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Advertí que un miembro de la brigada de apoyo concluía de hablar por el microteléfono y se incorporaba a la persecución. Había pedido refuerzos por radio, pero dudé que su coche pudiera infiltrarse entre la multitud. Su compañero y él se abrían paso a codazos en dirección a Berger y Ste. Catherine, siguiendo muy de cerca a Claudel y Charbonneau.

De pronto distinguí la gorra de béisbol naranja. Iba delante de Charbonneau, que, incapaz de descubrirla entre aquella masa humana, había girado al este en Ste. Catherine. Saint Jacques se dirigía hacia la parte oeste; pero, tan rápidamente como lo había detectado, desapareció de mi vista. Agité los brazos para atraer la atención, mas fue inútil. Había perdido de vista a Claudel y tampoco los patrulleros podían verme.

Impulsivamente salté del bloque y me metí entre el gentío. Los cuerpos que me rodeaban difundían olor a sudor, a lociones bronceadoras y a cerveza rancia. Agaché la cabeza y, olvidando mi habitual cortesía, me abrí paso con rudeza en busca de Saint Jacques. No tenía ninguna insignia que excusara mi brusquedad, por lo que empujaba a la gente y la apartaba evitando mirarla. La mayoría aceptaban los empellones con buen humor; otros se detenían para insultarme a mis espaldas. Muchos eran muy específicos sexualmente.

Traté de distinguir la gorra de Saint Jacques entre los cientos de cabezas que me rodeaban, pero me fue imposible. Emprendí una carrera hacia el punto donde lo había detectado introduciéndome entre los transeúntes como un rompehielos en el San Lorenzo.

No acabó de funcionar. Me hallaba próxima a Ste. Catherine, cuando alguien me asió violentamente por detrás. Una mano del tamaño de una raqueta de tenis Prince me agarró por la garganta y tiró con fuerza de mi cola de caballo. La barbilla se me disparó hacia arriba y sentí, o creí sentir, un chasquido en la nuca al tiempo que me impulsaban hacia atrás y me aplastaban contra el pecho de un gigantesco obrero de la construcción. Sentí su calor y el olor de su transpiración empapando mi espalda y cabellos. Un rostro se acercó a mi oreja y me envolvió en un agrio olor a vino, humo de cigarrillos y patatas fritas rancias.

– ¡Eh, tía!, ¿por qué diablos empujas?

No podía responder dada mi posición. Ello pareció enfurecerlo más y, soltándome los cabellos y el cuello, me puso las manos en la espalda y me propinó un violento empellón que me envió contra una mujer con pantalones cortos y calzada con zapatos de altísimos tacones que se echó a gritar. La gente que nos rodeaba se apartó ligeramente. Yo eché los brazos hacia adelante en un intento de recuperar el equilibrio, pero era demasiado tarde y caí al suelo golpeándome fuertemente en la rodilla de alguien.

Al chocar contra la acera resbalé y me arañé la mejilla y la frente. Me cubrí la cabeza con las manos instintivamente mientras el pulso latía en mis oídos. Sentí que la gravilla se me clavaba en la mejilla derecha y comprendí que me había arrancado la piel. Cuando intentaba levantarme del suelo con ayuda de las manos una bota me aplastó los dedos. Tan sólo vislumbraba piernas, rodillas y pies pues la multitud daba un rodeo para evitarme, al parecer sin reparar en mí hasta que tropezaban con mi cuerpo.

Rodé de costado y traté de nuevo de levantarme apoyándome en manos y rodillas, pero los inintencionados golpes de pies y piernas me lo impedían. Nadie se detenía para protegerme ni auxiliarme.

De pronto percibí una voz enojada y advertí que la multitud retrocedía ligeramente. Alrededor de mí se despejó un pequeño espacio y ante mi rostro apareció una mano cuyos dedos me hacían señas con impaciencia. Me así a ella y me incorporé para volver a encontrarme entre la luz del sol y el oxígeno.

La mano pertenecía a Claudel, que con su otro brazo mantenía a raya a la multitud mientras yo me ponía en pie con dificultades. Vi moverse sus labios pero no logré comprender lo que decía. Como de costumbre, parecía enojado; sin embargo, nunca me había parecido mejor su aspecto. Concluyó sus palabras e hizo una pausa para examinarme; advirtió el rasguño en mi rodilla derecha y las abrasiones de los codos, y por último inspeccionó mi mejilla, arañada y sangrante, y el ojo semicerrado por causa de la hinchazón.

Soltándome la mano, sacó un pañuelo de su bolsillo y me lo tendió al tiempo que me señalaba el rostro. Lo tomé con dedos temblorosos y me enjugué la sangre y la gravilla; volví a doblarlo por una superficie limpia y lo apreté contra mi mejilla.

– ¡No se aparte de mí! -gritó Claudel muy cerca de mi oído.

Respondí con una señal de asentimiento.

Se abrió camino hacia la parte oeste de Berger, donde la multitud era menos densa. Yo lo seguí con piernas temblorosas. A continuación se volvió en dirección al coche. Apresuré mis pasos y lo cogí del brazo. El hombre se detuvo y me miró con expresión inquisitiva. Agité la cabeza enérgicamente y él enarcó las cejas formando una pronunciada uve, que me recordó a Stan Laurel.

– ¡Está por allí! -grité señalando en dirección opuesta-. ¡Lo he visto!

Un hombre muy atildado pasó rozándome. Comía un cucurucho de helado que, al derretirse, había ido dejando un reguero rojo en su vientre, como si fueran gotas de sangre.

Claudel frunció el entrecejo.

– ¡Ahora mismo irá al coche! -me dijo.

– ¡Lo he visto en Sainte Catherine! -repetí, pensando que quizá no me había oído-. ¡Por Les Foufounes Électriques, en dirección a Saint Laurent!

Mi voz sonaba histérica hasta en mis propios oídos.

Había atraído su atención. Vaciló un segundo mientras valoraba los daños causados en mi mejilla y mis extremidades.

– ¿Está bien?

– Sí.

– ¿Podrá llegar hasta el coche?

– ¡Sí! ¡Aguarde! -exclamé cuando se disponía a irse.

Pasé trabajosamente las piernas sobre un cable oxidado que se levantaba a la altura de la rodilla por el perímetro del solar, me dirigí hasta otro bloque de cemento y me subí en él para escudriñar el mar de cabezas en busca de la gorra de béisbol de color anaranjado. Pero fue inútil. Claudel me observaba con impaciencia mientras yo inspeccionaba a la multitud, y desviaba los ojos de mí hasta el cruce una y otra vez de tal modo que recordaba al perro de un trineo que aguardara el disparo de salida.

Por fin negué con la cabeza y levanté las manos impotente.

– Bien. Seguiré buscando -dijo él.

Bordeó el solar vacío y volvió a abrirse paso a codazos en la dirección que le había indicado. El gentío era más denso que nunca en Ste. Catherine, y al cabo de unos momentos su cabeza desapareció entre aquel océano como si éste lo hubiera absorbido, al igual que un ejército de anticuerpos que persiguieran y rodearan a una proteína extraña. Hacía un momento era un ente individual; al instante, un punto minúsculo e indefinido entre la masa.

Me esforcé por localizarlo pero, por mucho que lo intenté, tampoco logré distinguir a Charbonneau ni a Saint Jacques. Más allá de St. Urbain un coche patrulla intentaba introducirse entre la multitud haciendo destellar sus luces rojiazules, pero los juerguistas hacían caso omiso de ellas, así como de su insistente sirena pidiendo paso. En una ocasión distinguí un destello de color anaranjado, pero resultó ser una tigresa con frac y zapatillas de lona de tacón alto. Al cabo de unos momentos la vi más de cerca con la cabeza de su disfraz y tomando un refresco.

El sol caldeaba el ambiente, me dolía mucho la cabeza y sentía formarse una dura costra en la mejilla herida. Seguí escudriñando con insistencia el horizonte, buscando entre la multitud. Me negaba a desistir hasta que Charbonneau y Claudel regresaran. Pero sabía que era una farsa: St. Jean y el día habían sido propicios a nuestra presa, que había logrado escapar.

Una hora más tarde nos reuníamos junto al coche. Los detectives se habían despojado de chaquetas y corbatas y las habían tirado en el asiento posterior. Tenían el rostro cubierto de sudor y las axilas y la espalda empapadas. Charbonneau estaba congestionado como una tarta de frambuesas y el cabello se le levantaba de punta sobre la frente como un Schnauzer mal esquilado. En cuanto a mí, la camiseta me pendía laciamente del cuerpo y parecía que acabase de sacar los leotardos de la lavadora. Nuestra respiración se había regularizado y todos habíamos proferido muchas palabrotas.