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– Ya le digo que no lo sé.

– ¿Le recuerda, aunque sea remotamente, a alguien que venga por aquí?

Halevi miró con fijeza la foto.

– Quizá. Es posible. Pero no está nada claro. Me gustaría poder ayudarlos… Tal vez se trate de alguien que haya visto alguna vez.

Charbonneau lo miró con dureza, sin duda pensando lo mismo que yo. ¿Trataba Halevi de mostrarse complaciente o en la foto aparecía alguien que le era realmente familiar?

– ¿Quién es?

– Yo… No lo conozco. Sólo es un cliente.

– ¿Sigue alguna rutina?

Halevi se mostraba inexpresivo.

– ¿Viene a la misma hora cada día? ¿Aparece por la misma dirección? ¿Compra las mismas cosas?

Claudel comenzaba a irritarse.

– Ya le he dicho que no hago preguntas ni me fijo: me limito a vender mis mercancías. Y por las noches me voy a mi casa. Esta cara es como la de muchas personas que vienen y se van.

– ¿Hasta qué hora tiene abierto?

– Hasta las dos.

– ¿Viene él por las noches?

– Tal vez.

Charbonneau tomaba notas en un bloc con tapas de cuero. Hasta el momento apenas había escrito.

– ¿Trabajó usted ayer por la tarde?

Halevi asintió.

– Fue muy ajetreado como víspera de festivo, ¿saben? Tal vez la gente creía que hoy no abriría.

– ¿Vio entrar a este tipo?

Halevi volvió a examinar la foto, se pasó las manos por la nuca y por último se rascó con energía su aureola capilar y profirió un resoplido al tiempo que levantaba las manos en ademán de impotencia.

Charbonneau guardó la foto en su bloc de notas y lo cerró de golpe. A continuación depositó una tarjeta sobre el mostrador.

– Si recuerda algo más, llámenos, señor Halevi. Le agradecemos las molestias que se ha tomado.

– Desde luego, desde luego -repuso el hombre con expresión radiante por vez primera desde que había visto la insignia-. No dejaré de llamarlo.

– Desde luego, desde luego -repitió Claudel cuando salimos a la calle-. Ese sapo llamará cuando la madre Teresa viole a Saddam Hussein.

– Es vendedor de un dépanneur. Tiene el cerebro de serrín -replicó Charbonneau.

Cuando nos dirigíamos al coche me volví a mirar. Los dos viejos aún estaban junto a la puerta como elementos permanentes del decorado, al igual que perros de piedra ante la entrada de un templo budista.

– Déjeme la foto un momento -le dije a Charbonneau. El hombre pareció sorprendido, pero me la entregó. Claudel abrió la puerta del coche, y de su interior salió una bocanada de aire tan caliente como de una fundición. Pasó un brazo por la puerta, apoyó un pie en el estribo y me observó. Cuando yo volvía a cruzar la calle le dijo algo a Charbonneau que, por fortuna, no llegó a mis oídos.

Me aproximé al anciano de la derecha. Llevaba unos descoloridos pantalones cortos de color rojo, camiseta de tirantes, calcetines y zapatos abotonados en el empeine. Sus huesudas piernas estaban totalmente surcadas de venas varicosas y parecía como si la pálida y blanca piel se hubiera tensado sobre nudos de espaguetis. La desdentada boca se le hundía hacia adentro y de su comisura surgía un cigarrillo que se inclinaba hacia el suelo. Mientras me acercaba me observó sin ocultar su curiosidad.

– Bonjour -los saludé.

– ¡Hola!

Se inclinó hacia adelante para desprender la sudorosa espalda del agrietado plástico del asiento. Pensé que nos habría oído hablar o que habría reparado en mi acento.

– Un día muy caluroso, ¿verdad?

– Los he visto peores.

El cigarrillo se movía al ritmo de sus palabras.

– ¿Vive usted por aquí?

Señaló con su flaco brazo en dirección a St. Laurent.

– ¿Puedo hacerle una pregunta?

Cruzó de nuevo las piernas y asintió.

Le tendí la foto.

– ¿Ha visto alguna vez a este hombre?

Sostuvo la foto con el brazo izquierdo extendido y se protegió los ojos del sol con la mano derecha. El humo flotaba sobre su rostro. Examinó tanto tiempo la imagen que pensé que quizá se habría dormido. Un gato blanco y gris cubierto de magulladuras al rojo vivo se deslizó detrás de su silla, rodeó el edificio y desapareció por la esquina.

El segundo anciano apoyó las manos en las rodillas y se levantó con un leve gruñido. Había tenido el cutis claro, pero en aquellos momentos parecía llevar ciento veinte años sentado en la silla. Se ajustó primero los tirantes y luego el cinturón que sostenía sus pantalones grises de trabajo y se acercó a nosotros arrastrando los pies. Inclinó la cabeza, cubierta con una gorra de los Mets, sobre el hombro de su compañero y contempló la foto con los ojos entornados. Por fin el piernas de espagueti me la devolvió.

– Ni siquiera lo reconocería su propia madre. Esta foto es una porquería.

El segundo anciano fue más positivo.

– Vive en algún lugar por ahí -dijo.

Y señaló con un dedo amarillento un sórdido edificio de piedra de tres plantas, más abajo. Tampoco él tenía dientes ni llevaba dentadura postiza y, al hablar, la barbilla parecía tocarle la nariz. Cuando se interrumpió, le señalé la foto y luego el edificio. El hombre asintió en silencio.

– Souvent? -le pregunté. ¿Con frecuencia?

– Hum… Oui -respondió enarcando las cejas y levantando los hombros.

Adelantó el labio inferior y ondeó la mano en un ademán significativo. Más o menos.

Su compañero agitó reprobatorio la cabeza y resopló disgustado.

Hice señas a Charbonneau y a Claudel para que se acercaran y les expliqué lo que había dicho el anciano. Claudel me miró como si fuera una avispa enojosa, una molestia que debía soportar. Yo lo miré a mi vez desafiante: le constaba que era él quien debía haber interrogado a los hombres.

Charbonneau se volvió sin hacer comentario alguno y se centró en la pareja. Claudel y yo escuchamos en silencio. Los ancianos se expresaban en argot, con la rapidez de una ametralladora, alargando las vocales y truncando los finales de las palabras, de modo que apenas capté la conversación. Pero los gestos y señales eran tan elocuentes como titulares. El de tirantes decía que el tipo vivía en aquella manzana; el de piernas de espagueti no estaba de acuerdo.

Por fin Charbonneau se volvió hacia nosotros, señaló el coche con la cabeza y, con un ademán, nos indicó que lo siguiéramos. Cuando cruzábamos la calle sentí dos pares de ojos legañosos clavados en mi espalda.

Capítulo 10

Charbonneau se apoyó en el Chevy y encendió un cigarrillo. Estaba tan tenso como la cuerda de un arco. Permaneció inmóvil unos momentos, al parecer considerando lo que los viejos le habían dicho y por fin nos habló, sin apenas mover los labios, formando una firme línea con la boca.

– ¿Qué opinan ustedes? -preguntó.

– Esa pareja parece pasar mucho tiempo ahí -aventuré.

Un reguero de sudor me corría por la espalda, bajo la camiseta.

– Podrían tratarse de dos tarados mentales -dijo Claudel.

– O haber visto realmente a ese hijo de perra -repuso Charbonneau.

Aspiró a fondo y sacudió el cigarrillo con el dedo.

– No han sido muy concretos con los detalles-señaló Claudel.

– Sí -contestó Charbonneau-, pero todos estábamos de acuerdo en que el tipo no resultaba muy identificable. Y los mutantes como él procuran llamar poco la atención.

– El abuelo número dos parecía muy seguro -añadí.

– Esos dos acaso sólo están seguros de la localización del banco de plasma y de la tienda de bebidas -se burló Claudel-. Probablemente son los dos únicos puntos de referencia que pueden situar.

Charbonneau dio una última calada, tiró su colilla y la aplastó con el pie.

– Puede no ser nada o quizá se encuentre ahí. No quiero errar en mis conjeturas. Propongo que echemos una mirada y que arrestemos al tipo si lo encontramos.

Advertí que Claudel volvía a encogerse de hombros.

– De acuerdo. Pero no quiero que nos juguemos el pellejo. Haré venir refuerzos.

Me echó una ojeada y luego miró a Charbonneau con las cejas enarcadas.

– A mí ella no me molesta -repuso su compañero.

Claudel sacudió la cabeza con aire reprobatorio, rodeó el coche y ocupó el puesto del pasajero. A través del parabrisas lo vi coger el auricular.