Y también comprendí que no había llegado a aquel lugar por casualidad. La víctima había sido asesinada y abandonada. Los restos estaban contenidos en una bolsa de plástico de las que suelen utilizarse para las basuras domésticas. En aquellos momentos estaba desgarrada, pero sospechaba que habrían transportado el torso en ella. Faltaban la cabeza y las extremidades y no se veían efectos personales ni otros objetos en las proximidades… salvo uno.
Los huesos de la pelvis rodeaban un desatascador de lavabo. El largo mango de madera se proyectaba hacia arriba como el palo invertido de un helado, y la parte curvada de caucho rojo estaba aplastada contra la abertura pélvica, en una posición que sugería intencionalidad. Por horripilante que fuese la idea, no creí que la asociación fuese errónea.
Me levanté y miré a mí alrededor con las rodillas resentidas por el cambio de postura. Sabía por experiencia que los animales carroñeros suelen arrastrar partes de un cuerpo a distancias impresionantes. Los perros acostumbran ocultarlas en zonas de baja maleza, y los animales que se refugian en madrigueras sumergen huesecillos y dientes en agujeros subterráneos. Me limpié el polvo de las manos y escudriñé mi proximidad más inmediata en busca de posibles localizaciones.
Las moscas zumbaban, y un cuerno resonó a miles de quilómetros de distancia. Recuerdos de otros bosques, otras tumbas y otros huesos cruzaron sigilosos por mi mente como imágenes inconexas de antiguas películas. Permanecí en absoluta inmovilidad, escudriñando vigilante. Por fin intuí más que distinguí una irregularidad en mi entorno que, cual un rayo de luz reflejado en un espejo, desapareció antes de que mis neuronas pudieran formar una imagen. Un parpadeo casi imperceptible me obligó a volver la cabeza. Nada. Me mantuve rígida, sin la certeza de haber visto algo realmente; aparté los insectos de mis ojos y advertí que refrescaba.
Insistí en mi observación, mientras una ligera brisa agitaba los húmedos mechones alrededor de mi rostro y hacía crujir las hojas. Entonces volví a percibirlo: un leve reflejo de luz solar en algún punto. Avancé unos pasos, insegura de su origen, y me detuve con todos los sentidos concentrados en la luz del sol y las sombras. Seguía sin percibir nada. ¡Naturalmente que no, necia! Allí no podía haber nada: no había moscas.
De pronto lo descubrí. El viento, que soplaba con suavidad, resbalaba sobre una superficie brillante y provocaba una momentánea ondulación en la luz del atardecer que, aunque casi imperceptible, había atraído mi atención. Me aproximé sin apenas respirar y miré a mis pies. No me sorprendió lo que tenía ante los ojos: lo había encontrado.
Entre las raíces de un álamo amarillo, por un hueco, asomaba la punta de otra bolsa de plástico. Profusión de ranúnculos bordeaban el álamo y la bolsa y se extendían en suaves zarcillos hasta desaparecer entre los hierbajos circundantes. Las flores, de viva tonalidad amarilla, parecían fruto de una ilustración de Beatrix Potter, y la frescura de sus flores contrastaba duramente con lo que me constaba que se ocultaba en la bolsa.
Me aproximé al árbol, y a mi paso crujieron ramas y hojas. Apoyándome en una mano, despejé un trozo de plástico, lo así con firmeza y tiré fuertemente de él. Pero no cedió. Volví a agarrar el plástico y tiré con más fuerza, y esta vez la bolsa se movió al tiempo que yo advertía la consistencia de su contenido. Los insectos revoloteaban ante mi rostro, el sudor se deslizaba por mi espalda y el corazón me latía con la intensidad de un bajo en un grupo de heavy metal.
Un tirón más y logré liberar la bolsa. La arrastré lo bastante para poder inspeccionar su interior -o quizá sólo deseaba apartarla de las flores de la señorita Potter-. Fuera cual fuese su contenido, era pesado y me cabían escasas dudas acerca de su naturaleza. No me equivocaba. Mientras soltaba los extremos de la bolsa el olor a putrefacción era aplastante. La abrí y examiné el interior.
Un rostro humano me devolvió la mirada. Al haber estado aislada de los insectos que apresuran la descomposición, la carne no se había corrompido totalmente, pero el calor y la humedad habían alterado los rasgos hasta convertirlos en una máscara mortal que conservaba escaso parecido con su antiguo aspecto. Los ojos, secos y apretados, asomaban bajo los párpados semientornados. La nariz estaba ladeada; las aletas, comprimidas y aplastadas contra la hundida mejilla, y los labios se fruncían hacia afuera, en una mueca eterna que exhibía una perfecta dentadura. La carne, de una pálida blancura, era una envoltura descolorida y esponjosa adherida a los huesos. El conjunto estaba enmarcado por una cabellera de un apagado tono pelirrojo, y los rizos sin brillo se apelotonaban contra la cabeza por el líquido que rezumaba del tejido cerebral.
Cerré la bolsa presa de agitación y traté de localizar a los obreros donde los había dejado. El más joven me observaba con gran atención; su compañero se mantenía detrás, a cierta distancia, con los hombros inclinados y las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones.
Me quité los guantes y pasé por su lado alejándome del bosque, en dirección al coche patrulla. Aunque ellos no pronunciaron palabra, advertí que me seguían por el crujido de las hojas bajo sus pasos.
El agente Groulx, recostado en la capota de su coche, vio que me acercaba, mas no cambió de postura. La verdad es que yo había trabajado con individuos más amables.
– ¿Puedo utilizar su radio? -inquirí asimismo con gran frialdad.
Se irguió apoyándose en las manos y rodeó el coche hasta el asiento del conductor. Introdujo la mano por la ventanilla abierta, soltó el micrófono y me miró con aire interrogante.
– Homicidio -dije.
Pareció sorprendido, si bien trató de disimularlo, e hizo la llamada.
– Section des homicides -dijo a su interlocutor.
Tras la demora, conexiones e interferencias habituales, se oyó la voz de un detective.
– Aquí Claudel -sonó con acento irritado.
El agente Groulx me tendió el micrófono. Me identifiqué y le expliqué mi localización.
– Se trata de un caso de homicidio -dije-. Probablemente se han deshecho de un cadáver, al parecer femenino y decapitado. Será mejor que envíen cuanto antes a la brigada de investigación.
Se produjo una pausa prolongada. A nadie le parecían buenas noticias.
– Pardon?
Repetí mis palabras y pedí a Claudel que transmitiera la noticia a Pierre LaManche cuando llamase al depósito. En aquella ocasión no tendrían que intervenir los arqueólogos.
Devolví el micrófono a Groulx, que había estado escuchando, y le recordé que obtuviera un informe detallado de los dos obreros. Parecía un reo sentenciado de diez a veinte años. Sin duda sabía que tardaría bastante tiempo en marcharse de allí, pero ello no me inspiró compasión alguna. Aquel fin de semana yo tampoco dormiría en la ciudad de Quebec. En realidad, mientras recorría en el Mazda los escasos bloques que me separaban de mi casa, sospechaba que nadie dormiría tranquilo durante algún tiempo. Y, tal como se desarrollaron los hechos, no me equivocaba. Lo que entonces ignoraba era el alcance del horror al que deberíamos enfrentarnos.
Capítulo 2
El día siguiente despuntó tan cálido y soleado como el anterior, un hecho que suele animarme. El tiempo me influye bastante, y mi humor se remonta y sumerge con el barómetro. Pero aquel día el tiempo sería irrelevante para mí. Hacia las nueve de la mañana ya estaba en la sala de autopsias número cuatro, la menor del Laboratorio de Medicina Legal y especialmente dotada de la mejor ventilación. Suelo trabajar allí puesto que la mayoría de mis casos están muy poco conservados. Pero nunca es del todo efectivo: nada lo es. Ventiladores y desinfectantes jamás logran dominar el olor a muerte añeja. El antiséptico resplandor del acero inoxidable no consigue erradicar las imágenes de carnicería humana.
Los restos recuperados en el Gran Seminario sin duda estaban calificados para la sala cuatro. Tras una cena rápida la noche anterior, había regresado a los jardines para investigar el terreno. Sobre las nueve y media de la noche los huesos se encontraban en el depósito. Ahora estaban a mi derecha, en una bolsa, sobre una camilla con ruedas. El caso número 26704 había sido comentado en la reunión matinal del equipo. Según los procedimientos habituales, el cadáver había sido asignado a uno de los cinco patólogos que trabajaban en el laboratorio. Puesto que los restos estaban ya muy esqueléticos, el escaso tejido blando que quedaba se encontraba demasiado descompuesto para una autopsia corriente por lo que se requería mi experiencia.