Había sido una buena iniciativa.
– Con mutilación resultó la lista más extensa. -Aguardó a que yo pasara a la segunda página-. Ésa fue peor que descuartizamiento. Entonces traté de combinarlo con la palabra «posmórtem» como limitador para escoger los casos en que el… -volvió las palmas en el aire e hizo un movimiento con los dedos como si rascara, cual si tratara de captar la palabra del aire- el hecho tuviera lugar después de la muerte. -La miré esperanzada-. Sólo apareció un tipo al que le habían cortado el miembro.
– El ordenador lo interpretó de modo literal -acoté.
– ¿Cómo?
– No importa.
Otra broma que pasaba desapercibida.
– Luego probé «mutilación» en combinación con el limitador «posmórtem» y…
Recogió de la mesa el último impreso y me lo tendió.
– ¡Bango! ¿Es eso lo que ustedes dicen?
– Bingo.
– Pues ¡bingo! Creo que esto puede ser lo que usted desea. Cabe prescindir de algunos casos especiales, como los drogadictos que utilizaban ácido. -Señaló varias líneas que estaban tachadas-. Éstos no creo que le interesen.
Asentí con aire ausente, por completo absorta en la página tres donde aparecían relacionados doce casos de los que ella había tachado tres.
– Pero quizás haya otros que sí le interesen.
Apenas la escuchaba. Había hojeado la lista y me había detenido en el sexto nombre. Un cosquilleo de inquietud me recorrió el cuerpo, y deseé regresar a mi despacho.
– Lucie, esto es estupendo -le dije-. Es mucho mejor de lo que esperaba.
– ¿Le servirá de algo?
– Sí, sí, creo que sí -respondí tratando de parecer despreocupada.
– ¿Quiere que busque todos estos casos?
– No, gracias. Déjeme examinarlo y luego consultaré los expedientes completos.
En mi fuero interno deseé estar equivocada.
– Bien sûr.
Se quitó las gafas y comenzó a limpiar los cristales con el borde de su suéter. Sin ellas parecía incompleta, se veía rara, como John Denver cuando se puso lentillas de contacto.
– Me gustaría saber qué sucede -dijo una vez que se hubo colocado los rosados rectángulos en el puente de la nariz.
– Desde luego. Ya le informaré si descubro algo.
Mientras me marchaba oí deslizarse por el suelo las ruedas de su silla.
Ya en mi despacho dejé los impresos en mi mesa y examiné la lista. Atrajo mi atención un nombre: Francine Morisette-Champoux. La había olvidado por completo. Me dije que debía tranquilizarme y no precipitarme a extraer conclusiones.
Me esforcé por revisar los restantes nombres. Allí se encontraban Gagne y Valencia, un par de traficantes de drogas con un pésimo sentido del negocio. También figuraba Chantale Trottier. Reconocí el nombre de una estudiante hondureña venida en intercambio cuyo marido le había disparado en el rostro con el cañón de la escopeta y luego la había trasladado de Ohio a Quebec, le había cortado las manos y arrojado su cadáver decapitado en un parque provincial. Como gesto de despedida, había tallado sus propias iniciales en los senos de la mujer. Los cuatro casos restantes me resultaban desconocidos. Eran anteriores a 1990, época en que yo aún no había llegado allí. Acudí a los archivos centrales y los extraje junto con el expediente de Morisette-Champoux.
Agrupé los archivos según la numeración asignada por el LML de modo que siguieran un orden cronológico, con objeto de inspeccionarlos de modo sistemático. Pero prescindí al punto de aquella decisión para examinar inmediatamente el caso de Morisette-Champoux, cuyo contenido exacerbó mi curiosidad.
Capítulo 22
En enero de 1993 Francine Morisette-Champoux fue asesinada por arma de fuego tras ser golpeada brutalmente. Un vecino la había visto pasear a su perrito de aguas alrededor de las diez de la mañana, y apenas dos horas después su marido descubrió su cadáver en la cocina de su hogar. El perro estaba en el salón. La cabeza de la víctima jamás apareció.
Yo recordaba el caso, aunque no estuve implicada en la investigación. Aquel invierno iba y venía del laboratorio, viajaba al norte una semana de cada seis. Pete y yo estábamos en constante desacuerdo, por lo que accedí a pasar todo el verano del 93 en Quebec, confiando en que los tres meses de separación rejuvenecerían el matrimonio. Perfecto. La brutalidad del ataque sufrido por Morisette-Champoux me impactó terriblemente y aún me sentía conmocionada. Las fotos del escenario del crimen me devolvieron aquel recuerdo.
Yacía bajo una mesita de madera, brazos y piernas extendidas, las bragas blancas de algodón tensas entre las rodillas. La rodeaba un enorme charco de sangre en cuyo perímetro se apreciaba el geométrico dibujo del linóleo. Oscuras manchas se extendían por las paredes y por las partes delanteras del mostrador. Desde la cámara, las patas de una silla invertida parecían señalarla: ahí estás.
Su cuerpo destacaba fantasmal contra el entorno carmesí. Una tenue línea de lápiz cruzaba su abdomen, como una sonrisa de felicidad por encima del pubis. Desde aquel punto hasta la clavícula había sido destripada y sus entrañas asomaban por la abertura. La empuñadura de un cuchillo de cocina apenas era visible en el vértice del triángulo formado por sus piernas. A metro y medio de ella, entre un taburete y el fregadero se encontraba su mano diestra. Tenía cuarenta y siete años.
– ¡Jesús! -exclamé con voz queda.
Estaba hojeando el informe de la autopsia, cuando Charbonneau apareció en la puerta. Me pareció que su talante no era muy propicio. Tenía los ojos inyectados en sangre y no se molestó en saludarme. Entró sin pedir permiso y se sentó frente a mí, al otro lado del escritorio.
Mientras lo observaba tuve una momentánea sensación de derrota. Sus torpes pasos, sus movimientos desmadejados y más concretamente su corpulencia, despertaron en mí algo que creía haber desechado. O que ya se había alejado de mí.
Por un momento me pareció ver a Pete sentado allí delante, y mi mente retrocedió en el tiempo. Su cuerpo había sido embriagador para mí. Nunca supe si se debía a sus proporciones o a sus movimientos relajados. Tal vez fuera la fascinación que él sentía por mí. Aquello había parecido auténtico. Nunca me saciaba de él. Había tenido fantasías sexuales, extraordinarias, pero desde el momento en que lo vi entre la lluvia ante la librería jurídica siempre lo había asociado con ellas. Pensé que en aquel mismo instante podría imaginar una de ellas. «¡Jesús, Brennan! ¡Contrólate!» Volví bruscamente a la realidad.
Aguardé a que comenzara Charbonneau, que tenía la mirada baja, fija en sus manos.
– Mi compañero acaso sea un hijo de perra pero no es mal tipo -me dijo en inglés.
No respondí. Advertí que sus pantalones tenían los dobladillos cosidos a mano y me pregunté si los habría acortado él mismo.
– Sólo es… algo testarudo. No le gustan los cambios.
– Sí.
No me miraba a los ojos: se sentía incómodo.
– ¿Y bien? -lo estimulé.
Se recostó en la silla y se repasó una uña para evitar aún el contacto visual. Desde un aparato de radio, Roch Voísine cantaba una dulce canción sobre Héléne.
– Dice que va a presentar una queja.
Dejó caer las manos y desvió la mirada hacia la ventana.
– ¿Una queja?
Trataba de mostrarme indiferente.
– Ante el ministro, el director y LaManche. Incluso está considerando el colegio profesional.
– ¿Y qué es lo que le molesta al señor Claudel?
Me esforzaba por mantener la calma.
– Dice que usted se excede en sus atribuciones, que se interfiere en asuntos que no son de su incumbencia y en la investigación que él lleva a cabo.
La brillante luz del sol le hizo entornar los ojos.
Sentí una opresión en el estómago y una oleada de calor.
– Prosiga, por favor -insistí inexpresiva.
– Piensa que usted está… -trataba de encontrar la palabra adecuada, sin duda con el fin de sustituirla por la que Claudel había utilizado realmente-… extralimitándose.
– ¿Y qué significa eso con exactitud?
El hombre seguía sin mirarme.
– Dice que trata de dar al caso Gagnon mayor resonancia de la que tiene, que busca toda clase de complicaciones que en realidad no existen y que intenta convertir un simple asesinato en una extravagancia psicótica al estilo estadounidense.