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Mientras revisaba con atención el reportaje advertí que los trozos descuartizados recordaban vagamente a un conejo a punto de ser guisado. Salvo en una cosa. La quinta foto mostraba un bracito que concluía en cuatro dedos perfectos y el pulgar curvado en una palma delicada.

Las dos últimas se centraban en la cabeza. Sin la cobertura externa de la piel y el cabello parecía primitiva, como de un embrión separado del cordón umbilical, desnudo y vulnerable. El cráneo tenía el tamaño de una naranja. Aunque el rostro era inexpresivo y los rasgos antropoides, no había que ser una Jane Goodall para comprender que no se trataba de un primate humano. La boca presentaba plena dentición, incluidos los molares. Conté tres premolares en cada cuadrante. El mono terminal procedía de Sudamérica.

Mientras devolvía las fotos al sobre me dije que era uno de tantos casos de animales. Nos los traían de vez en cuando por creer que se trataban de restos humanos. Garras de osos desollados y abandonados por los cazadores; cerdos y cabras sacrificadas para alimentación cuyas partes no deseadas se desechaban en una cuneta; perros y gatos maltratados y arrojados al río. La crueldad del animal humano me pasmaba constantemente. No conseguía acostumbrarme a ella.

¿Por qué, pues, me llamaba la atención aquel caso? Otro examen de las fotos me confirmó que el mono había sido descuartizado. ¿Y qué? Aquello carecía de importancia: lo mismo sucedía con la mayoría de los cadáveres de animales que encontrábamos. Algún sádico que probablemente se divertía atormentando y matando. Tal vez se tratase de un estudiante suspendido en los exámenes.

Al llegar a la quinta foto me detuve y fijé los ojos en la imagen. Una vez más se me agarrotaron los músculos del estómago. Sin apartar la mirada de ella, cogí el teléfono.

Capítulo 23

Nada más vacío que un edificio destinado a aulas cuando acaban las clases. Es como imaginar un escenario tras el estallido de una bomba de neutrones. Las luces están encendidas, las fuentes vierten agua al ser accionadas, los timbres de aviso suenan en los momentos previstos, las terminales de los ordenadores destellan luces fantasmales, la gente está ausente: nadie apaga su sed, corre hacia clase ni pulsa un teclado. Reina el silencio de las catacumbas.

Me senté en una silla plegable ante el despacho de Parker Bailey en la UQAM, la Universidad de Quebec en Montreal. Al salir del laboratorio había ido al gimnasio, comprado comestibles en Provigo y comido un plato preparado de vermicelli y salsa de almejas. No estuvo mal para algo rápido e improvisado. Incluso Birdie quedó impresionado. En aquellos momentos me sentía arder de impaciencia.

Decir que el departamento de biología estaba en silencio sería como manifestar que el quark es pequeño. Todas las puertas se hallaban cerradas a uno y otro lado del pasillo. Había consultado dos veces los tableros informativos, leído los folletos de graduación de la escuela, los anuncios, las ofertas para realizar trabajos de procesado o clases particulares y las noticias que anunciaban a los oradores invitados. Dos veces.

Consulté mi reloj por enésima vez: eran las nueve y doce de la noche. ¡Maldición! Ya debería haberse presentado. Su clase concluía a las nueve. Por lo menos eso me había dicho la secretaria. Me levanté y paseé arriba y abajo. Los que esperan deben pasear… Las nueve y catorce. ¡Maldición!

A las nueve y media renuncié. Cuando me colgaba el bolso en el hombro oí abrirse una puerta lejos de mi alcance visual. Al cabo de unos momentos apareció un hombre doblando una esquina a toda prisa con un montón enorme de manuales de laboratorio que protegía con sus brazos para evitar que se le cayeran. Su rebeca parecía proceder de Irlanda, de la época anterior a la hambruna sufrida por las patatas. Calculé que sería cuarentón.

Al verme se detuvo bruscamente, aunque sin reflejar ninguna expresión. Me disponía a presentarme cuando resbaló un bloc de notas del montón que transportaba, y ambos nos apresuramos a recogerlo. Pero el intento lo obligó a efectuar un falso movimiento, y la mayor parte de los libros se desperdigaron asimismo por el suelo como confetis en Nochevieja. Los recogimos y amontonamos de nuevo y él abrió la puerta de su despacho y los descargó sobre la mesa.

– Lo siento -dijo con intenso acento francés-. Yo…

– No tiene importancia -repuse en inglés-. He debido de sobresaltarlo.

– Sí… No… Tendría que haber hecho dos viajes. Esto sucede con frecuencia.

Se expresaba en un inglés que no era americano.

– ¿Manuales de laboratorio?

– Sí. Acabo de dar una clase de metodología etológica.

Estaba matizado con todos los tonos de una puesta de sol en Outer Banks. Cutis sonrosado, mejillas de color frambuesa y cabellos como vainilla. El bigote y las pestañas eran ambarinos. Parecía de los que se queman en lugar de broncearse.

– Suena interesante.

– Ojalá que a ellos se lo pareciera así. ¿En qué…?

– Soy Tempe Brennan -me presenté y le entregué una tarjeta que llevaba en el bolso-. Su secretaria me dijo que podría encontrarlo ahora.

Mientras él examinaba la tarjeta le expliqué el motivo de mi visita.

– Sí, lo recuerdo. Me supo muy mal perder al animal. En aquellos momentos me trajo mala suerte.

De pronto exclamó:

– ¿Quiere usted sentarse?

Y sin aguardar respuesta comenzó a retirar objetos de una silla de vinilo verde y a amontonarlos en el suelo del despacho. Yo eché una rápida mirada a mi alrededor. Comparado con aquel reducido recinto, el espacio de que yo disponía parecía el estadio de los Yankee.

Hasta el espacio de las paredes donde no aparecían estanterías estaba cubierto de reproducciones de animales: picones, pintadas, titís, jabalíes e incluso un oso hormiguero. No se había descuidado ningún nivel de la jerarquía de Linneo. Me recordaba el despacho de un empresario que exhibiera celebridades como trofeos, con la diferencia de que las fotos del profesor no estaban firmadas.

Nos sentamos, él tras su escritorio con los pies apoyados en un cajón abierto, y yo en la silla de visitante recién despejada.

– Sí, realmente me trajo mala suerte -repitió. Y de pronto mudó de tópico-. ¿Es usted antropóloga?

– Hum. Sí.

– ¿Trabaja mucho con primates?

– No. Anteriormente, sí, pero ahora ya no. Pertenezco a la facultad de Antropología de la Universidad de Carolina del Norte en Charlotte. De vez en cuando doy algún curso sobre biología o comportamiento de primates, pero en realidad apenas me dedico ya a ello. Estoy demasiado ocupada con la investigación y especialización forenses.

– Claro. -Agitó la tarjeta-. ¿Qué hacía relacionado con primates?

Me pregunté quién interrogaba a quién.

– Estaba interesada en la osteoporosis, en especial la interacción entre el comportamiento social y el proceso de la enfermedad. Trabajábamos con modelos animales, principalmente rhesus. Manipulábamos los grupos sociales, creábamos situaciones de estrés y luego controlábamos la pérdida ósea.

– ¿Ha trabajado en la naturaleza?

– Sólo en colonias isleñas.

– ¿Por ejemplo?

Enarcó las cejas ambarinas con interés.

– En Cayo Santiago, de Puerto Rico. Durante varios años di clases en una escuela de campo de la isla Morgan, frente a las costas de Carolina del Sur.

– ¿Monos rhesus?

– Sí. ¿Podría explicarme algo acerca del mono que desapareció de sus instalaciones, doctor Bailey?

Hizo caso omiso de mi brusca transición.

– ¿Cómo ha pasado de los huesos de los monos a los cadáveres?

– Biología esquelética. Es lo esencial en ambos.

– Sí, cierto.

– ¿Qué me dice del mono?

– El mono. No puedo decirle gran cosa.

Frotó una Nike contra la otra y luego se inclinó y hojeó unos papeles.

– Una mañana, cuando llegué, me encontré la jaula vacía. Pensamos que quizás alguien habría olvidado pasar el pestillo y que Alma, tal era su nombre, habría salido. Como sabe, suelen hacerlo. Era más lista que el hambre y tenía una habilidad manual extraordinaria y unas manos sorprendentemente pequeñas. Buscamos por el edificio, avisamos a seguridad del campus, registramos hasta el último rincón, pero no logramos encontrarla. Luego vi el artículo que aparecía en el periódico. Ya conoce el resto.