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– ¿Nada más?

– Nada.

– ¿Artículos de tocador o de botiquín?

– Nada.

Medité sobre ello unos momentos.

– Parece como si en realidad no viviera allí.

– Si vive allí, es el tipo más guarro que he conocido. No se cepilla los dientes ni se afeita. No había jabón, champú ni hilo dental.

Reflexioné sobre ello.

– ¿Cómo lo interpreta usted?

– Podría ser que ese chiflado utilizara el lugar como escondrijo para sus verdaderos crímenes y aficiones pornográficas. Tal vez a su madre no le agrade su afición artística. Quizá no lo deje follar en casa. ¿Cómo voy a saberlo?

– ¿Y qué hay de la lista?

– Estamos comprobando los nombres y direcciones.

– ¿Alguna en Saint Lambert?

Otra pausa.

– No.

– ¿Alguna información adicional sobre cómo pudo hacerse con la tarjeta de Margaret Adkins?

En esta ocasión la pausa fue más prolongada, la hostilidad más palpable.

– ¿Por qué no se atiene a sus obligaciones y deja que nosotros persigamos a los asesinos, doctora Brennan?

– ¿Lo es él? -no pude resistirme a preguntarle.

– ¿Qué?

– Un asesino.

De pronto me encontré con el zumbido de la línea telefónica.

Pasé el resto de la mañana calculando la edad, sexo y altura de un individuo a partir de un solo cubito. El hueso había sido encontrado por unos niños que excavaban en un fuerte cerca de Pointeaux Trembles, y probablemente procedía de un antiguo cementerio.

A las doce y cuarto subí a buscar una coca cola light. Me la llevé al despacho, cerré la puerta y saqué mi bocadillo y un melocotón. Sentada frente al río dejé divagar mis pensamientos. Pero fue inúticlass="underline" como un misil Patriot todos apuntaban hacia Claudel.

El hombre aún rechazaba la idea del asesino en serie. ¿Tendría razón? ¿Serían las similitudes meras coincidencias? ¿Estaría yo elaborando asociaciones inexistentes? ¿Sentiría tan sólo Saint Jacques un interés morboso por la violencia? Desde luego. Los productores cinematográficos y las editoriales se hacen millonarias con ese mismo tema. Tal vez no fuese él mismo el asesino, quizá sólo localizara los crímenes en el mapa o se entregara a una especie de juego de seguimiento. Acaso había encontrado la tarjeta de crédito de Margaret Adkins o se la había robado antes de que ella muriese y ella no había llegado a echarla de menos. Quizá… Quizá… Quizá…

No. Aquello no concordaba. Si no había sido Saint Jacques, habría algún responsable de varias de aquellas muertes. Por lo menos algunas de ellas estaban relacionadas. No deseaba esperar a que apareciese otro cadáver descuartizado para demostrar que tenía razón.

¿Cuánto me costaría convencer a Claudel de que yo no era una nena de imaginación hiperactiva? Él se resentía de mi intromisión en su territorio, pensaba que me excedía en mis atribuciones. Por ello me había dicho que me atuviese a mis obligaciones. ¿Y qué había dicho Ryan? Que rellenase los túneles. Pero no bastaba. Debía encontrar alguna prueba más firme de que existía una conexión.

– De acuerdo, Claudel, hijo de perra, eso es exactamente lo que voy a hacer.

Lo dije en voz alta, di un brusco giro a mi silla hasta colocarla en su posición correcta y tiré el hueso de melocotón en la papelera.

Bien ¿qué iba a hacer?

Desenterraría cadáveres y examinaría los huesos.

Capítulo 13

Fui al laboratorio de histología y le pedí a Denis que me facilitase los archivos de los casos 25906-93 y 26704-94. A continuación despejé la mesa derecha de la zona de operaciones para colocar mi carpeta de pinza y mi bolígrafo. Saqué dos tubos de vinilo polisiloxano y los coloqué ordenadamente junto con una pequeña espátula, un bloc de papel y un calibrador digital de precisión matemática.

Denis depositó dos cajas de cartón en un extremo de la mesa, una grande y otra pequeña, selladas y cuidadosamente etiquetadas. Levanté la tapa de la mayor, escogí fragmentos del esqueleto de Isabelle Gagnon y los extendí sobre la parte derecha de la mesa.

A continuación abrí la caja más pequeña. Aunque el cadáver de Chantale Trottier había sido entregado a sus familiares para que lo enterrasen, se habían conservado segmentos óseos como pruebas, procedimiento habitual en casos de homicidio que implican lesiones o mutilaciones del esqueleto.

Retiré dieciséis bolsas cerradas con cremallera y las deposité a mi izquierda; todas ellas estaban marcadas e indicaban la parte y lado del cuerpo a que correspondían: mano derecha; muñeca izquierda; rodillas derecha e izquierda; vértebras cervicales; vértebras torácicas y lumbares. Vacié cada bolsa y dispuse su contenido en orden anatómico. Los dos segmentos del fémur quedaron situados junto a sus porciones correspondientes de tibia y peroné para formar las articulaciones de las rodillas. Cada muñeca estaba representada por quince centímetros de radio y cubito. Los extremos de los huesos aserrados durante la autopsia aparecían claramente dentados: no se confundirían con los efectuados por el asesino.

Me acerqué el equipo de mezclas, abrí uno de los tubos y extendí una brillante cinta azul de material de impresión dental en la hoja superior y, junto a ella, otra cinta blanca del segundo tubo. Escogí un hueso del brazo de Trottier, lo coloqué delante de mí y cogí la espátula. Sin pérdida de tiempo mezclé el catalizador azul y la base blanca y amasé y revolví ambos ingredientes hasta formar una pasta homogénea. Recogí la sustancia en una jeringa de plástico y la extraje como la decoración de un pastel para cubrir la superficie de la articulación.

Deposité el primer hueso sobre la mesa, limpié la espátula y la jeringa, rompí la hoja utilizada y reinicié el proceso con otro hueso. A medida que cada molde se endurecía, lo retiraba, lo marcaba con el número del caso, su localización anatómica, lado y fecha y lo colocaba junto al hueso en el que había sido formado. Repetí el procedimiento hasta que junto a cada uno de los huesos que tenía delante de mí se encontró un molde azul elástico. Invertí dos horas en todo ello.

Seguidamente recurrí al microscopio. Adapté la ampliación y ajusté la luz de fibra óptica de modo que enfocara a través de la placa de visión. Con el fémur derecho de Isabelle Gagnon inicié un examen meticuloso de cada una de las pequeñas muescas y arañazos que acababa de moldear.

Las señales de los cortes parecían de dos clases. Cada hueso del brazo presentaba una serie de puntos bajos como zanjas que se extendían de modo paralelo a las superficies de la articulación. Los costados de las marcas eran lisos y descendían en declive hasta la base en ángulos de noventa grados. La mayoría de las incisiones tenían menos de seis milímetros de longitud y un promedio de centésimas de milímetro a lo ancho. Los huesos largos estaban rodeados de surcos similares.

Aparecían otras señales en forma de uve, más angostas, y que carecían de los costados angulares y la profundidad de las zanjas. Los cortes en forma de uve se extendían paralelos a los surcos de los extremos de los huesos largos, pero eran únicos en las cuencas de las caderas y en las vértebras.

Hice un diagrama con la posición de cada marca y registré su longitud, anchura y, en el caso de las zanjas, la profundidad. A continuación observé cada surco y su molde correspondiente desde arriba y en sección transversal. Los moldes me permitieron distinguir rasgos diminutos no fácilmente detectables al observarlos de modo directo en los huecos. Diminutos baches, incisiones y rasguños se extendían por las paredes y los fondos, y aparecían como negativos tridimensionales. Era como observar un mapa en relieve: las islas, terrazas y sinclinales de cada surco aparecían reproducidos en plástico azul brillante.

Los miembros habían sido separados en las articulaciones de modo que los huesos largos quedaran intactos. Con una excepción: las partes inferiores de los brazos habían sido cercenadas por encima de las muñecas. Al volver a examinar los extremos divididos en dos del radio y del cubito y advertir la presencia y posición de espolones aislados, analicé la superficie en sección transversal de cada corte. Cuando acabé con Gagnon repetí todo el proceso con Trottier.