especulación.
Llegamos al coche y abrí la puerta. De pronto ella me cogió del brazo.
– Deja que te muestre la zona.
No comprendí qué quería decir. De nuevo me había cogido por sorpresa.
– Pues…
– Los barrios bajos. Mi proyecto. Pasemos en coche por allí y te mostraré a las chicas.
La observé al tiempo que la iluminaban los faros de un coche que se aproximaba. Tenía una extraña expresión a la luz cambiante. La luz pasó por ella como el foco de una linterna y acentuó algunos rasgos al tiempo que sumergía otros en las sombras. Su entusiasmo era persuasivo. Consulté mi reloj: eran las doce y cuarto.
– De acuerdo.
En realidad, no lo estaba. El día siguiente sería duro. Pero ella parecía tan entusiasmada que no quise decepcionarla.
Se metió en el coche y deslizó hacia atrás el asiento, lo más lejos posible a fin de conseguir mayor espacio para sus piernas, aunque no suficiente.
Circulamos en silencio durante unos minutos. Siguiendo sus instrucciones me dirigí hacia la parte oeste durante varias manzanas y luego giré al sur en St. Urbain. Rodeamos el borde más oriental hacia el gueto McGill, una amalgama esquizoide de viviendas de renta limitada para estudiantes, condominios gigantescos y casas de piedra arenisca aburguesadas. Seis manzanas más adelante giramos a la izquierda por la rue Ste. Catherine. Detrás de mí quedaba el núcleo de Montreal. Por el espejo retrovisor distinguía las inminentes formas del Complexe Desjardins y la Place des Arts, desafiándose entre sí desde sus esquinas opuestas. Debajo de ellas se encontraba el Complexe Guy-Favreau y el Palais des Congrés.
En Montreal la grandeza del centro de la ciudad cede paso rápidamente a la miseria de la parte este. La rue Ste. Catherine lo domina todo. Surgida en la opulencia de Westmount, se extiende hacia el este a través del centro, hasta el bulevar St. Laurent, en el Main, línea divisoria entre este y oeste. Ste. Catherine es sede de Forum, Eaton's y Spectrum. El centro de la ciudad está bordeado de enormes edificios y hoteles, con teatros y centros comerciales, pero en St. Laurent quedan atrás los complejos de oficinas y condominios, los centros de convenciones y boutiques, los restaurantes y los bares de encuentros para solteros. A partir de allí dominan las prostitutas y los punks. Su ámbito se extiende hacia el este, desde el Main a la zona gay que comparten con los camellos y los skinheads. Los turistas y los burgueses que se aventuran como visitantes, se quedan pasmados y evitan el contacto visuaclass="underline" inspeccionan la otra parte para reafirmar el mundo que los separa, pero no permanecen allí mucho tiempo. Aún no habíamos llegado a St. Laurent cuando Gabby me indicó que debíamos parar en la derecha. Encontré un espacio frente a La Boutique du Sex y apagué el motor del coche. Al otro lado de la calle se encontraba un grupo de mujeres ante la puerta del hotel Granada cuyo letrero ofrecía CHAMBRES TOURISTIQUES, aunque dudé que los turistas frecuentaran sus habitaciones.
– Mira, ésa es Monique -me indicó.
Monique llevaba botas de vinilo rojo hasta medio muslo y minifalda de licra negra tensada hasta el límite, que le cubría sucintamente el trasero. Se distinguía la línea de sus bragas y el bulto que formaba el borde de su camisa blanca de nylon. Sus pendientes de plástico le colgaban hasta los hombros, y mechas de un rosa llamativo destacaban en su cabellera teñida de un negro rotundo. Parecía la caricatura de una prostituta.
– Ésa es Candy.
Se refería a una joven con pantalones cortos de color amarillo y botas vaqueras cuyo maquillaje habría hecho palidecer a un piel roja. Era terriblemente joven. Salvo por el cigarrillo y su rostro de payaso, podría haber sido mi hija.
– ¿Usan sus verdaderos nombres? -me interesé.
Era como estar viendo un cliché.
– No lo sé. ¿Lo harías tú?
Señaló a una muchacha con zapatillas negras y pantalones cortos.
– Es Poirette.
– ¿Qué edad tiene?
Yo estaba horrorizada.
– Según dice, dieciocho, pero debe de tener quince.
Me recosté en el asiento y apoyé las manos en el volante. Mientras me las señalaba una tras otra, no podía dejar de pensar en los gibones. Como los monitos, aquellas mujeres se espaciaban a intervalos regulares y dividían el terreno en un mosaico de territorios concretos. Cada una trabajaba su parcela y excluía a las restantes de su especie con el fin de seducir a un macho. Las posturas seductoras, las mofas y pullas, constituían el ritual del cortejo, al estilo sapiens. Sin embargo, aquellas bailarinas no tenían como objetivo la reproducción.
Advertí que Gabby había dejado de hablar cuando hubo concluido de pasar lista. Me volví a mirarla. Estaba frente a mí, pero fijaba sus ojos en algo que se encontraba más allá de la ventanilla. Tal vez fuera de mi mundo.
– Vamonos -exclamó.
Lo dijo tan quedamente que apenas pude oírla.
– ¿Cómo…?