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Al ver que no respondía volvió a centrar su atención en mí.

– ¿Falta algo?

– Sí.

Dejé la hoja de inventario y lo miré de modo directo a los ojos. Él parpadeó sin dejar de masticar. Me pregunté brevemente por qué no llevaría gafas.

– La cabeza.

Dejó de masticar.

– ¿Cómo?

– Que falta la cabeza.

– ¿Dónde está?

– Si lo supiera no faltaría, monsieur Claudel.

Lo vi apretar las mandíbulas y luego aflojarlas, pero no porque masticase.

– ¿Algo más?

– ¿Algo más… qué?

– Si falta algo más.

– Nada significativo.

Digerió mentalmente aquellos hechos al igual que su bocadillo. Mientras masticaba arrugó el envoltorio, formó con él una fuerte pelota que se guardó en el bolsillo y se enjugó las comisuras de la boca con el índice.

– Supongo que no va a decirme nada más.

Era una afirmación más que un interrogante.

– Cuando haya podido examinar…

– Sí.

Dio media vuelta y se marchó.

Cerré las cremalleras de las bolsas maldiciendo entre dientes. El perro movió bruscamente la cabeza ante aquel sonido y me siguió con la mirada mientras metía la carpeta de pinza en la mochila y cruzaba la calle en dirección al encargado del depósito, cuya cintura era como la cámara de aire de un tractor. Le dije que había concluido y que podían cargar los restos y luego aguardar.

Más arriba, en la calle, distinguí a Ryan y Bertrand que hablaban con Claudel y Charbonneau: la SQ se reunía con el CUM. Mi estado paranoico me hizo sentir sospechas de su charla. ¿Qué les diría Claudel? ¿Me estaría ridiculizando? La mayoría de los policías son tan jurisdiccionales como monos aulladores: se sienten celosos de su terreno, se reservan sus casos, desean efectuar sus propias persecuciones. Claudel era peor que los demás ¿pero por qué se mostraba tan desdeñoso conmigo?

«Olvídalo, Brennan. Es un bastardo y lo has ridiculizado en su propio terreno. No estás en la cúspide de sus preferencias. Deja de preocuparte acerca de sentimientos y concéntrate en el trabajo. Tampoco eres inocente de antecedentes personales posesivos en tus casos.»

La charla se interrumpió cuando yo llegué. Su comportamiento modificó en parte el espontáneo enfoque que me proponía, pero disimulé mi incomodidad.

– ¡Hola, doctora! -exclamó Charbonneau.

Lo saludé con una inclinación y una sonrisa.

– Así pues, ¿qué tenemos? -pregunté.

– Su jefe se marchó hace una hora como también el padre. Investigación está concluyendo -dijo Ryan.

– ¿Han encontrado algo más?

Negó con la cabeza.

– ¿Algún resultado con el detector de metal?

– Hemos tocado todas las condenadas teclas de la provincia -Ryan se expresaba con exasperación-. Estamos preparados para manejar un parquímetro. ¿Y usted?

– He terminado. He ordenado a los chicos del depósito que carguen.

– Claudel dice que falta la cabeza.

– Es cierto. Falta el cráneo, la mandíbula y las cuatro primeras vértebras.

– ¿Qué cree que significa eso?

– Significa que la víctima fue decapitada y que el asesino metió la cabeza en otro lugar. Acaso la enterró aquí, pero en diferente sitio, al igual que hizo con las restantes partes del cuerpo, que estaban muy diseminadas.

– ¿De modo que debe de haber otra bolsa por ahí?

– Tal vez. O pudo disponer de ella de otro modo.

– ¿Como por ejemplo?

– Echándola al río, por una letrina o en su horno. ¿Cómo diablos voy a saberlo?

– ¿Por qué haría algo así? -interrogó Ryan.

– Tal vez para que el cuerpo no pudiera ser identificado.

– ¿Podrá serlo?

– Probablemente. Pero sería mucho más fácil si contáramos con los dientes y los archivos dentales. Además, ha dejado las manos.

– ¿Y?

– Si mutilan un cadáver para evitar su identificación también suelen hacer desaparecer las manos.

Me miró con aire inexpresivo.

– Pueden obtenerse huellas de cadáveres muy descompuestos mientras se conserve algo de piel. Yo las he obtenido de una momia de quinientos años de antigüedad.

– ¿Estaba fichada? -preguntó Claudel con aire indiferente.

– No figuraba en los archivos -respondí con igual falta de entusiasmo.

– Pero sólo son huesos -dijo Bertrand.

– El asesino no lo sabe. No podía imaginar cuándo se encontraría el cadáver.

Al igual que Gagnon, pensé. Sólo que éste lo había enterrado.

Me interrumpí un momento e imaginé al asesino merodeando por el bosque entre la oscuridad, distribuyendo las bolsas y su macabro contenido. ¿Habría descuartizado a la víctima en otro lugar, llenado las bolsas con los fragmentos ensangrentados y los habría transportado allí en coche? ¿Aparcaría en el mismo lugar que yo o le habría sido posible, de algún modo, introducirse en el recinto? ¿Habría cavado primero los agujeros y planeado la localización de cada uno? ¿O simplemente habría llevado en las bolsas las porciones del cadáver, cavando huecos en unos y otros lugares y realizando cuatro viajes desde su coche? ¿Obedecería la descuartización a un ataque de pánico por ocultar un crimen pasional, o el crimen y la mutilación habían sido fríamente premeditados?

De pronto me abrumó una horrible posibilidad: ¿habría estado allí conmigo la noche anterior? Retorné al presente.

– O…

Todas las miradas convergieron en mí.

– O acaso aún se halle en su poder.

– ¿Se la ha guardado? -se burló Claudel.

– ¡Mierda! -exclamó Ryan.

– ¿Como la teoría de la violencia de Dahmer? -inquirió Charbonneau.

Me encogí de hombros.

– Será mejor que traigamos de nuevo al perro para que se dé otra vuelta -dijo Ryan-. Aún no lo hemos hecho venir donde se encontraba el torso.

– De acuerdo -asentí-. Al animal le gustará.

– ¿Le importa que nos quedemos? -preguntó Charbonneau.

Claudel le lanzó una mirada asesina.

– No, mientras tenga gratos pensamientos -dije-. Voy en busca del perro. Espérenme en la entrada.

Al alejarme distinguí la palabra «perra» con la pronunciación nasal de Claudel. Me dije que sin duda se refería al animal.

El sabueso se puso en pie de un brinco al verme llegar y agitó lentamente su cola mientras paseaba su mirada de mí al hombre vestido con el mono azul, como si pidiera permiso para acercarse a la recién llegada. Advertí que el cuidador llevaba impreso en el pecho el nombre «DeSalvo».

– ¿Está nuestro amigo dispuesto para otro paseo? -le pregunté señalando al animal con la mano.

DeSalvo inclinó levemente la cabeza, y el perro saltó hacia adelante y me lamió los dedos.

– Se llama Margot -repuso el hombre en inglés aunque con acento francés.

Se expresaba en voz baja y uniforme y se movía con aire grácil y tranquilo, como los que acostumbran pasar el tiempo con los animales. Era moreno y con el rostro surcado de arrugas, un abanico de las cuales irradiaban desde las comisuras de los ojos. Tenía aspecto de vivir al aire libre.

– ¿Francesa o inglesa?

– Es bilingüe.

– ¡Eh, Margot!-dije. Doblé la rodilla para rascarle las orejas-. Lamento haberme equivocado de género. Gran día, ¿verdad?

Margot movió la cola con más velocidad. Cuando me levanté, saltó hacia atrás, dio un gran giro y luego se quedó inmóvil y examinó atentamente mi rostro. Ladeó la cabeza a uno y otro lado, y la arruga que había entre sus ojos se frunció y se alisó.

– Soy Tempe Brennan -me presenté al tiempo que tendía la mano a DeSalvo.

El hombre prendió un extremo de la correa de Margot a su cinturón y asió el otro. A continuación me tendió la mano, que era áspera y firme, como metal forjado. Su apretón merecía un sobresaliente.

– Yo soy David DeSalvo.