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– Tal vez.

Tomé otro sorbo sin creerlo en absoluto.

– ¿Tenía mucho material de esa clase?

– Sí -respondió Ryan a nuestras espaldas-. Ese cerdo coleccionaba recortes de toda clase de truculencias. ¿No te encontraste con alguno de esos casos de muñecos cuando estabas en inmuebles, Francoeur?

Francoeur era un tipo grueso, bajito y de brillante y morena calva que se comía una barra de caramelo cuatro mesas más allá. La depositó sobre la mesa, se lamió los dedos y asintió.

– Hum… Sí… Dos. -Lametazo-. ¡Maldita sea! -Nuevo lametazo-. El tipo se mete en la casa, registra el dormitorio y luego hace un gran muñeco con un camisón o un chándal que pertenece a la dueña de la casa, lo rellena, lo viste y, tras meterlo en la cama, lo destroza a cuchilladas. Probablemente eso lo excitaba más que un examen de matemáticas. -Dos lametazos-. Luego se larga sin llevarse nada.

– ¿Dejó rastros de esperma?

– No, se supone que llevaba un condón.

– ¿Qué arma utilizó?

– A buen seguro una navaja, pero no la encontramos. Debió de llevársela.

Francoeur retiró la envoltura y dio otro bocado a la golosina.

– ¿Por dónde entraba?

– Por la ventana del dormitorio.

La respuesta llegó entre el olor a caramelo y cacahuete.

– ¿Cuándo?

– De noche, por lo general.

– ¿Dónde realizó esas extravagancias?

Francoeur mascó en silencio unos momentos, luego retiró una mota de cacahuete de una muela con la uña del pulgar, la inspeccionó y la sacudió.

– Una vez en Saint Calixte y, la otra, creo que en Saint Hubert. La que ese tipo tenía recortada había ocurrido hacía un par de semanas en Saint Paul du Nord.

Se le hinchó el labio superior al pasarse la lengua por los incisivos.

– Y creo que otro de esos casos fue a parar al CUM. Me parece recordar una llamada desde allí hace cosa de un año.

Silencio.

– Dieron con él, pero no se trataba de un caso de gravedad: no había herido a nadie ni se había llevado nada. Sólo tenía una idea equivocada acerca de un ligue barato.

Francoeur arrugó el envoltorio de su golosina y lo tiró a la papelera que estaba junto a su mesa.

– Al parecer la afectada de Saint Paul-du-Nord se negó a formular denuncia.

– Sí -repuso Ryan-. Esos casos son tan poco gratificantes como que te practiquen una lobotomía con una navaja.

– Nuestro héroe probablemente recortó la historia porque le excita la literatura que trata sobre el acceso a los dormitorios ajenos. Tenía también la historia de una muchacha de Senneville, pero nos consta que no tuvo nada que ver con ello. Resultó que el padre tenía escondida constantemente a la muchacha. -Se recostó en su asiento-. Tal vez se identifique tan sólo con un pariente pervertido.

Yo escuchaba la conversación sin mirar a los dialogantes. Había descubierto un gran mapa de la ciudad detrás de Francoeur, similar al que se encontraba en el apartamento de Berger, pero de mayor escala, que se extendía hasta incluir los suburbios más alejados al este y oeste de la isla de Montreal.

La discusión se extendió por la sala suscitando anécdotas de voyeurs y de otros pervertidos sexuales. Aproveché que estaban enfrascados en ello para levantarme con discreción y aproximarme al mapa a fin de observarlo más de cerca, con la esperanza de atraer lo menos posible la atención. Lo examiné y repetí el ejercicio que Charbonneau y yo habíamos llevado a cabo el viernes situando mentalmente la localización de las equis. De pronto me sobresaltó la voz de Ryan.

– ¿En qué está pensando? -me preguntó.

Cogí una caja de alfileres con cabezas redondeadas de vivos colores de una repisa que estaba bajo el mapa, escogí una roja y la situé en la esquina suroeste del Gran Seminario.

– Gagnon -dije.

La siguiente la coloqué bajo el estadio olímpico.

– Adkins.

La tercera estuvo destinada a la esquina superior izquierda junto a una amplia extensión del río conocida como el lago de Deux Montagnes.

– Trottier.

La isla de Montreal tiene forma de pie cuyo tobillo desciende del noroeste, el talón se dirige hacia el sur y los dedos al noroeste. Dos alfileres señalaban el pie, exactamente sobre la suela, uno se encontraba en el centro de la ciudad, otro estaba al este, a mitad de camino de los dedos. El tercero se hallaba en el tobillo, en el extremo oeste más alejado de la isla: no se veía ninguna pauta aparente.

– Saint Jacques marcó estas dos -dije señalando uno de los alfileres del centro y luego el del extremo este.

Escudriñé la playa sur siguiendo el puente Victoria al otro lado de St. Lambert y luego bajando hacia el sur. Al encontrar los nombres de las calles que había visto el viernes, cogí un cuarto alfiler y lo clavé en el extremo más alejado del río, exactamente bajo el arco del pie. La dispersión aún tenía menos sentido. Ryan me miró inquisitivo.

– Ésta era su tercera equis.

– ¿Qué hay ahí?

– ¿Qué le parece? -pregunté.

– ¡Qué diablos sé! Quizá su perro muerto. -Consultó su reloj-. Bien, entonces tenemos…

– ¿No cree que valdría la pena investigarlo?

Me miró unos instantes en silencio. Tenía los ojos azul neón: me sorprendió ligeramente no haber reparado antes en ello. Negó con la cabeza.

– No me parece necesario. No basta. Hasta ahora su idea de un asesino en serie tiene más túneles que el Trans Canadá. Rellénelos. Consígame algo más o que Claudel curse una solicitud para que investigue la SQ. Hasta el momento no es asunto nuestro.

Bertrand lo señaló a él, luego a su reloj y por fin apuntó a la puerta con el pulgar. Ryan miró a su compañero, asintió y luego fijó de nuevo sus ojos en mí.

No dije nada. Examiné su rostro en busca de una señal de estímulo. Si existía, no pude encontrarla.

– Tengo que marcharme. Deje el expediente en mi escritorio cuando haya acabado.

– De acuerdo.

– Y… hum… Arriba la moral.

– ¿Cómo?

– Sé lo que encontró allí. Ese sinvergüenza acaso sea peor que un saco de basura. -Sacó una tarjeta del bolsillo y escribió algo en ella-. Puede localizarme en este número en cualquier momento. Llámeme si necesita ayuda.

Al cabo de diez minutos estaba sentada en mi despacho, frustrada y nerviosa. Trataba de concentrarme en otras cosas con escaso éxito. Cada vez que sonaba un teléfono en algún despacho a lo largo del pasillo miraba el mío de modo instintivo deseando que fuese Claudel o Charbonneau. A las diez y cuarto llamé de nuevo.

– Un momento, por favor -dijo una voz. A continuación añadió-: Aquí Claudel.

– Soy la doctora Brennan -respondí.

El silencio que siguió me sumió en un abismo.

– Oui.

– ¿Ha recibido mis mensajes?

– Oui.

Comprendí que sería tan amable como un contrabandista en una inspección de Hacienda.

– Me preguntaba qué han encontrado sobre Saint Jacques.

Profirió un resoplido.

– Sobre Saint Jacques. Sí.

Aunque sentía deseos de arrancarle la lengua a través de la línea, decidí que la situación requería tacto, regla número uno en el trato y manejo de detectives orgullosos.

– ¿Cree que es su verdadero nombre?

– De ser así, yo soy Margaret Thatcher.

– Bien, ¿en qué situación nos encontramos?

Se produjo otra pausa y me pareció verlo levantar el rostro hacia el techo mientras pensaba en el mejor modo de liberarse de mí.

– Le diré dónde estamos: en ningún lugar. No hemos conseguido nada en absoluto: ni armas goteando sangre, ni películas domésticas, ni notas incoherentes inculpatorias, ni miembros humanos conservados como recuerdo. Nada.

– ¿Huellas?

– Ninguna válida.

– ¿Efectos personales?

– El tipo tiene aficiones entre graves y austeras. No existían toques decorativos, efectos personales, ropas… ¡Ah, sí! Una sudadera, un viejo guante de caucho y una manta sucia. Eso es todo.

– ¿Por qué un guante?

– Tal vez le preocupaban sus uñas.

– ¿Con qué cuentan pues?

– Ya lo vio. Su colección de fotos pornográficas, el mapa, los periódicos, los recortes y la lista. ¡Ah, y algunos espaguetis franco-americanos!