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– Tal vez deberías volver a casa, guapa.

– ¿Por qué dices eso?

– Aún sigues buscando asesinos, ¿verdad, chérie?

Jewel Tambeaux no era ninguna necia.

– Creo que corre uno por aquí, Jewel.

– ¿Y piensas que es ese vaquero que se ve con Julie?

– Me gustaría hablar con él.

Dio una calada a su cigarrillo, lo sacudió con su larga uña roja y observó las chispas que caían en la acera.

– Te dije la última vez que tiene el cerebro de una salchicha y la personalidad de un asesino de carreteras, pero dudo que haya matado a nadie.

– ¿Lo conoces? -le pregunté.

– No. Estos imbéciles son tan insignificantes como la mierda de paloma. No me dedico a pensar en ellos.

– Dijiste que ese tipo era un mal bicho.

– En realidad por aquí es lo habitual, querida.

– ¿Lo has visto últimamente?

Me observó unos momentos; luego miró en otra dirección, abstrayéndose en alguna imagen o pensamiento que yo no podía imaginar. Otro mal bicho.

– Sí, lo he visto.

Aguardé. Dio otra calada y observó un coche que avanzaba lentamente por la calle.

– No he visto a Julie.

Nueva calada, cerró los ojos, retuvo el humo y luego lo profirió en lo alto.

– Ni a tu amiga Gabby.

¿Sería una oferta? ¿Debería insistir?

– ¿Crees que podría encontrarlo?

– Francamente, querida, no creo que pudieras encontrar tu propio trasero sin un mapa.

Era agradable verse respetada.

Jewel dio una última calada, tiró la colilla y la aplastó con el zapato.

– Vamos, Margaret Mead. Buscaremos a algún asesino de carreteras.

Capítulo 31

Jewel avanzaba con decisión, haciendo repiquetear sus tacones sobre la acera. No sabía exactamente adonde me conducía, pero tenía que abandonar mi refugio de cemento.

Marchamos dos manzanas hacia el este y luego dejamos Ste. Catherine y cruzamos un solar vacío. Jewel se deslizaba grácilmente por la oscuridad mientras yo avanzaba a trompicones tras ella, entre fragmentos de asfalto, latas de aluminio, cristales rotos y vegetación muerta. ¿Cómo podía ser tan ágil con tan afilados tacones? Salimos por el extremo opuesto, giramos por una callejuela y entramos en un edificio bajo de madera en el que no aparecía letrero alguno. Las ventanas estaban pintadas de negro y sartas de luces navideñas facilitaban la única iluminación dando al interior un resplandor rojizo de exposición de animales nocturnos. Me pregunté si era tal la intención. ¿Incitar a los ocupantes a una última acción nocturna?

Miré en torno con discreción. Necesité ajustar la visión puesto que la luz interior apenas se diferenciaba de la exterior. El decorador, que insistía en el tema navideño, había revestido las paredes de cartón imitación de pino y sillas con agrietado vinilo rojo y complementado los detalles con anuncios de cervezas. Compartimientos de negra madera se alineaban en un muro y, contra el otro, se amontonaban cajas de cerveza. Aunque el bar se encontraba casi vacío, el ambiente estaba enrarecido con el olor de humo de cigarrillos, bebidas alcohólicas baratas, vómitos, sudor y porros. Mi bloque de cemento comenzaba a resultar más atractivo.

Jewel y el camarero intercambiaron señales de salutación. El hombre tenía la piel de color de café aguado y espesas cejas bajo las cuales seguía todos nuestros movimientos.

La mujer avanzó lentamente por el recinto comprobando cada rostro con aparente desinterés. Un viejo la llamó desde su asiento en una esquina agitando una cerveza y haciéndole señas para que se reuniese con él. Ella le lanzó un beso, y él levantó el dedo significativamente.

Cuando pasamos ante la primera cabina asomó una mano que asió a Jewel por la muñeca. La mujer se soltó y apartó el brazo del personaje.

– Por hoy está cerrado, cariño.

Me metí las manos en los bolsillos y fijé los ojos en la espalda de mi compañera.

La mujer se detuvo en el tercer compartimiento, dobló los brazos y agitó lentamente la cabeza.

– Mon Dieu! -dijo al tiempo que chasqueaba la lengua.

La única ocupante del recinto se encontraba ante un vaso con un líquido de color castaño al que miraba con fijeza con los codos apoyados en la mesa y los puños en las mejillas. Lo único que se distinguía era su cabeza inclinada. Sus grasientos cabellos castaños le pendían lacios y en mechones desiguales a ambos lados de la cara y tenía la raya cubierta de motas blancas.

– Julie -llamó Jewel.

La muchacha no alzó el rostro.

Jewel chasqueó de nuevo la lengua y entró en la cabina. La seguí, agradecida, en aquel pequeño escondrijo. La mesa brillaba con algo que no logré identificar. Jewel apoyó un codo en un extremo y lo retiró rápidamente al tiempo que se lo limpiaba. Sacó un cigarrillo, lo encendió y echó una bocanada de humo hacia arriba.

– ¡Julie! -exclamó con más fuerza.

La joven contuvo el aliento y alzó la barbilla.

– ¿Julie? -repitió su propio nombre como si despertara de un sueño.

El corazón me latió apresuradamente al tiempo que me mordía el labio inferior.

¡Oh, Dios!

Aquel rostro no reflejaba más de quince años y estaba matizado por grises tonalidades. Con su palidez, los labios agrietados, la mirada ausente y las profundas ojeras alrededor de los ojos, parecía un ser largo tiempo privado de luz solar.

La muchacha nos miraba inexpresiva como si nuestras imágenes se formaran lentamente en su cerebro o reconocernos fuese un ejercicio complejo. Por fin se dirigió a mi compañera:

– ¿Me das uno, Jewel?

Y le tendió una temblorosa mano sobre la mesa. Al apagado resplandor del cubículo, la parte interior de su brazo se veía amoratada, y parecía que unos finos gusanos grises reptasen por las venas de su muñeca.

Jewel encendió un Player y se lo entregó. La muchacha aspiró con fruición el humo, lo retuvo en sus pulmones y lo expulsó hacia arriba imitando a Jewel.

– ¡Oh, es estupendo! -dijo.

Se le había pegado al labio inferior una mota de papel del cigarrillo.

Dio una nueva calada con los ojos cerrados, absorta por completo en el ritual de fumar. Aguardamos. La joven no estaba en condiciones de realizar dos cosas a la vez.

Jewel me miró con aire indescifrable. Dejé que tomase la iniciativa.

– Julie, querida, ¿has estado trabajando?

– Un poco.

La muchacha dio una nueva calada y profirió sendas vaharadas de humo por la nariz. Observamos disolverse las plateadas nubes entre la luz rojiza.

Jewel y yo guardamos silencio mientras Julie fumaba. La muchacha no parecía sorprenderse de vernos allí. Aunque dudé que algo la sorprendiera.

Cuando hubo concluido, aplastó la colilla y nos miró. Parecía considerar si mi presencia podría reportarle algún beneficio.

– Hoy no he comido -confesó.

Su voz sonaba tan hueca e inexpresiva como sus ojos.

Miré a Jewel, que se encogió de hombros y buscó otro cigarrillo. Examiné mi entorno: no se veían menús ni anuncios de comidas.

– Tienen hamburguesas.

– ¿Quieres una? -ofrecí.

Me pregunté cuánto dinero llevaría yo encima.

– Las prepara Banco.

– De acuerdo.

Se asomó por la cabina y llamó al camarero.

– ¿Me preparas una hamburguesa con queso, Banco?

Su voz parecía pertenecer a una niña de seis años.

– Tienes cuenta pendiente, Julie.

– Pagaré yo -dije asomando a mi vez la cabeza por la cabina.

Banco se apoyaba sobre el fregadero de la barra con los brazos cruzados en el pecho, que parecían ramas de baobab.

– ¿Una? -insinuó.

Me volví con aire interrogante hacia Jewel, que negó con la cabeza.

– Sí, una.

Regresé con ellas. Julie se había desplomado en el rincón y sostenía su vaso con ambas manos. Le pendía levemente la mandíbula, por lo que tenía la boca entreabierta. Aún seguía pegada a su labio inferior la mota de papel. Sentí deseos de retirársela, pero no parecía ser consciente de ello. Sonó el pitido de un microondas y luego su zumbido característico. Jewel seguía fumando.

En breve el microondas profirió cuatro pitidos y Banco apareció con la hamburguesa humeante en su envoltura de plástico. La colocó delante de Julie y nos miró a Jewel y a mí. Yo le encargué agua de Seltz y Jewel volvió a negar con la cabeza. Julie rompió la envoltura y levantó la parte superior de la hamburguesa para inspeccionar su contenido. Ya satisfecha, le dio un bocado. Cuando Banco sirvió mi bebida eché una mirada furtiva al reloj: eran las tres y veinte. Comenzaba a pensar que Jewel no volvería a pronunciar palabra.