Recogí pasta de la sopa y aguardé.
– Va con él una chica llamada Julie: todas las demás se niegan. Es más lista que una ardilla, pero ésa es otra historia. Me contó que cada vez repiten el mismo espectáculo: suben a la habitación, nuestro héroe lleva una bolsa de papel que contiene un camisón. Nada morboso, de esos de encaje. La mira mientras se lo pone y luego él le dice que se tienda en la cama. Hasta aquí no hay gran cosa, pero entonces acaricia el camisón con una mano y su polla con la otra, que se le levanta en seguida como una torre de perforación y se le dispara entre gruñidos y gemidos como si estuviera en otro mundo. Luego le hace quitarse el camisón, le da las gracias, le paga y se larga. Julie piensa que se gana fácilmente el dinero.
– ¿Por qué crees que es el tipo que molesta a mi amiga?
– En una ocasión en que guardaba el camisón de la abuelita en la bolsa Julie distinguió en ella la empuñadura de un cuchillo. Entonces le dijo: «Si quieres más guerra despréndete de esa arma, vaquero.» Él le respondió que era su símbolo de honradez o algo por el estilo, se siguió extendiendo en cuanto al cuchillo, su alma, el equilibrio ecológico e historias similares y la dejó muerta de miedo.
– ¿Y?
Nuevo encogimiento de hombros.
– ¿Ha vuelto a aparecer por aquí?
– Hace tiempo que no lo vemos, pero eso no significa gran cosa. Nunca se ha presentado con regularidad. Llega y se va.
– ¿Has hablado alguna vez con él?
– Todas hemos hablado con él, cariño. Cuando se presenta es un pelmazo, irritante y molesto imposible de quitarse de encima. Por eso te digo que es como un gusano.
– ¿Lo has visto alguna vez con Gabby? -le pregunté mientras me llenaba la boca de pasta.
– Buen intento, muchacha -repuso ella riendo y retrepándose en su asiento.
– ¿Dónde podría encontrarlo?
– ¿Qué diablos sé? Espera un tiempo y aparecerá por aquí.
– ¿Y qué hay de Julie?
– Ésta es una zona de libre comercio, chérie; la gente viene y se va. Yo no le sigo la pista a nadie.
– ¿La has visto últimamente?
Meditó unos momentos.
– No puedo asegurarlo.
Examiné la pasta que quedaba en el fondo del cuenco y luego observé a Jewel. Había abierto un poco la rendija, me había permitido echar una miradita. ¿Me atrevería a insistir? Aproveché la oportunidad.
– Es posible que ande por ahí un asesino en serie, Jewel. Un tipo que mata a las mujeres y las despedaza.
Su expresión siguió inalterable. Se limitó a mirarme como una gárgola pétrea. O no me había comprendido o su mente estaba embotada para pensar en violencia y dolor, incluso en muerte. O tal vez se había puesto una máscara, una fachada para ocultar un temor demasiado auténtico para expresarlo verbalmente. Sospeché que se trataba de esto último.
– ¿Se halla en peligro mi amiga, Jewel?
Cruzamos nuestras miradas.
– ¡Es una hembra, chérie!
Regresé a casa en coche, dejando vagar mis pensamientos y sin apenas prestar atención al trayecto. De Maisonneuve estaba desierto, los semáforos funcionaban ante una vivienda vacía. De pronto aparecieron unos faros por mi espejo retrovisor que se clavaron en mí.
Crucé Peel y me situé a la derecha para dar paso al vehículo. Las luces se movieron conmigo. Regresé al carril interior. El conductor me siguió y puso las luces largas.
– ¡Asno! -exclamé.
Aceleré. El coche siguió pegado a mi parachoques.
Sentí un ramalazo de temor. Tal vez no se tratara sólo de un borracho. Miré de reojo el retrovisor y traté de distinguir al conductor, pero sólo vislumbré una silueta. Parecía grande. ¿Sería un hombre? No podía asegurarlo. Las luces eran cegadoras; el coche, inidentificable.
Las manos me resbalaban en el volante, crucé Guy, giré a la izquierda una y otra vez alrededor de la manzana prescindiendo de las luces rojas, me metí a toda marcha en mi calle y a continuación en el garaje subterráneo del edificio.
Aguardé a que la puerta eléctrica se cerrara y funcionase el seguro con la llave preparada y los oídos alerta al sonido de pisadas. Nadie me seguía. Mientras cruzaba el vestíbulo de la planta baja miré a través de las cortinas. Un coche vagaba por la esquina, en el otro extremo de la calle, con las luces encendidas, y el conductor se recortaba como una negra sombra entre la oscuridad que precede al amanecer. ¿Se trataría del mismo coche? No podía estar segura de ello. ¿Lo habría despistado?
Veinte minutos después me encontraba tendida observando tras mi ventana la cortina de oscuridad que disipaba su negrura en el triste grisáceo del amanecer. Birdie ronroneaba en el hueco de mi rodilla. Estaba tan agotada que me quité las ropas y me desplomé en el lecho prescindiendo de los preliminares. Algo impropio en mí, pues suelo ser muy estricta con la limpieza de mi dentadura y mi maquillaje. Pero aquella noche no me importaron.
Capítulo 20
El viernes es el día de recogida de basura en mi manzana. Dormí sin que me molestara el sonido del camión recogedor, los empujones de Birdie ni tres llamadas telefónicas.
Me desperté a las diez y cuarto, aturdida y con jaqueca. Era evidente que ya no tenía veinticuatro años. Me vi obligada a reconocer que pasar la noche en blanco dejaba sentir sus efectos.
Mis cabellos, mi piel, incluso la almohada y las sábanas olían a humo viciado. Metí las sábanas y las ropas de la noche en la lavadora y luego me di una larga y espumosa ducha. Extendía mantequilla de cacahuete en un croissant duro cuando sonó el teléfono.
– ¿Temperance? -Era LaManche.
– Sí.
– He tratado de localizarla.
Miré el contestador. Había tres mensajes.
– Lo siento.
– Oui. ¿La veremos hoy? El señor Ryan ya ha llamado.
– Antes de una hora estaré ahí.
– Bon.
Pasé los tres mensajes. Un alumno preocupado; LaManche; alguien que había colgado. No estaba preparada para problemas estudiantiles, por lo que intenté hablar con Gabby. No obtuve respuesta. Marqué el número de Katy y me respondió su contestador.
– Deje un mensaje breve como éste -exclamó una voz animada.
Así lo hice, aunque no tan animada.
A los veinte minutos estaba en el laboratorio. Metí mi bolso en un cajón del escritorio, prescindí de las notas de color rosa diseminadas por la mesa y bajé inmediatamente al depósito.
Los cadáveres llegan primero al depósito y son ingresados y conservados en compartimientos refrigerados hasta que se les asigna un patólogo del LML. La jurisdicción está codificada por el color del suelo. El depósito da directamente a las salas de autopsia, y el suelo rojo de cada acceso del depósito se interrumpe bruscamente en el umbral de la sala de autopsias respectiva. El depósito está dirigido por un juez de instrucción, y el LML controla las operaciones. El suelo rojo corresponde al juez; el gris, al LML. Yo realizo mis exámenes iniciales en una de las cuatro salas de autopsias; a continuación los huesos se envían arriba, al laboratorio de histología, para su consiguiente limpieza.
LaManche efectuaba una incisión en forma de i griega en el pecho de una niña, los pequeños hombros apoyados en una almohada de caucho, las manos extendidas a los costados como si se dispusiera a formar un ángel en la nieve. Miré inquisitiva a LaManche.
– Secouée -se limitó a responderme. Conmocionada.
En el extremo opuesto de la sala, Nathalie Ayers trabajaba en otra autopsia mientras Lisa levantaba el esternón de un joven bajo cuya mata de cabellos pelirrojos le abultaban los ojos purpúreos e hinchados. Distinguí un agujerito negro en la sien derecha: suicidio. Nathalie era una nueva patóloga del LML y aún no se había enfrentado a ningún homicidio.
Daniel depositó el escalpelo que estaba afilando.
– ¿Necesita los huesos de Saint Lambert?
– S'il vous plaît. ¿En el número cuatro?
Asintió y desapareció en el depósito.
La autopsia del esqueleto me absorbió varias horas y confirmé mi impresión inicial de que los restos pertenecían a una mujer blanca de unos treinta años. Pese al escaso tejido blando que quedaba, los huesos se hallaban en buenas condiciones y conservaban algo de grasa. Llevaba muerta de dos a cinco años. Lo único extraño era un arco no soldado que aparecía en su quinta vértebra lumbar. Sin la cabeza sería difícil identificarla positivamente.