Concluí mi bocadillo y acudí a los archivos centrales a consultar el expediente. Tan sólo contenía tres elementos: un informe policial del incidente, una página con los comentarios del patólogo y un sobre con fotografías. Ojeé las fotos, leí los informes y a continuación fui en busca de Pelletier.
– ¿Tiene un momento? -le dije.
El hombre estaba inclinado en el microscopio. Se volvió con las gafas en una mano y el bolígrafo en la otra.
– ¡Pase, pase! -me invitó mientras se colocaba las gafas.
Mi despacho tenía ventana; el suyo disfrutaba de espacio. Se adelantó hacia mí y me señaló una de las dos sillas situadas frente a una mesita baja que estaba ante su escritorio. Sacó un paquete de DuMauriers de un bolsillo de su bata y me lo ofreció. Negué con la cabeza. Habíamos repetido aquel ritual miles de veces. Aunque sabía que yo no fumaba, él siempre me ofrecía. Al igual que Claudel, Pelletier tenía costumbres muy arraigadas.
– ¿En qué puedo servirla? -dijo al tiempo que encendía su cigarrillo.
– Siento curiosidad por un caso que llevó usted. Se remonta a 1990.
– ¡Ah, mon Dieu!, ¿cómo recordar algo tan antiguo? A veces incluso me olvido de mi dirección. -Se inclinó hacia mí y, cubriéndose la boca, me dijo con tono de complicidad-: La anoto en las cajas de cerillas, por si acaso.
Nos echamos a reír.
– Creo que usted recuerda todo cuanto le interesa, doctor Pelletier.
Se encogió de hombros y movió la cabeza con aire inocente.
– De todos modos, le he traído el archivo.
Lo abrí y busqué la página en cuestión.
– El informe policial dice que los restos se encontraron en una bolsa deportiva detrás de la estación de autobús Voyageur. Un borracho la abrió pensando que podría descubrir al propietario.
– Cierto -dijo Pelletier-. Los borrachos honrados son tan corrientes que deberían formar una organización fraterna.
– De todos modos, no le agradó el olor. Dijo… -Paseé rápidamente la mirada por el informe hasta encontrar la frase exacta- «…la bolsa desprendía un olor satánico que impregnaba mi alma». Fin de la cita.
– Un poeta: me gusta -respondió Pelletier-. Me pregunto que opinaría de mis calzoncillos.
Pasé por alto su comentario y seguí leyendo:
– «Llevó la bolsa a un conserje, que avisó a la policía. Encontraron un conjunto de partes de un cuerpo envueltas en una especie de mantel.»
– ¡Ah, oui, lo recuerdo! -dijo. Y me señaló con un dedo amarillento-. Horrible, espantoso.
Su aspecto reflejaba tales palabras.
– Doctor Pelletier…
– Se trata del caso del mono terminal.
– Entonces no me he equivocado al leer su informe.
Enarcó las cejas con aire inquisitivo.
– ¿Era realmente un mono? -pregunté.
Asintió con gravedad.
– Un capuchino.
– ¿Por qué lo trajeron aquí?
– Estaba muerto.
– Sí. -Eran unos humoristas-. ¿Pero por qué imputarlo al juez de instrucción?
La expresión de mi rostro debía suscitar una respuesta directa.
– Lo que se encontraba allí adentro era pequeño y alguien lo había despellejado y despedazado. Podía haber sido cualquier cosa ¡diablos! Los policías pensaron que acaso se tratara de un feto o de un neonato y nos lo enviaron a nosotros.
– ¿Había algo extraño en el caso?
No sabía a ciencia cierta qué esperaba.
– No. Sólo se trataba de un mono despedazado -replicó curvando despectivo las comisuras de la boca.
– Cierto.
Había sido una pregunta necia.
– ¿Le sorprendió algo acerca de cómo estaba descuartizado el animal?
– Realmente no. Todos estos casos son iguales.
No llegaríamos a ninguna parte.
– ¿Llegaron a descubrir a quién pertenecía?
– Sí, apareció una nota en el periódico y llamó un tipo de la universidad.
– ¿De la UQAM?
– Sí, creo que sí. Un biólogo, zoólogo o algo por el estilo. Era anglófono. ¡Ah, aguarde!
Sacó un cajón de su escritorio, volcó su contenido, extrajo un montón de tarjetas de visita sujetas con una cinta elástica que retiró y, tras hojearlas, me entregó una de ellas.
– Aquí está. Lo conocí cuando se presentó a identificar al cadáver.
En la tarjeta se leía: Parker T. Bailey, doctor en medicina, profesor de Biología de la Universidad de Quebec en Montreal. Facilitaba una dirección de correo electrónico y números de fax y teléfono junto a una dirección.
– ¿De qué trataba el asunto? -me interesé.
– El caballero tenía monos en la universidad para sus investigaciones. Un día llegó y descubrió que había desaparecido uno de ellos.
– ¿Robado?
– Robado, liberado, escapado… ¿quién sabe? El primate estaba ausente sin permiso.
– ¿De modo que se enteró de lo sucedido por los periódicos y se presentó aquí?
– C'est ça.
– ¿Qué fue de él?
– ¿Del mono?
Asentí.
– Se lo entregamos a… -Señaló la tarjeta.
– Al doctor Bailey -concluí.
– Oui. No había parientes próximos, por lo menos en Quebec.
El hombre se mostraba impasible.
– Comprendo.
Volví a examinar la tarjeta. Aunque mi hemisferio cerebral izquierdo me señalaba que aquello no significaba nada me encontré diciendo:
– ¿Puedo quedarme con la tarjeta?
– Desde luego.
– Otra cosa. -Yo misma me tendí la trampa-. ¿Por qué lo llaman el caso del mono terminal?
– Porque lo era -respondió sorprendido.
– ¿Era qué?
– El mono: un caso terminal.
– Sí, comprendo.
– Y también fue allí donde lo encontraron.
– ¿Dónde?
– En la terminal, la terminal del autobús.
Algunas cosas se traducen perfectamente. Por desdicha.
Durante el resto de la tarde extraje detalles de los cuatro archivos principales y los introduje en la hoja de cálculo que había creado. Color de cabellos; ojos; piel; altura; religión, nombres; fechas; lugares; signos de Zodíaco. Todo y nada. Me sumergí en ello obstinadamente con el propósito de buscar más tarde los vínculos. O quizá creía que las pautas se formarían por sí solas y los fragmentos de información interrelacionados se vincularían entre sí como neuropéptidos a sedes receptoras. O quizá sólo necesitaba una tarea maquinal en la que ocupar mi mente, un crucigrama mental para hacerme la ilusión de que progresaba.
A las cuatro y cuarto traté de nuevo de comunicarme con Ryan. Aunque no se encontraba en su despacho, la telefonista creía haberlo visto y emprendió su búsqueda a regañadientes. Mientras aguardaba reparé de nuevo en el expediente del mono. Algo irritada dejé caer las fotos. Había dos juegos, uno de Polaroids; el otro, de transparencias en color de cinco por siete. La telefonista llamó para indicarme que Ryan no se encontraba en ninguno de los despachos donde lo había buscado. Sí, suspiró, lo intentaría en la cafetería.
Ojeé las Polaroids. Era evidente que las habían tomado cuando los restos llegaron al depósito. En ellas aparecía una bolsa deportiva de color púrpura y negro, cerrada y abierta, y la última mostraba un bulto en su interior. En las siguientes se veía el bulto sobre una mesa de autopsias, antes y después de ser destapado.
Las seis fotos restantes captaban las partes del cuerpo. La escala que aparecía en la tarjeta de identificación confirmaba que el sujeto era realmente diminuto, más pequeño que un feto cumplido o un recién nacido. La putrefacción había progresado bastante. La carne comenzaba a ennegrecerse y estaba manchada de algo que parecía tapioca rancia. Creí poder identificar la cabeza, el torso y las extremidades. Aparte de ello, no logré distinguir nada. Las fotos se habían tomado desde demasiado lejos y los detalles eran pésimos. Hice girar unas cuantas en busca de mejor ángulo, pero era imposible descubrir gran cosa.
La telefonista llamó de nuevo con acento decidido: Ryan no estaba en el edificio, tendría que probar al día siguiente. Le transmití otro mensaje y colgué sin darle la oportunidad de darme la respuesta prevista.
Los primeros planos de las transparencias se habían tomado tras la limpieza, y los detalles que habían escapado a la Polaroid se reflejaban claramente en ellas. El pequeño cadáver había sido desollado y desarticulado. El fotógrafo, probablemente Denis, había dispuesto los fragmentos en orden anatómico y luego los había fotografiado cuidadosamente, uno tras otro.