Las mujeres que los acompañaban estaban sentadas tras ellos o conversaban entre sí. Me recordaban mis años de universidad. Pero aquellas mujeres escogían un mundo de violencia y dominación machista. Como los cinocéfalos, las mujeres del grupo eran conducidas en manadas y controladas. Peor aún, dominadas y sexualmente explotadas, tatuadas, quemadas, golpeadas y asesinadas. Y, sin embargo, seguían con ellos. Si aquello era mejorar, no imaginaba qué dejaban detrás.
Escudriñé hacia la parte occidental de St. Laurent e inmediatamente descubrí lo que buscaba. Dos prostitutas merodeaban ante el Granada fumando y charlando. Reconocí a Poirette, pero no me sentí muy segura en cuanto a su compañera.
Contuve el impulso de renunciar y volver a casa. ¿Y si me había equivocado en mi atavío? Me había puesto una sudadera, téjanos y sandalias en la confianza de resultar inofensiva, pero no sabía sí lo había conseguido. Nunca había realizado semejante trabajo de campo.
«Déjate de tonterías, Brennan; te andas con rodeos. Lárgate de aquí. Lo peor que puede sucederte es que te vuelvan a sacudir. No sería la primera vez.»
Avancé una manzana y me detuve frente a las dos mujeres.
– Bonjour -saludé.
Mi voz sonaba temblorosa, como una cinta de cásete tensa y rebobinada. Me irrité conmigo misma y tosí para disimular.
Las mujeres interrumpieron su conversación y me inspeccionaron sin pronunciar palabra y con aire totalmente inexpresivo, como si estuvieran ante un insecto insólito o un objeto extraño que se mete por la nariz.
Poirette se balanceó apoyándose en su otra cadera. Llevaba las mismas botas negras que la primera vez que la vi. Se pasaba un brazo por la cintura, en el que apoyaba su codo y me miraba con los ojos entornados. Dio una profunda calada al cigarrillo, inhaló con intensidad el humo en sus pulmones y por último adelantó el labio inferior y proyectó el humo hacia arriba en una espiral que se diluyó como neblina entre el intermitente resplandor del letrero de neón del hotel. Sobre su cutis color de cacao se proyectaban las luminosas franjas rojiazules. Sin decir palabra desvió de mí su mirada y la centró en la gente que desfilaba por la acera.
– ¿Qué deseas, chérie?
La voz de la mujer era ronca y profunda, como si formara las palabras con partículas de sonidos entre las que flotaban lagunas. Se había dirigido a mí en inglés con una cadencia que recordaba ciénagas con jacintos y cipreses, bandas de dialecto criollo y música zydecko de Luisiana, cigarras que cantaban en las apacibles noches de verano. Era mayor que Poirette.
– Soy amiga de Gabrielle Macaulay y trato de encontrarla.
Hizo un movimiento ambiguo con la cabeza. No supe a ciencia cierta si ello significaba que no conocía a Gabby o que no deseaba responder.
– Es antropóloga y trabaja por aquí.
– Todas trabajamos por aquí, querida.
Poirette dio un resoplido y movió los pies. Observé que llevaba pantalones cortos y un corpino negro brillante. Estaba segura de que conocía a mi amiga: era una de las mujeres que habíamos visto aquella noche y que Gabby me había señalado. Vista de cerca aún parecía más joven. Me centré en su compañera.
– Gabby es una mujer grande -proseguí-, de mi edad. Tiene… -me esforcé por encontrar el calificativo-… rizos rojos.
Absoluta indiferencia.
– Y una anilla en la nariz.
Era como hablar con una pared.
– Hace tiempo que no logro localizarla. Creo que su teléfono está estropeado y estoy preocupada por ella. Seguro que vosotras debéis conocerla.
Acentué las vocales e intensifiqué mi pronunciación para apelar a la lealtad regionaclass="underline" hijas del sur unidas.
La oriunda de Luisiana se encogió de hombros en una versión sureña de la universal respuesta francesa. Más hombros, menos palmas.
A paseo con el intento de acercamiento natal. No llegaría a ninguna parte. Comenzaba a comprender lo que quería decir Gabby. En el Main no se formulan preguntas.
– Si la veis ¿querréis decirle que la busca Tempe?
– ¿Es sureño ese nombre, chérie?
La mujer introdujo una de sus largas uñas pintadas de rojo entre sus cabellos y se rascó la cabeza. El peinado, tan lacado que hubiera resistido a un huracán, se movió en masa creando la ilusión de que su cabeza cambiaba de forma.
– No exactamente. ¿Sabéis algún lugar donde pueda buscarla?
Otro encogimiento de hombros. La mujer retiró el dedo y examinó su uña.
Saqué una tarjeta del bolsillo del pantalón.
– Si se os ocurre algo, podéis encontrarme aquí.
Cuando me alejaba observé que Poirette cogía la tarjeta.
Mis aproximaciones a otras muchachas de Ste. Catherine dieron el mismo resultado. Reaccionaban entre indiferentes y airadas, animadas de modo uniforme por las sospechas y la desconfianza. No obtuve información alguna. Si Gabby había aparecido alguna vez por allí, nadie iba a admitirlo.
Fui de bar en bar, desplazándome entre los sórdidos ámbitos de la gente nocturna. Cada uno era como el anterior, ideados por un mismo y retorcido decorador, de techos bajos y paredes de ladrillos, con murales pintados con esprays o cubiertos con bambúes falsos y maderas baratas. Eran oscuros y húmedos y olían a cerveza rancia, humo y sudor. En los mejores, los suelos estaban secos y los aseos limpios.
Algunos bares tenían plataformas levantadas sobre las que se retorcían las chicas que practicaban el striptease, cuyos dientes y tangas resplandecían entre las luces negras y sus rostros mostraban expresiones fijas y aburridas. Los hombres llevaban camisetas, lucían grandes ojeras de crápula, bebían cerveza en botellas y contemplaban a las bailarinas. Mujeres que se las daban de elegantes bebían vino barato o tomaban bebidas sin alcohol que disimulaban en vasos de whisky y se esforzaban por sonreír a los hombres que pasaban ante ellas, con la esperanza de atraerlos. Aunque trataran de mostrarse seductoras, la mayoría se veían cansadas.
Las que más tristeza inspiraban eran quienes se encontraban en los límites del ejercicio de su vida carnal, las que acababan de cruzar las líneas del comienzo o del fin. Había las dolorosamente jóvenes, algunas que aún conservaban los colores de la pubertad; otras habían acudido en busca de diversión y un ligue rápido, y las había que escapaban de algún infierno doméstico privado. Sus historias tenían un tema centraclass="underline" esforzarse a toda prisa por hacerse un rinconcito y llevar luego una vida respetable. Aventureras y fugitivas llegaban en autobús desde Ste. Thérése, Val d'Or, Valleyfield y Pointe du Lac. Venían con cabellos relucientes y rostros radiantes, confiando en su inmortalidad, seguras de su capacidad para dominar el futuro. El cannabis y la coca sólo eran una diversión. No los reconocían como los primeros peldaños de una escalera que conducía a la desesperación hasta que estaban demasiado metidas en ello para liberarse y sin otra opción que la caída.
Y luego estaban las que conseguían envejecer. Sólo las verdaderamente astutas y excepcionalmente fuertes lograban prosperar y escapar. Las enfermas y flojas morían. Las de cuerpos fuertes aunque voluntades débiles, resistían. Veían el futuro y lo aceptaban. Encontrarían la muerte en las calles porque no conocían otra cosa o porque amaban o temían a algún hombre lo bastante para venderse y comprarle su droga. O porque necesitaban alimentarse y un lugar donde dormir.
Recurrí a aquellas que entraban o salían de la hermandad. Evité a la generación decana, las endurecidas y las linces callejeras, aún capaces de dominar sus territorios tal como a su vez eran dominadas por sus chulos. Quizá la joven, ingenua y desafiante o la vieja, agotada y hastiada, serían más abiertas. Me equivocaba. Bar tras bar se alejaban de mí y mis preguntas se desvanecían en el aire enrarecido. Se imponía el código del silencio: no se permitía el acceso a desconocidos.
A las tres y cuarto ya estaba harta. Mis cabellos y mis ropas olían a tabaco y a porros y mis zapatos a cerveza. Había tomado bastante Sprite para inundar el Kalahari y tenía los ojos irritados, como llenos de arena. Dejé a la última fulana en el último bar y renuncié.