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La versión francesa de «Eisenhower» sonaba cómica.

– La entrada no pudo ser abierta -dijo Poirier volviendo hacia mí sus gafas-. La compruebo cada vez que vengo.

– ¿Y cada cuándo sucede eso? -preguntó Ryan.

Las gafas se apartaron de mí y se fijaron en Ryan, donde se detuvieron unos momentos antes de que el hombre respondiera.

– Por lo menos una vez a la semana. La iglesia se siente responsable de todas sus propiedades. No nos limi…

– ¿Qué es este lugar?

De nuevo otra pausa.

– El monasterio Saint Bernard. Está cerrado desde 1983. La Iglesia consideró que las cifras no garantizaban su funcionamiento continuo.

Me resultaba extraño que se refiriese a la Iglesia como un ser animado, una entidad con sentimientos y voluntad. Su francés también era extraño, sutilmente distinto del acento llano y nasal al que me había acostumbrado. Aunque no era quebequés, no podía situar su origen. No se trataba del concreto y gutural sonido de Francia, al que los norteamericanos calificamos de parisino. Sospeché que sería belga o suizo.

– ¿Qué sucede ahí? -inquirió Ryan.

Otra pausa, como si las ondas sonoras tuvieran que desplazarse por larga distancia hasta alcanzar al receptor.

– Ahora, nada.

El sacerdote dejó de hablar y suspiró. Tal vez recordaba tiempos más felices en que la iglesia prosperaba y los monasterios rebosaban actividad. Tal vez concentraba sus pensamientos, deseoso de mostrarse concreto en sus declaraciones a la policía. Las gafas de aviador le ocultaban los ojos. Un extraño candidato para sacerdote, con su cutis impecable, su chaqueta de cuero y sus botas de motorista.

– Yo vengo a comprobar la propiedad -prosiguió-. Y un conserje mantiene las cosas en orden.

– ¿Las cosas? -se sorprendió Ryan, que tomaba notas en un bloc de espiral.

– Vigilar la caldera y los conductos y retirar la nieve. Éste es un lugar muy frío.

Hizo un amplio ademán con el delgado brazo como si intentara abarcar toda la provincia.

– Y las ventanas: a veces los muchachos disfrutan tirando piedras. -Me miró-. También las puertas y las verjas para asegurarnos de que permanecen cerradas.

– ¿Cuándo comprobó los candados por última vez?

– El domingo a las seis de la tarde. Estaban todos seguros.

Me chocó su rápida respuesta. En esta ocasión no se había detenido a pensarla. Tal vez Bertrand ya le hubiera formulado la pregunta o quizá Poirier la había previsto, pero la velocidad de su respuesta me sonó a preconcebida.

– ¿Advirtió algo fuera de lo corriente?

– Ríen. Nada.

– Ese conserje… ¿cuál es su nombre?

– Monsieur Roy.

– ¿Cuándo viene?

– Los viernes, a menos que haya alguna tarea especial para él.

Ryan no hablaba pero seguía mirándolo.

– Como recoger la nieve o arreglar una ventana -añadió el sacerdote.

– Padre Poirier, creo que el detective Bertrand ya lo ha interrogado acerca de la posibilidad de que en estos terrenos se hubieran practicado enterramientos, ¿no es cierto?

Pausa.

– No, no. No hay ninguno.

Agitó la cabeza a uno y otro lado, y las gafas se movieron en su nariz. Una pata se escapó de la oreja y la montura se desequilibró en un ángulo de veinte grados. Parecía un petrolero que escorara a babor.

– Era un monasterio, siempre ha sido un monasterio. No hay nadie enterrado aquí. Pero he llamado a nuestra archivadora y le he pedido que comprobara los registros para asegurarme por completo.

Mientras hablaba se había llevado las manos a las sienes y ajustaba sus gafas alineándolas cuidadosamente.

– ¿Conoce el motivo de nuestra presencia aquí?

Poirier asintió y los cristales se ladearon de nuevo. Se disponía a hablar, pero no dijo nada.

– De acuerdo -declaró Ryan. Cerró el bloc de espiral y se lo guardó en el bolsillo-. ¿Cómo sugiere que hagamos esto?

Aquella pregunta me estaba dirigida.

– Permítame acompañarlos y mostrarles lo que encontré. Cuando lo retiremos, traeremos al perro para ver si hay algo más.

Confiaba en que mi voz transmitiera más confianza de la que yo misma sentía. ¡Mierda! ¿Y si allí no hubiera nada?

– De acuerdo.

Ryan se dirigió a un hombre vestido con mono. El pastor alemán saltó hacia él y le rozó la mano con el hocico para reclamar su atención. El hombre le acarició la cabeza mientras hablaba con su cuidador. Luego se volvió hacia nosotros y dirigió a todo el grupo hacia la entrada. Mientras avanzábamos escudriñé con discreción cuanto nos rodeaba en busca de indicadores demostrativos de mi presencia allí la noche anterior. Pero fue en vano.

Aguardamos en la entrada mientras Poirier sacaba un enorme llavero del bolsillo, elegía una llave, cogía el candado y tiraba de él con fuerza mostrando su resistencia contra los barrotes con gran ostentación. El candado profirió un sonido metálico en el aire de la mañana y despidió una lluvia de orín que cayó en el suelo. No pude recordar si yo lo había cerrado hacia unas horas.

Poirier soltó el mecanismo, abrió el candado y a continuación la puerta, que rechinó suavemente, no con el penetrante chirrido metálico que yo recordaba. Se puso a un lado para permitirme el paso y todos aguardaron. LaManche aún no había pronunciado palabra.

Me eché la mochila en el hombro, pasé junto al sacerdote y emprendí la marcha por el camino. A la clara y fresca luz de la mañana el bosque tenía un aire acogedor, nada malévolo. El sol brillaba entre las anchas hojas, y las agujas de las coniferas y el aire estaba impregnado del aroma de los pinos. Era un olor que me recordaba épocas escolares, con visiones de casas junto a lagos y campamentos de verano, en modo alguno cadáveres ni negras sombras. Avancé lentamente y examiné cada árbol y cada centímetro de terreno tratando de detectar ramas rotas, suelo removido, algo demostrativo de presencia humana. En especial, la mía.

Mi inquietud crecía a cada paso y se aceleraban los latidos de mi corazón. ¿Y si yo no había cerrado la verja? ¿Si alguien había estado allí después de mí? ¿Qué habría hecho cuando yo me hube marchado?

El ambiente era el propio de un lugar que nunca hubiera visitado, pero que me resultara familiar por haber leído algo acerca de él o lo hubiera visto en fotografías. Traté de percibir mediante el tiempo y la distancia el lugar donde se encontraría el sendero, pero sentía graves recelos. Mis recuerdos eran atropellados y confusos, como un sueño recordado en parte. Los acontecimientos más importantes eran vividos, mas los detalles relativos a secuencia y duración se volvían caóticos. Rogué que pudiera distinguir algo que me sirviera de punto de partida.

Mis súplicas hallaron respuesta en forma de los guantes cuya existencia había olvidado. A la izquierda del camino, a nivel de mis ojos, tres blancos dedos asomaban de la rama de un árbol. ¡Eso era! Escudriñé los árboles contiguos. El segundo guante apareció en el hueco de un pequeño arce, a metro y medio aproximadamente del nivel del suelo. Me imaginé temblorosa, explorando en la oscuridad el punto donde guardarlos. Me felicité por mi previsión, aunque no por mi memoria: creía haberlos colocado más arriba. Tal vez, al igual que Alicia, había tenido una experiencia que alteraba las dimensiones de aquel bosque.

Giré entre los árboles que exhibían los guantes, por una senda apenas visible. El cambio en la maleza era tan sutil que, a no ser por las señales, tal vez no lo habría detectado. A la luz del día el sendero era poco más que un cambio de textura; la vegetación estaba atrofiada en todo su recorrido y era más escasa que a ambos lados. En una estrecha línea la cobertura vegetal no se entrecruzaba. Hierbajos y matorrales se levantaban solitarios, aislados de sus vecinos, y exponían las ásperas tonalidades siena de las hojas muertas y de la tierra de la que emergían. Eso era todo.

Recordé los rompecabezas con que jugaba en mi niñez. Mi abuela y yo examinábamos con detenimiento las piezas en busca de la correcta, calibrábamos con ojos y cerebro las diminutas variaciones de tonalidad y dibujo. El éxito dependía de la capacidad de percibir sutiles diferencias en tonos y texturas. ¿Cómo diablos habría detectado aquel sendero entre la oscuridad?