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Era obvio que como en los casos de Gagnon y Trottier.

– ¡Mierda!

Advertí que rascaba una cerilla y luego la profunda respiración significativa de que había encendido un cigarrillo.

– ¿No cree que debemos ir ahora? -inquirí.

– De ningún modo.

Le oí dar una calada.

– ¿Y qué significa ese «debemos»? Usted ya tiene fama de entrometida, Brennan, lo que no me impresiona en especial. Su actitud de mandarlo todo a paseo acaso funcione con Claudel, pero no surtirá efectos conmigo. La próxima vez que sienta el impulso de bailotear por el escenario de un crimen, primero entérese cortésmente de si algún detective tiene vacantes en su carné de baile. Todavía resolvemos esa clase de cosas entre nuestros ocupados programas.

Aunque no esperaba su reconocimiento tampoco estaba preparada para una respuesta tan violenta. Comenzaba a enojarme, lo que acrecentaba el martilleo de mi cabeza. Aguardé, pero él no prosiguió.

– Le agradezco que me devuelva tan pronto la llamada -dije.

– Hum.

– ¿Dónde está?

Si el cerebro me hubiera funcionado a pleno rendimiento no habría formulado tal pregunta. Me arrepentí inmediatamente.

– Con una amiga -respondió tras una pausa.

¡Buena jugada, Brennan! No era de sorprender que estuviera enojado.

– Creo que había alguien más por allí esta noche.

– ¿Cómo?

– Mientras examinaba lo enterrado creí oír algo, y luego recibí un porrazo en la cabeza que me dejó sin sentido. Como se desencadenó la tormenta con todos los elementos, no sé exactamente qué sucedió.

– ¿Está herida?

– No.

Otra pausa. Casi podía distinguir el curso de sus pensamientos.

– Enviaré una patrulla para que vigile la zona hasta mañana. Luego llevaré allí a investigación. ¿Cree que necesitaremos los perros?

– Sólo vi una bolsa, pero debe de haber otras. Además, parecía como si hubieran efectuado otras excavaciones en la zona. Creo que es una buena idea.

Aguardé una respuesta que no llegó.

– ¿A qué hora me recogerá?-le pregunté.

– No pienso recogerla, doctora Brennan. Esto es un homicidio de la vida real, de los que competen a la jurisdicción de la brigada de homicidios, no a «Se ha escrito un crimen».

Estaba furiosa. Las sienes me latían y sentía una nubécula de calor entre ellas, en lo más profundo del cerebro.

– «Más túneles que el Trans Canadá» -le espeté-. «Déme algo más firme»: tales fueron sus palabras, Ryan. Pues bien, ya lo tengo y puedo conducirlo a donde se encuentra. Además, esto implica restos esqueléticos. Huesos. Y, si no me equivoco, ésa es mi jurisdicción.

La línea permaneció tanto rato en silencio que creí que había colgado. Aguardé.

– Pasaré a las ocho.

– Estaré preparada.

– ¿Brennan?

– ¿Sí?

– Quizá debería procurarse un casco.

Y colgó el aparato.

Capítulo 16

Ryan fue puntual y a las ocho cuarenta y cinco nos deteníamos tras la furgoneta de investigación, aparcada a menos de tres metros de donde yo había dejado mi coche la noche anterior. Pero aquél era un mundo distinto del visitado por mí hacía unas horas. Lucía el sol y la calle bullía de actividad. Furgonetas y coches patrulla se alineaban en ambas curvas y por lo menos veinte personas, de paisano y uniformadas, hablaban en grupos.

Distinguí a policías del DEJ, de la SQ y a agentes de St. Lambert diseminados por allí, con sus diferentes uniformes e insignias. La reunión me recordó las bandas mixtas de aves que a veces forman un bullicio espontáneo parloteando y piando, revelando cada una la especie a que pertenece por el color de su plumaje y las franjas de sus alas.

Una mujer con un gran bolso en el hombro y un joven portador de cámaras fotográficas se apoyaban fumando contra la capota de un Chevy blanco. Aún aparecía otra especie: la prensa. Más allá de la manzana, en la franja de hierba contigua a la verja, un pastor alemán jadeaba y olfateaba en torno a un hombre con mono azul oscuro. El perro salía disparado en breves incursiones, con el hocico en el suelo y luego regresaba como una flecha junto a su guardián, agitando la cola y con la cara levantada. Parecía inquieto por partir, confuso por el retraso.

– Todo el equipo está aquí -dijo Ryan, que acababa de aparcar y se soltaba el cinturón de seguridad.

No se había disculpado por su grosería ni yo lo había esperado. Nadie está en su mejor momento a las cuatro de la mañana. Se había mostrado bastante cordial durante el trayecto, casi bromista, señalando lugares donde se habían producido incidentes y relatando anécdotas de humillaciones y meteduras de pata. Historias policiales: «Allí, en el tercer piso, una mujer agredió a su marido con una sartén y luego nos atacó a nosotros. En aquel Poulet Kentucky Frites encontramos a un hombre desnudo en el eje del ventilador.» Charlas de polis. Me pregunté si sus mapas cognoscitivos se basarían en los lugares donde se habían producido los acontecimientos profesionales descritos en los informes policiales más que en los nombres de calles y ríos y en los números de los edificios que utilizamos los demás.

Ryan distinguió a Bertrand y se dirigió hacia él. Formaba parte de un grupo compuesto por un agente de la SQ, Pierre LaManche y un hombre rubio y delgado con gafas oscuras de aviador. Lo seguí por la calle tratando de localizar a Claudel o Charbonneau entre la multitud. Aunque aquella reunión era oficialmente de la SQ pensé que deberían estar allí. Parecían hallarse presentes todos los demás menos ellos. A medida que nos aproximábamos advertí cuan agitado estaba el hombre de las gafas. Movía sin cesar las manos y se manoseaba continuamente su ralo bigotillo, despeinaba algunos pelillos dispersos y luego los atusaba poniéndolos en su lugar. Observé que su cutis era en especial terso, carente de color y textura. Llevaba una chaqueta de cuero de aviador y calzaba negras botas. Era de edad indefinida: igual podía tener veinticinco como sesenta y cinco años.

LaManche no apartaba los ojos de mí mientras nos incorporábamos al grupo. Me saludó con una inclinación de cabeza, aunque sin pronunciar palabra. Yo comenzaba a abrigar dudas. Había organizado todo aquel circo, hecho acudir allí a toda aquella gente. ¿Y si no encontraban nada? ¿Y si alguien se había llevado la bolsa? ¿Y si resultaban ser tan sólo restos de algún cementerio antiguo que habían aflorado a la superficie? La noche anterior estaba oscuro y yo, hecha un manojo de nervios. ¿Hasta dónde podía haber imaginado? Sentía una creciente tensión en el estómago.

Bertrand nos saludó. Como de costumbre parecía una versión corpulenta y de menor estatura de un modelo masculino. Había escogido colores tierra para la exhumación, marrones y castaños ecológicamente correctos, sin duda obtenidos sin tintes químicos.

Ryan y yo saludamos a nuestros conocidos y nos dirigimos al hombre de las gafas. Bertrand nos presentó.

– Andy, la doctora; y éste es el padre Poirier, que representa a la diócesis.

– ¡Archidiócesis!

– Discúlpeme. Archidiócesis, puesto que se trata de una propiedad eclesiástica.

Y señaló con el pulgar hacia la verja que tenía tras él.

– Me llamo Tempe Brennan -me presenté al tiempo que le tendía la mano.

El padre Poirier fijó en mí sus gafas de aviador y aceptó mi mano en un apretón débil y carente de energía. Si se calificara a la gente por su forma de estrechar la mano, el hombre no alcanzaría ni un aprobado. Tenía los dedos fríos y blandos, como zanahorias que han estado demasiado tiempo en el frigorífico. Al soltarme tuve que resistir el apremio de enjugarla en mis pantalones.

Repitió el ritual con Ryan que no mostró expresión alguna. Su temprana jovialidad había desaparecido, sustituida por una profunda gravedad: adoptaba el talante profesional. Poirier pareció deseoso de decir algo, pero ante la expresión de Ryan lo pensó mejor y apretó los labios en tensa línea. En cierto modo, sin haber dicho nada, reconocía que había dejado de ostentar la autoridad y que era Ryan quien se encontraba en aquellos momentos al frente de la situación.

– ¿Ha entrado ya alguien? -inquirió Ryan.

– Nadie. Cambronne llegó sobre las cinco de la mañana -respondió Bertrand señalando al policía uniformado que estaba a su derecha-. Nadie ha entrado ni salido. El padre nos ha dicho que sólo dos personas tienen acceso a los terrenos: él mismo y un conserje. El hombre es octogenario y trabaja aquí desde que Mamie Eisenhower popularizó los flequillos.