– ¡Vamos!
Su ferocidad me aturdió. Un torrente de palabras llegó hasta mis labios, pero su expresión me disuadió de expresarlas.
De nuevo circulamos en silencio. Gabby parecía sumida en sus pensamientos, como si se hubiera trasladado mentalmente a otro planeta. Cuando me detuve ante su apartamento me desconcertó con una nueva pregunta.
– ¿Las habían violado?
Rebobiné mentalmente el curso de nuestra conversación. Imposible. Me faltaba otro puente.
– ¿Quiénes? -pregunté a mi vez.
– Esas mujeres.
¿Se refería a las prostitutas o a las víctimas del asesino?
– ¿Qué mujeres?
Durante unos segundos no respondió.
– ¡Estoy harta de esta basura! -exclamó. Y sin darme tiempo a reaccionar se apeó del coche y subió la escalera. Su vehemencia me golpeó como una bofetada.
Capítulo 5
Durante las dos semanas siguientes no tuve noticias de Gabby. Tampoco figuraba en las posibles llamadas telefónicas de Claudel quien, al parecer, me había eliminado del circuito. Tuve noticias de la vida de Isabelle Gagnon por Pierre LaManche.
La mujer vivía con su hermano y su amante en St. Edouard, un vecindario de clase obrera al noreste del centro de la ciudad. Trabajaba en la boutique de su amigo, una tiendecita de St. Denis especializada en ropas y accesorios unisex. Une Tranche de Vie: una rebanada de vida. Al hermano, que era panadero, se le había ocurrido el nombre. Semejante ironía era deprimente.
Isabelle desapareció el 1 de abril, viernes. Según su hermano, solía frecuentar algunos bares de St. Denis y se había acostado tarde la noche anterior. Creyó haberla oído llegar sobre las dos de la mañana, pero no lo comprobó. Ambos hombres marcharon temprano al trabajo a la mañana siguiente. Un vecino la vio a la una de la tarde. A Isabelle la esperaban en la boutique a las cuatro, pero no llegó. Sus restos se descubrieron nueve semanas después en el Gran Seminario. Tenía veintitrés años.
LaManche se presentó en mi despacho una tarde a última hora para ver si había concluido mi análisis.
– Aparecen múltiples fracturas en el cráneo -dije-. Ha costado bastante reconstruirlo.
– Oui.
Levanté el cráneo de su soporte de corcho.
– Fue golpeada por lo menos tres veces. Éste es el primer impacto.
Señalé una pequeña depresión desde cuyo epicentro se extendían hacia el exterior una serie de círculos concéntricos, como anillos en una diana de tiro.
– El primer golpe no fue bastante fuerte para romperle el cráneo. Sólo le provocó una fractura depresiva de la placa exterior. Luego la golpearon aquí.
Y le indiqué el centro de un dibujo estrellado de líneas de fractura. Una serie de grietas curvilíneas cruzaban el sistema estelar. Los rayos y círculos entrelazados formaban una especie de telaraña de los daños causados.
– Este golpe fue mucho más duro y provocó una fractura masiva conminuta. El cráneo se hizo añicos.
Había tardado largas horas en reunir los fragmentos. Se distinguían rastros de pegamento entre las uniones de las piezas. El hombre me escuchaba, absorto en sus pensamientos, y paseaba la mirada del cráneo a mis ojos con tanta fijeza que parecían abrir un canal en el aire.
– Luego golpeó aquí.
Le señalé el anillo de otro sistema estrellado que alcanzaba un extremo del anterior que le había mostrado. La segunda fractura lineal llegaba hasta la primera y se detenía como una carretera comarcal en un cruce sin salida.
– Este golpe se produjo después. Las fracturas nuevas se detuvieron ante las anteriores. Las nuevas líneas no se cruzaron con las antiguas, de modo que tuvieron que producirse en último lugar.
– Oui.
– Los golpes probablemente fueron producidos desde atrás y ligeramente a la derecha.
– Oui.
Solía comportarse así. La falta de reacción no significaba ausencia de interés ni de comprensión. A Pierre LaManche no se le escapaba nada. Incluso dudé de que precisara más explicaciones. La respuesta monosilábica era su modo de obligarlo a uno a organizar sus pensamientos. Una especie de ensayo de presentación al jurado. Seguí ordenando los hechos.
– Cuando se golpea un cráneo reacciona como un globo. Durante una fracción de segundo el hueso se hunde en el lugar del impacto y se abulta en la parte opuesta. De modo que el daño producido no se limita al punto en el que se ha efectuado el golpe.
Lo observé para comprobar si seguía mis razonamientos. Así era.
– Debido a la estructura cerebral, las líneas de fuerza provocadas por un repentino impacto recorren ciertos senderos. El hueso cede o se rompe de un modo que puede preverse.
Le señalé la frente.
– Por ejemplo, un golpe propinado aquí puede lesionar las órbitas o el rostro.
A continuación le mostré la parte posterior del cráneo.
– Un golpe recibido en este lugar suele causar fracturas a uno y otro lado de la base del cráneo.
Hizo una señal de asentimiento.
– En este caso, aparecen dos fracturas conminutas y una fractura deprimida en el parietal posterior derecho. Hay varias fracturas lineales que comienzan en el lado opuesto del cráneo y que se extienden hacia la lesión producida en el parietal derecho. Ello sugiere que fue golpeada por detrás y en el lado diestro.
– Tres veces -dijo.
– En efecto -le confirmé.
– ¿Le provocaron la muerte? -inquirió.
Sabía cuál sería mi respuesta.
– Es posible. No puedo asegurarlo.
– ¿Aparecen otras señales que pudieran ocasionarla?
– No hay indicios de balazos, puñaladas ni de otras fracturas. He advertido algunos cortes extraños en las vértebras, pero no estoy muy segura de lo que significan.
– ¿Debidas al descuartizamiento?
Negué con la cabeza.
– No lo creo. No aparecen en el lugar adecuado.
Devolví el cráneo a su soporte.
– El descuartizamiento fue muy limpio. No se limitó a separar las extremidades: cortó limpiamente en las articulaciones. ¿Recuerda los casos Gagne o Valencia?
Meditó unos instantes. Ladeó la cabeza de modo extraño a derecha e izquierda como un perro que husmeara una bolsa de celofán.
– Gagne llegó aquí hace… tal vez dos años -apunté-. Vino envuelto en varias mantas sujetas con cinta adhesiva de embalar. Le habían aserrado las piernas y estaban envueltas por separado.
En aquella ocasión me había recordado a los antiguos egipcios, quienes antes de la momificación extraían los órganos internos para conservarlos. Las visceras se empaquetaban por separado y se depositaban junto con el cuerpo. Los asesinos de Gagne habían hecho lo mismo con sus piernas.
– Ah, oui! Recuerdo el caso.
– Le habían cercenado las piernas por debajo de las rodillas. Lo mismo hicieron con Valencia: cortaron brazos y piernas varios centímetros por encima o por debajo de las articulaciones.
Valencia era un codicioso tratante de drogas a quien recibimos en una bolsa deportiva de hockey.
– En ambos casos separaron las articulaciones por el lugar más conveniente. En esta ocasión el tipo casi desarticuló los miembros. ¡Fíjese!
Le mostré un diagrama. Yo había utilizado un dibujo corriente de autopsias para señalar los puntos en los que habían seccionado el cuerpo. Una línea pasaba por la garganta; las otras dividían el hombro, la cadera y las articulaciones de las rodillas.
– La decapitó a la altura de la sexta vértebra cervical. Cortó los brazos en la articulación del hombro, y las piernas en la articulación de la cadera. La parte inferior de las piernas las cortó por las rodillas.
Cogí la escápula izquierda.
– Observe los cortes que rodean la cavidad glenoide.
Examinó las marcas, las series de surcos paralelos que rodeaban la superficie de unión.
– E hizo lo mismo con la pierna.
Cambié la escápula por la pelvis.
– Fíjese en el acetábulo: profundizó hasta la cuenca.
LaManche inspeccionó la profunda cavidad donde encajaba la cabeza del fémur. Numerosos surcos arañaban su superficie. Recogí en silencio la pelvis y le tendí el fémur, cuyo cuello estaba rodeado por cortes paralelos circulares.
Contempló largo rato el hueso y lo depositó sobre la mesa.