– ¿Querrás explicarme que sucede? -le pregunté.
Ella levantó la mano como si se protegiera de una regañina. Apoyó contra su pecho la temblorosa mano. Desde el otro lado del vehículo percibí su temor; su cuerpo estaba cálido y difundía olor a sándalo y a transpiración.
– Lo haré, lo haré. Aguarda un momento.
– ¡No me manipules, Gabby! -respondí con excesiva dureza.
– Lo siento. Salgamos de este infierno -dijo al tiempo que hundía la cabeza entre las manos.
De acuerdo, seguiríamos su guión. Ella debería tranquilizarse y contármelo a su modo. Pero tendría que darme alguna explicación.
– ¿Te llevo a casa? -le pregunté.
Gabby asintió sin descubrirse la cara. Puse el coche en marcha y nos dirigimos a Carré St. Louis. Llegamos a su edificio sin que dijera palabra. Aunque su respiración se había normalizado, aún le temblaban las manos. Volvía a restregárselas entre sí, se cogía la una con la otra, las separaba y las unía de nuevo en una extraña danza de pánico: la coreografía del terror.
Aparqué el coche y paré el motor temerosa del enfrentamiento que iba a producirse. Había aconsejado a Gabby en problemas sanitarios, conflictos paternos, académicos, religiosos, de autoestima y amorosos, y siempre me había resultado una tarea agotadora. Invariablemente, en la siguiente ocasión que nos veíamos, ella se mostraba alegre e imperturbable, ya olvidada la catástrofe. No se trataba de que me mostrara indiferente, pero habíamos seguido aquella rutina en muchas ocasiones. Recordé el embarazo inexistente y el monedero robado que había aparecido bajo los cojines del sofá. No obstante, su intensa reacción me trastornaba. Por mucho que ansiara disfrutar de aislamiento no me parecía que ella pudiera quedarse sola.
– ¿Quieres quedarte en mi casa esta noche?
No respondió. Al otro lado de la plaza un anciano se colocaba un lío bajo la cabeza y se instalaba en un banco para dormir.
El silencio se prolongó tanto rato que creí que no me había oído. Me volví, dispuesta a repetir la invitación, y descubrí que miraba con fijeza en mi dirección. Los movimientos temblorosos de hacía unos momentos habían sido sustituidos por una absoluta inmovilidad. Tenía rígida la columna vertebral e inclinaba el torso hacia adelante sin apenas tocar el respaldo del asiento, con una mano en el regazo y la otra, en apretado puño, sobre la boca. Le bizqueaban los ojos y los párpados inferiores se le estremecían ligeramente. Parecía ponderar algo: consideraba variables y calculaba consecuencias. Su repentino y brusco cambio de talante me desconcertó.
– Debes de creerme loca -dijo al cabo.
Parecía muy tranquila; se expresaba en voz baja y bien modulada.
– Estoy confundida.
Me guardé lo que pensaba en realidad.
– Sí, es un modo amable de expresarlo.
Lo dijo con una risa autodespectiva al tiempo que agitaba levemente la cabeza, sacudiendo los rizos.
– Sospecho que estaba muy trastornada -añadió.
Aguardé a que prosiguiera. Sonó el portazo de un coche. La voz baja y melancólica de un saxo llegaba desde el parque. Una ambulancia ululó a lo lejos. Verano en la ciudad. En la oscuridad sentí, más que vi, alterarse y desenfocarse el rostro de Gabby. Era como si ella hubiese emprendido un camino en dirección hacia mí y se hubiera desviado en el último momento. Como un objetivo automático, readaptó sus ojos a un punto que se encontraba más allá y pareció encerrarse de nuevo en sí misma. Volvía a celebrar otra sesión interna, calibraba sus opciones y decidía la actitud que iba a adoptar.
– No me sucede nada -declaró al tiempo que recogía la cartera y el bolso y aferraba la manecilla de la puerta-. Te agradezco sinceramente que hayas venido.
Se había decidido por la postura evasiva.
Ya fuera por el cansancio o la tensión de los últimos días, perdí el control.
– ¡Aguarda un momento! -estallé-. ¡Quiero saber qué sucede! Hace una hora decías que alguien quería matarte. Has salido corriendo de ese restaurante y has cruzado la calle agitada y jadeante como si te pisara los talones Jack el Destripador. No puedes respirar, las manos aún te tiemblan como bajo una descarga de alto voltaje ¿y ahora te propones largarte tranquilamente con un «muchas gracias por el viaje», sin más explicaciones?
Nunca había estado tan furiosa con ella. Había levantado el tono de voz, respiraba entrecortadamente y sentía un tenue latido en la sien izquierda.
La intensidad de mi ira la dejó pasmada, con los ojos desorbitados como un gamo sorprendido por la luz de unos faros. Pasó un coche, y en su rostro destellaron sucesivamente luces blancas y rojas, que ampliaron la imagen.
Permaneció unos instantes inmóvil, rígida, como bajo los efectos de un cortocircuito catatónico, mientras su silueta se recortaba contra el cielo.
Luego, como si se hubiera accionado una válvula, pareció liberarse de sus tensiones. Soltó la manecilla, dejó su cartera y se recostó en el asiento. De nuevo se encerraba en sí misma y reconsideraba la cuestión. Tal vez decidiera por dónde comenzar; tal vez exploraba vías alternativas de escape. Aguardé.
Por fin profirió un profundo suspiro e irguió lentamente los hombros. Había decidido la postura que adoptaría. En cuanto comenzó a hablar comprendí que ya estaba resuelta: me permitiría conocer algo, pero hasta cierto punto. Escogió con sumo cuidado sus palabras y emprendió un sendero protegido entre el lodazal emotivo de su mente. Me apoyé en la puerta y me dispuse a escucharla.
– Últimamente he estado trabajando con gente algo… insólita.
Pensé que era un modo de restar importancia a la cuestión, pero me abstuve de expresarlo.
– No, no. Ya sé que esto parece trivial. No me refiero a la gente corriente de la calle: a ésa sé cómo manejarla. -Escogía las palabras de manera tortuosa-. Si uno conoce a los actores y aprende las normas y la jerga, se desenvuelve a la perfección, como en cualquier otro lugar. Hay que ajustarse a la etiqueta local y no cabrear a la gente. Es muy sencillo. No hay que entrometerse en el camino de otro ni entorpecer sus manejos ni hablar con la policía. Salvo en cuanto al horario, no es difícil trabajar allí. Además, ahora las chicas ya me conocen y saben que no soy ninguna amenaza para ellas.
Enmudeció. No pude adivinar si se me cerraba de nuevo o si había vuelto a refugiarse en su fuero interno para proseguir con su versión. Decidí atizar el fuego.
– ¿Te amenaza alguna de ellas?
La ética siempre había sido muy importante para Gabby, y sospeché que trataba de proteger a algún confidente.
– ¿Las chicas? ¡No, no! Son estupendas. Nunca me han dado problemas. Creo que incluso les agrada mi compañía. Puedo ser tan sexy como cualquiera de ellas.
¡Magnífico! Ya sabíamos dónde no radicaba el problema. Seguí hostigándola.
– ¿Cómo evitas que te confundan con las profesionales?
– ¡Oh, no lo intento! Trato de mezclarme en su grupo; de no ser así, frustraría mis propósitos. Las chicas saben que yo juego limpio y aceptan la situación.
No pregunté lo que era evidente.
– Si un tipo se pone pesado le digo que no estoy trabajando. La mayoría se marchan.
Se produjo otra pausa mientras ella, prosiguiendo con su selección introspectiva, consideraba qué decirme, qué reservarse y qué recopilar mentalmente, sin revelarlo, pero teniéndolo disponible por si el tema se suscitaba. Jugueteó con un adorno de su cartera. Un perro ladró en la plaza. Yo estaba segura de que protegía a alguien o que se reservaba algo, pero en esta ocasión no la apremié.
– La mayoría, salvo ese tipo que ha aparecido recientemente -prosiguió.
Nueva pausa.
– ¿De quién se trata?
Otra pausa.
– No lo sé, pero me pone la carne de gallina. Aunque no es un cliente exactamente, le gusta pasar el rato con las prostitutas. No creo que las chicas le dediquen mucha atención, pero sabe mucho sobre la calle y, como estaba dispuesto a hablar conmigo, lo he entrevistado.
Pausa.
– Últimamente se dedica a seguirme. Al principio no me di cuenta pero luego he comenzado a advertir su presencia en lugares extraños. Está en el metro cuando llego a casa de noche, o aquí, en la plaza. En una ocasión lo vi en Concordia, ante el edificio de la biblioteca donde tengo mi despacho. O advierto que me sigue por la acera y marcha en la misma dirección que yo. La semana pasada yo estaba en St. Laurent cuando lo distinguí. Como deseaba convencerme de que no era fruto de mi imaginación, lo sometí a prueba. Si yo reducía la marcha, él hacía lo mismo; si aceleraba, me imitaba. Intenté deshacerme de él y entré en una pastelería, pero, cuando salí, se hallaba en la acera de enfrente simulando ver escaparates.