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Me llevé la comida a casa y me la comí con Birdie y los Montreal Expos. El gatito dormía; enroscado en mi regazo ronroneaba quedamente. Perdieron frente a los Cubs por dos carreras. En ningún momento mencionaron el crimen, algo por lo que me sentí reconocida.

Tomé un baño caliente y prolongado y a las diez y media me desplomé en el lecho. A solas entre la oscuridad y el silencio ya no pude contener mis pensamientos, que como células enloquecidas crecieron y se intensificaron hasta instalarse finalmente en mi conciencia, insistiendo en ser reconocidos. Se trataba de otro homicidio, otra joven que había llegado al depósito despedazada. La rememoré con vividos detalles, recordé los sentimientos que había experimentado mientras trabajaba en sus huesos. Se llamaba Chántale Trottier y tenía dieciséis años. Había sido estrangulada, golpeada, decapitada y descuartizada. Hacía menos de un año que había llegado desnuda y metida en bolsas de basura de plástico.

Me disponía a concluir la jornada, pero mi mente se negaba a desconectar. Yací en el lecho mientras se formaban las montañas y las placas continentales se desplazaban. Por fin me quedé dormida. Una frase martilleaba mi cerebro y me obsesionaría todo el fin de semana: crímenes en serie.

Capítulo 3

Gabby me llamaba por el altavoz. Yo llevaba una maleta enorme y no podía manejarla por el pasillo del avión. Los restantes pasajeros estaban molestos, pero nadie me ayudaba. Katy se asomaba a observarme desde la fila delantera de primera clase. Lucía el vestido de seda que habíamos escogido para su graduación en el instituto, de color verde musgo. Aunque más tarde me confesó que no le gustaba, que lamentaba tal elección y que hubiera preferido el estampado con flores. ¿Por qué lo llevaba entonces? ¿Por qué Gabby estaba en el aeropuerto cuando debería encontrarse en la universidad? Sus palabras por el altavoz eran cada vez más sonoras y estridentes.

Me incorporé en el lecho. Eran las siete y veinte de la mañana del lunes. La luz iluminaba los bordes de la persiana sin apenas infiltrarse en la habitación.

Seguía oyendo la voz de Gabby.

– … pero sabía que más tarde no iba a encontrarte. Supongo que eres más madrugadora de lo que pensaba. De todos modos, acerca de…

Descolgué el teléfono.

– ¡Hola! -saludé.

Me esforcé por parecer menos aturdida de lo que me sentía. La voz se interrumpió en mitad de una frase.

– ¿Eres tú, Tempe?

Asentí.

– ¿Te he despertado?

– Sí.

Aún no estaba preparada para respuestas ingeniosas.

– Lo siento. ¿Quieres que te llame más tarde?

– ¡No, no! ¡Estoy levantada!

Me resistí a añadirle que me había levantado para responder al teléfono.

– Vuelve a la cama, pequeña. Es temprano y la mañana, cálida. Escucha, se trata de esta noche. ¿Qué te parece si…?

Un chirrido estrepitoso interrumpió sus palabras.

– No cuelgues. Debo de haber dejado el contestador en marcha.

Dejé el aparato y salí al salón. La luz roja destellaba. Descolgué el auricular portátil, regresé al dormitorio y colgué el teléfono de la habitación.

– Ya está.

Por entonces estaba completamente despierta y ansiaba tomarme un café. Fui a la cocina.

– Te llamaba para ponernos de acuerdo acerca de esta noche.

Parecía enojada y no podía censurarla. Trataba de concluir una frase desde hacía cinco minutos.

– Lo siento, Gabby. He pasado todo el fin de semana leyendo la tesis de un alumno y anoche me acosté muy tarde. Dormía profundamente y ni siquiera oí el timbre del teléfono.

Aquello sonaba extraño, incluso para mí.

– ¿De qué se trata?

– De esta noche. ¿Podemos salir a las siete y media en lugar de las siete? El proyecto me ha puesto tan nerviosa como una jaula de grillos.

– Desde luego. No hay inconveniente. Tal vez también sea preferible para mí.

Apoyé el aparato en el hombro, saqué el bote de café del armario y eché tres cucharadas al molinillo.

– ¿Quieres que te recoja? -me preguntó.

– Como gustes. Si lo prefieres, conduciré yo. ¿Adonde iremos?

Pensé en moler café, pero decidí esperar. Ella ya parecía algo susceptible.

Silencio. La imaginaba jugando con el aro de la nariz mientras pensaba en ello. O quizás en esta ocasión se tratara de un tachón. Al principio me había molestado y había tenido dificultades para concentrarme en las conversaciones que sostenía con Gabby. Acababa centrándome en el aro y me preguntaba cuánto debía doler agujerearse la nariz. Pero, a la sazón, ya no reparaba en ello.

– Me gustaría pasar una noche agradable -dijo-.¿Qué te parece algún lugar en el que podamos cenar al aire libre? ¿Por Prince Arthur o Saint Denis, por ejemplo?

– Estupendo -respondí-. Entonces no tienes por qué venir a casa. Estaré ahí sobre las siete y media. Piensa en algún lugar nuevo. Me agradaría probar algo exótico.

Aunque aquello podía ser arriesgado con Gabby, constituía nuestra habitual rutina. Puesto que conocía la ciudad mucho mejor que yo, la elección de restaurantes solía recaer en ella.

– De acuerdo. Á plus tard.

– Á plus tard -respondí.

Estaba sorprendida y algo aliviada. Por lo general ella solía quedarse largo tiempo al teléfono. Con frecuencia tenía que imaginar pretextos para evadirme.

El teléfono siempre había sido un cordón umbilical para Gabby y para mí. Yo la relacionaba con aquel aparato más que a nadie. Las pautas se instauraron al comienzo de nuestra amistad. Nuestras conversaciones de estudiantes universitarias constituían un extraño alivio de la melancolía que me envolvía aquellos años. Cuando mi hija Katy por fin estaba alimentada, bañada y en su cuna, Gabby y yo pasábamos largas horas en la línea y compartíamos excitadas nuestras impresiones sobre algún libro recién descubierto o hacíamos comentarios sobre nuestras clases, profesores y compañeros de estudios, de todo y de nada en particular. Era la única frivolidad que nos permitíamos en una época nada frivola de nuestras vidas.

Aunque ahora cada vez hablamos con menos frecuencia, aquella norma apenas se ha alterado en el curso de las décadas. Juntas o separadas, estamos siempre mutuamente disponibles para los altibajos de la compañera. Fue Gabby quien me llamó durante los días de mi rehabilitación alcohólica, cuando la necesidad de beber influía en mis horas de vigilia y me conducía hasta la noche temblando y sudorosa. Es a mí a quien ella recurre, estimulada y optimista, cuando el amor entra en su vida; solitaria y desesperada cuando, de nuevo, se aleja.

En cuanto el café estuvo preparado me lo llevé a la mesa de cristal del comedor. Los recuerdos de Gabby se reproducían en mi mente. Siempre sonreía al pensar en ella. Gabby en el seminario de graduación; Gabby en la universidad; Gabby en las excavaciones, con un pañuelo rojo torcido, agitada su rizada melena teñida de castaño rojizo mientras rascaba la tierra con su paleta. Cuando alcanzó el metro ochenta y dos comprendió claramente que nunca sería una belleza convencional y no se esforzó por adelgazar, broncearse ni depilarse piernas ni axilas.

Gabby era Gabby. Gabrielle Macaulay, de TroisRiviéres, en Quebec, de madre francesa y padre inglés.

En la universidad estuvimos muy unidas. Ella odiaba la antropología física y sufría en las clases por mí preferidas. Yo sentía lo mismo por sus seminarios de etnología. Cuando nos marchamos del noroeste yo fui a Carolina del Norte y ella regresó a Quebec. Durante aquellos años apenas nos vimos, pero el teléfono nos mantuvo unidas. Principalmente gracias a ella me ofrecieron un puesto de profesora tutora en McGill en 1990. Durante aquel año había comenzado a trabajar en el laboratorio a tiempo parcial y continué con aquel sistema tras regresar a Carolina del Norte, trasladándome a Canadá cada seis semanas, según dictaba el número de casos. Aquel año había pedido la excedencia de la universidad Charlotte, de Carolina del Norte, y me había instalado de modo permanente en Montreal. Había echado de menos la compañía de Gabby y disfrutaba al renovar nuestra amistad.