Выбрать главу

Pensé que tomaba demasiado café.

Al responder, el auricular aún seguía caliente en mi oído.

– Anoche te vi.

– ¡Gabby!

– ¡No vuelvas a hacerlo, Tempe!

– ¿Dónde estás, Gabby?

– Sólo lograrás empeorar las cosas.

– ¡Maldita sea, Gabby, no juegues conmigo! ¿Dónde estás? ¿Qué sucede?

– Eso no importa. Ahora no puedo verte.

No podía creer que volviera a hacerme aquello. Sentía crecer la ira en mi pecho.

– ¡Mantente al margen, Tempe! ¡Aléjate de mí! ¡Aléjate de mi…!

La egocéntrica rudeza de Gabby encendió mi ira contenida. Espoleada por la arrogancia de Claudel, la crueldad de un asesino psicópata y la locura juvenil de Katy, estallé con la furia de un relámpago y la cargué sobre Gabby abrasándola.

– ¡Quién diablos te crees que eres! -resoplé por el teléfono con voz quebrada.

Apreté el aparato con tanta energía como para romper el plástico y proseguí:

– ¡Puedes irte al diablo! ¡Te dejaré tranquila, de acuerdo! ¡No sé a qué extraños juegos te dedicas, Gabby, ni quiero saberlo! ¡Juego, partido, encuentro concluido! No quiero saber nada de tu esquizofrenia ni de tus paranoias. Y te repito que no seguiré tu juego haciendo el papel de vengador y tú de damisela en apuros.

Todas mis neuronas estaban sobrecargadas como un electrodoméstico de ciento diez en un enchufe de doscientos veinte. Jadeaba y sentía escocer las lágrimas en mis ojos. El genio de Tempe.

Gabby había colgado.

Me senté unos momentos inmóvil, sin pensar. Me sentía mareada.

Lentamente colgué el aparato. Cerré los ojos, busqué entre la selección musical y escogí una pieza, algo que me distendiera, y en voz baja y ronca tarareé la tonada.

Capítulo 21

A las seis de la mañana una lluvia pertinaz tamborileaba contra mis ventanas. De vez en cuando un coche pasaba ronroneante en temprano desplazamiento. Por tercera vez desde hacía muchos días vi despuntar el alba, un acontecimiento que acojo con tanto entusiasmo como Joe Montana un bombardeo aéreo sin cuartel. Aunque poco aficionada a las siestas, tampoco soy madrugadora. Sin embargo, aquella semana ya había visto salir el sol en dos ocasiones, ambas veces cuando lograba conciliar el sueño; aquel día mientras me removía y giraba sin sentirme soñolienta ni descansada después de pasar once horas en el lecho.

De regreso a casa tras la llamada de Gabby, había ido a tomar un bocado. Pollo frío grasiento, puré de patatas rehidratadas con grasa sintética, mazorcas blancas y pastel de manzana pringoso. Merci, coronel. A continuación tomé un baño caliente y efectué un prolongado reconocimiento de la herida de mi mejilla. La microcirugía no serviría de nada. Parecía como si me hubieran arrastrado. Hacia las siete conecté con los juegos de la Expo y me quedé dormida de partido en partido.

Encendí mi ordenador, a las seis de la mañana -o de la tarde- estaba a punto y dispuesto para actuar. Había transmitido un mensaje electrónico a Katy por MacGill a mi servicio de correo en la universidad de Charlotte, al que ella podía acceder con su ordenador portátil y su módem y contestar directamente desde su habitación. ¡Bravo, viajemos por Internet!

El cursor de la pantalla destelló ante mí insistiendo en que no había nada en el documento por mí creado. Como así era, en efecto. En la hoja de cálculo por mí elaborada sólo figuraban tres titulares de columnas, pero carentes de contenido. ¿Cuándo lo había comenzado? El día del desfile. Hacía tan sólo una semana, pero parecían años. Aquélla era la decimotercera jornada: cuatro semanas desde que se había descubierto el cadáver de Isabelle Gagnon; una desde que habían asesinado a Margaret Adkins.

¿Qué habíamos conseguido desde entonces salvo descubrir otro cadáver? Un puesto de vigilancia en el apartamento de la rue Berger confirmó que su ocupante no había regresado. Nada sorprendente. La redada había sido inoperante. Seguíamos sin ninguna pista sobre la identidad de «Saint Jacques» y no habíamos identificado el último cadáver. Claudel aún no reconocía que los casos estaban relacionados, y Ryan consideraba que me tomaba demasiadas iniciativas. ¡Vaya día!

Me concentré de nuevo en la hoja de cálculo. Amplié los titulares de las columnas. Características físicas; geografía; disposición de las viviendas; trabajos; amigos; miembros familiares; fechas de nacimiento; fechas de defunción; fechas de descubrimiento; tiempos; lugares. Introduje todo cuanto imaginé que podía demostrar una vinculación. En el extremo izquierdo inscribí cuatro nuevos titulares: Adkins, Gagnon, Trottier e «Inconnue». Sustituiría la designación de «desconocida» cuando vinculásemos un nombre a los huesos de St. Lambert. A las siete y media cerré el archivo, recogí el ordenador portátil y me dispuse a ir a trabajar.

Puesto que el tráfico estaba atestado atajé por el túnel Ville Marie. Aunque era plena mañana, nubes oscuras y densas envolvían la ciudad en sombría penumbra. Las calles estaban cubiertas de un brillo húmedo que reflejaba las luces de los frenos en aquella hora punta matinal.

Mis limpiaparabrisas repetían un monótono estribillo apartando el agua en dos zonas a modo de abanico. Me adelanté en el asiento y balanceé la cabeza como una tortuga paralítica en busca de un fragmento de cristal visible entre las rayas. Me dije que ya era hora de cambiar los limpiaparabrisas, a sabiendas de que no lo haría. Tardé más de media hora en llegar al laboratorio.

Me proponía ir directamente a los archivos, extraer todos los detalles e introducirlos en la hoja de cálculo, pero me encontré con dos encargos en la mesa. Habían hallado a un bebé en un parque municipal, encajonado entre las rocas del cauce de un arroyo. Según la nota de LaManche, los tejidos se habían disecado y los órganos internos eran irreconocibles pero, por lo demás, el cadáver estaba bien conservado. Deseaba mi opinión sobre la edad de la criatura. Aquello no me costaría mucho.

Examiné el informe policial unido a otro impreso. «Ossements trouvés dans un bois.» Huesos encontrados en un bosque. Mis casos más corrientes. Podía significar desde un asesinato múltiple a hachazos, hasta un gato muerto.

Llamé a Denis y le pedí radiografías del pequeño; luego bajé a inspeccionar los hallazgos. Lisa trajo una caja de cartón del depósito y la colocó sobre la mesa.

– C'est tout?

– C'est tout. -Allí estaba todo.

Me tendió los guantes y retiré tres terrones de arcilla endurecida del interior de la caja, de cada uno de los cuales sobresalían los huesos. Golpeé la materia, pero estaba dura como cemento.

– Que saquen fotos y radiografías. Luego póngalos en una criba y déjelos en remojo utilizando divisiones para mantener los fragmentos separados. Regresaré en cuanto concluya la reunión.

Los cuatro patólogos restantes del LML se reunían cada mañana con LaManche para revisar casos y recibir encargos de autopsias. Cuando estoy allí, también asisto. Al entrar en el despacho de LaManche vi que éste, Nathalie Ayers, Jean Pelletier y Marc Bergeron ya estaban sentados alrededor de la mesa de conferencias. Según el tablero de actividad del pasillo advertí que Marcel Morin se hallaba en los tribunales y que Emily Santangelo disfrutaba de permiso.

Todos se movieron para dejarme espacio y añadieron una silla al círculo. Intercambiamos Bonjour y Comment ça va?

– ¿Qué hace aquí en miércoles, Marc? -le pregunté.

– Mañana es festivo.

Lo había olvidado por completo: era el día nacional de Canadá.

– ¿Irá al desfile? -preguntó Pelletier con rostro inexpresivo.

Se expresaba hasta tal punto con los matices del interior del país que resultaba casi ininteligible para mí. Me había pasado meses sin comprenderlo en absoluto, por lo que me había perdido sus irónicos comentarios. En aquellos momentos, después de cuatro años, entendía casi todo cuanto decía. Aquella mañana no tenía dificultad alguna en captar la intención de sus palabras.

– Creo que éste me lo perderé.

– Podría hacerse pintar el rostro en una caseta. Sería más fácil.

Risitas generales.

– O tal vez hacerse tatuar: es menos doloroso.

– Muy divertido.

Fingía inocencia con las cejas enarcadas, los hombros levantados y mostrando las palmas. Se recostó en el asiento, asió el último fragmento de un cigarrillo sin filtro entre los amarillentos dedos y dio una profunda calada. Al parecer jamás había salido de la provincia de Quebec. Tenía sesenta y cuatro años.