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Capítulo 19

El aire tenía la textura del rocío. Se había levantado neblina desde el río y las gotitas brillaban a la luz de las farolas. El frío y la humedad me aliviaron la piel. Un nudo de dolor entre el cuello y los omóplatos me hizo sospechar que llevaba muchas horas en tensión, contraída y dispuesta a salir disparada. Tal vez lo hubiera hecho. De ser así, la tensión sólo procedía en parte de mi búsqueda de Gabby. Abordar a las prostitutas se había convertido en una rutina así como su rechazo. Eludir a los buscones y a los que se desplazaban lentamente en sus coches se había constituido en respuesta refleja.

Lo que me agotaba era la batalla que se libraba en mi interior. Había pasado cuatro horas luchando contra un antiguo amante, un amante del que nunca había estado totalmente liberada. Durante toda la noche me había enfrentado a la tentación del resplandor dorado del whisky con hielo y de la ambarina cerveza tomada en las mismas botellas. Había olido a mi alcohólico enamorado y distinguido su luz en los ojos de aquellos que me rodeaban y había vuelto a amarlo. ¡Diablos, aún lo adoraba! Pero el hechizo sería destructor. Cualquier coqueteo trivial por mi parte, y me vería dominada y consumida. De modo que me alejé de allí con pasos lentos. Tenía que mantenerme lejos. Tras haber sido amantes no podíamos ser amigos. Aquella noche casi nos habíamos echado uno en brazos de otro.

Respiré a fondo. El aire era un combinado de lubricante de motores, cemento húmedo y levadura fermentada de la fábrica de cervezas Molson. Ste. Catherine estaba casi desierta. Un anciano con gorra de punto y parka se apoyaba contra la fachada de un almacén con un can escuálido a su lado. Otro perro rebuscaba entre las basuras del otro lado de la calle. Tal vez aquél fuese el tercer turno del Main. Desanimada y agotada me dirigí a St. Laurent. Lo había intentado: si Gabby se hallaba en dificultades aquella gente no me ayudaría a dar con su paradero, era un club tan cerrado como la Liga Juvenil.

Pasé junto al My Kinh. Un letrero en el escaparate anunciaba COCINA VIETNAMITA durante toda la noche. Miré por los mugrientos cristales con escaso interés y de pronto me detuve. Sentada en un reservado al fondo del local se encontraba la compañera de Poirette, cuyos cabellos aún formaban una pagoda de color albaricoque. La estuve observando unos momentos.

La mujer impregnó un rollito de huevo en salsa roja de cerezas, se lo llevó a la boca y lamió la punta. Al cabo de unos momentos examinó el rollito y arrancó el envoltorio con los dientes. Volvió a mojarlo y repetió la maniobra sin apresurarse. Me pregunté cuánto tiempo estaría dando vueltas al rollito.

No. Sí. Es demasiado tarde. ¡Diablos! ¡Un último intento! Empujé la puerta y entré.

– ¡Hola!

Se estremeció ante el sonido de mi voz. Al principio pareció sorprendida y luego, al reconocerme, aliviada.

– ¡Hola, chérie! ¿Aún anda por aquí? -dijo al tiempo que volvía a concentrarse en su comida.

– ¿Puedo sentarme con usted?

– Como guste. No se interfiere en mi terreno, querida, y no tengo ningún motivo de queja contra usted.

Me metí en el reservado. La mujer era más mayor de lo que había imaginado. Rondaba la cuarentena. Aunque la piel de su garganta y frente estaban tensas y no aparecían bolsas bajo sus ojos, a la violenta luz fluorescente distinguí las arruguitas que irradiaban de sus labios: la línea de la mandíbula también comenzaba a aflojarse.

El camarero me trajo un menú y encargué sopa tonquinesa. No tenía apetito pero deseaba un pretexto para quedarme.

– ¿Ha encontrado a su amiga, chérie?

Al coger la taza de café tintinearon sus pulseras de plástico. Distinguí unas cicatrices grises que le cruzaban la parte interior del codo.

– No.

Aguardamos a que un muchacho asiático de unos quince años sirviera agua y colocara un mantel de papel.

– Me llamo Tempe Brennan.

– Lo recuerdo. Acaso Jewel Tambeaux sea una gata vieja, pero no es ninguna mema -afirmó. Y lamió de nuevo el rollito.

– Yo, señorita Tambeuax…

– Llámame Jewel, pequeña.

– He pasado cuatro horas tratando de averiguar si una amiga está bien, sin que nadie haya admitido siquiera haber oído hablar de ella. Gabby hace años que viene por aquí y estoy segura de que todas saben de quién hablo.

– Tal vez sí, querida, pero no tienen idea de por qué andas preguntando.

Dejó el rollito y tomó café con un sonoro sorbido.

– Te di mi tarjeta. No he ocultado quién soy.

Me miró con dureza unos momentos. Despedía un olor a colonia barata, humo y cabellos sucios que impregnaba el pequeño recinto. El borde de su blusa estaba manchado de maquillaje.

– ¿Quién eres tú, «señorita con una tarjeta que dice Tempe Brennan»? ¿Estás excitada? ¿Sufres algún problema especial? ¿Guardas rencor hacia alguien?

Se expresaba con extraño acento. Mientras hablaba levantó una de sus largas y rojas uñas de la taza y me señaló subrayando cada posibilidad.

– ¿Parezco una amenaza para Gabby?

– Lo único que la gente sabe es que te has presentado con tu camiseta juvenil y tus sandalias de yupi y que andas haciendo muchas preguntas, esforzándote porque alguien se vaya de la lengua. No eres una gatita con las garras afiladas ni pareces tratar de causar problemas: la gente no sabe dónde colocarte.

El camarero trajo mi sopa y permanecimos en silencio mientras yo escurría fragmentos de lima y añadía pasta de pimiento rojo con una cucharilla china. Mientras comía observé a Jewel, que mordisqueaba su rollito. Decidí mostrarme humilde.

– Me parece que lo he llevado muy mal.

Fijó en mí sus ojos castaños. Se le había desprendido una pestaña postiza que se curvaba hacia arriba en su párpado como un miriápodo que tanteara el aire. Bajó los ojos, dejó los restos de su golosina y aproximó la taza de café frente a ella.

– Tienes razón -proseguí-. No debería haber arremetido contra la gente acribillándola a preguntas. Pero estoy muy preocupada por Gabby. He llamado a su apartamento, he pasado por allí, le he telefoneado a la escuela, y nadie parece saber dónde se encuentra. Es impropio de ella.

Probé una cucharada de sopa: sabía mejor de lo que había imaginado.

– ¿A qué se dedica tu amiga?

– Es antropóloga. Estudia a la gente, le interesa la vida que se lleva por aquí.

– El Segundo Advenimiento en el Main.

Rió su propia gracia y aguardó atentamente mi respuesta a la alusión hecha de Margaret Mead. Yo no hice comentario alguno, pero comencé a pensar que Jewel Tambeaux no era ninguna necia. Tenía la sensación de verme sometida a prueba.

– Tal vez no desee ser encontrada en estos momentos -añadió.

«Pueden abrir sus textos de examen.»

– Tal vez.

– Así pues, ¿cuál es el problema?

«Pueden coger sus lápices.»

– Parecía muy trastornada la última vez que la vi. Casi asustada.

– ¿Trastornada por qué, querida?

«Preparados.»

– Por un tipo que la seguía. Decía que era muy raro.

– Hay muchos tipos raros por aquí, chérie.

«De acuerdo, puede comenzar la clase.»

Le conté toda la historia. Mientras escuchaba removía los posos de su taza y observaba atentamente el oscuro líquido. Cuando hube concluido siguió mirando la taza como si grabara mi respuesta. Luego hizo señas para que le sirvieran otro. Aguardé a descubrir qué calificación había merecido.

– Ignoro su nombre, pero es muy probable que sepa de quién hablas. Un tipo flaco que recuerda a un gusano. De acuerdo que es extraño y debe de atormentarlo algo importante, pero no me parece peligroso. Dudo que tenga entendimiento para leer una etiqueta de ketchup.

Había superado la prueba.

– La mayoría lo evitamos.

– ¿Por qué?

– Sólo transmito lo que se dice por la calle, porque yo no trabajo con él. El tipo me pone la piel de gallina, como si me tocara una serpiente. -Hizo una mueca y se estremeció-. Dicen que tiene aficiones peculiares.

– ¿Peculiares?

Dejó la taza en la mesa y me miró pensativa.

– Paga por hacerlo pero no quiere follar.