La joven se internó por un sendero zigzagueante y atravesó solares y atajos hasta llegar a un ruinoso edificio de tres plantas de Ste. Dominique cuya escalera subió; buscó a tientas la llave y desapareció por una puerta verde desconchada. Vi oscilar la cortina tras la puerta y luego inmovilizarse, apenas alterada por su indiferente portazo. Anoté el número.
«De acuerdo, Brennan: es hora de acostarse». Veinte minutos después llegaba a mi casa.
Entre las sábanas, con Birdie en mis rodillas, esbocé un plan. Era fácil decidir lo que no debía hacer: no llamar a Ryan, no espantar a Julie, no alertar al chiflado del cuchillo y del juego del camisón. Descubrir si se trataba de Saint Jacques, enterarme de dónde vivía o cuál era su actual escondrijo. Conseguir algo concreto y comunicarlo a la brigada de ineptos. «Aquí está, muchachos, registrad este lugar.»
Parecía muy sencillo.
Capítulo 32
Pasé el miércoles sumida en el agotamiento. Me había propuesto no acudir al laboratorio, pero LaManche me llamó porque necesitaba un informe. Una vez allí, decidí quedarme. Trabajé con asuntos antiguos, lentos e irritantes, aclarando aquellos que Denis podía descartar. Es un trabajo que odio y que demoraba desde hacía meses. Me quedé hasta las cuatro de la tarde. Una vez en casa cené temprano, me di un baño prolongado y, hacia las ocho, me había acostado.
Al despertarme el jueves, la luz del sol irrumpía en mi habitación, por lo que comprendí que era tarde. Me estiré, giré en el lecho y consulté el reloj: era las diez y veinticinco. ¡Dios! Había recuperado el sueño perdido. Fase una del plan. No tenía intención de ir a trabajar.
Me tomé tiempo para levantarme y repasar una lista de lo que me proponía hacer. Desde el momento en que abrí los ojos me sentí llena de energía como un corredor en la fecha del maratón. Deseaba fijarme un ritmo. «Contrólate, Brennan: haz una carrera inteligente.»
Fui a la cocina a preparar café y leí la Gazette. Miles de personas huían de la guerra en Ruanda; el partido quebequés de Parizeau llevaba diez puntos de ventaja a los liberales del premier Johnson; las Expos estaban en primer lugar en el NL East; los obreros trabajaban durante la fiesta anual de la construcción. ¡No es broma! Nunca he podido comprender a qué ingenio se le ocurrió algo semejante. En un país que sólo tiene cuatro o cinco meses de buen tiempo para la construcción, ésta se interrumpe durante dos semanas en julio porque los obreros se van de vacaciones. ¡Muy brillante!
Tomé otra taza de café y concluí de leer el periódico. Hasta el momento todo iba bien. Fase dos. Actividad mecánica.
Me puse unos pantalones cortos y una camiseta y fui al gimnasio. Veinte minutos en la pista andadora y una sesión de remo. A continuación, en el supermercado, adquirí suficientes alimentos para proveer a todo Cleveland. De regreso a casa dediqué toda la tarde a fregar, limpiar, sacar el polvo y pasar la aspiradora. En cierto momento consideré limpiar el refrigerador, pero deseché la idea por parecerme excesiva.
A las siete de la tarde mi frenesí doméstico estaba saturado. La casa apestaba a líquidos de limpieza y a pulimento con olor a limón; la mesa del comedor estaba cubierta de jerséis lavados, y tenía bragas limpias para un mes. Por otra parte yo olía y tenía el aspecto de haber pasado varias semanas acampando. Estaba dispuesta para marcharme.
La jornada había sido sofocante y la noche no auguraba ningún alivio. Me cambié los pantalones y la camiseta por otros que hacían juego y completé el conjunto con unas Nike gastadas. Perfecto. No como una profesional de la calle sino como alguien que deambula por el Main en busca de drogas para distraerse, de compañía para la noche o de ambos. Mientras me dirigía hacia St. Laurent revisé el plan: encontrar a Julie, seguirla; encontrar al hombre del camisón, seguirlo. Y no ser vista. En extremo sencillo.
Crucé por Ste. Catherine escudriñando las aceras a ambos lados. Algunas mujeres habían montado su negocio delante del Granada, pero no se veía ni rastro de Julie. No la esperaba tan temprano. Me concedí tiempo adicional para entrar en el ambiente.
El primer fallo técnico se produjo cuando giré por mi callejuela. Como un genio surgido de una botella, apareció una mujer enorme que se echó sobre mí. Llevaba un maquillaje escandaloso y tenía el cuello de un bull terrier. Aunque no logré captar todas sus palabras, su mensaje era inequívoco. Retrocedí y me dirigí en busca de otro aparcamiento conveniente.
Encontré una plaza seis manzanas más arriba, en una callecita estrecha donde se alineaban edificios de tres plantas. Hacía mucho calor, algo característico del verano, y la vigilancia del vecindario estaba en marcha. Algunos hombres me observaban desde los balcones, otros, desde las escaleras, e interrumpían sus conversaciones con las latas de cerveza apoyadas en sus sudorosas rodillas. ¿Se mostraban hostiles, curiosos, desinteresados o muy interesados? Procuré no demorarme para que nadie me abordase. Cerré el coche y cubrí a paso rápido la distancia que me separaba hasta el final de la manzana. Tal vez estuviera demasiado nerviosa, pero no deseaba complicaciones que sabotearan mi misión.
Respiré aliviada al rodear la esquina e internarme en el flujo de St. Laurent. Un reloj de Le Bon Deli indicaba las ocho y cuarto. ¡Maldición! Por entonces ya deseaba hallarme en el lugar. ¿Debería modificar mi plan? ¿Y si ella se me escapaba?
En Ste. Catherine crucé St. Laurent y volví a examinar a la gente que estaba frente al Granada. No se veía ni rastro de Julie. ¿Acudiría allí alguna vez? ¿Cuál sería su ruta? ¡Maldición! ¿Por qué no habría comenzado más temprano? Ya no había tiempo para indecisiones.
Me apresuré hacia el este, escudriñando los rostros de quienes pasaban por mi lado, pero la masa de peatones se había incrementado y resultaba más difícil asegurarse de que ella no andaba por allí. Crucé en dirección norte hacia el solar vacío siguiendo el camino que Jewel y yo habíamos tomado hacía dos noches. Vacilé al llegar al bar de la callejuela, pero seguí adelante apostando de nuevo a que Julie no solía comenzar temprano su trabajo.
Al cabo de unos minutos me ocultaba encorvada tras un poste de telégrafos, en el extremo más alejado de Ste. Dominique. La calle estaba desierta y tranquila. El edificio de Julie no mostraba indicios de vida; las ventanas estaban oscuras, la luz del porche apagada, y se distinguía la pintura tétricamente desconchada entre la bochornosa oscuridad. Aquel escenario me trajo a la memoria fotos que había visto de la Torre del Silencio, plataformas levantadas por los parsis, donde los hindúes colocan a sus muertos para que los buitres les monden los huesos. Pese a la temperatura reinante sufrí un estremecimiento. El tiempo transcurría con lentitud mientras yo observaba. Una anciana andaba vacilante por la manzana arrastrando un carrito repleto de harapos. La mujer, cargada con sus logros de la tarde por la desigual acera, desapareció por una esquina. El tenue chirrido del carrito decreció y por fin se extinguió. Nada más alteraba el deprimente ecosistema callejero.
Consulté mi reloj: eran las ocho cuarenta. Había oscurecido mucho. ¿Cuánto tiempo debería esperar? ¿Y si ella ya se había marchado? ¿Debía llamar al timbre? ¡Maldición! ¿Por qué no le habría sonsacado previamente la hora? ¿Por qué no habría llegado antes? El plan ya mostraba deficiencias.
Transcurrió otro espacio de tiempo. Tal vez un minuto. Dudaba en marcharme, cuando se encendió una luz en una habitación del piso superior. Poco después apareció Julie con corpiño, minifalda y botas más arriba de la rodilla. Su rostro, cintura y muslos eran manchas blancas entre la sombra del porche. Me oculté tras el poste.
La muchacha vaciló un momento, alzó la barbilla y enlazó los brazos en la cintura. Parecía comprobar la noche. Luego bajó los peldaños y marchó rápidamente hacia Ste. Catherine. La seguí, tratando de no perderla de vista y procurando pasar inadvertida.
Al llegar a la esquina me sorprendió verla girar a la izquierda y alejarse del Main. El Granada era un buen reclamo, ¿pero adónde se dirigía en aquellos momentos? Encaminó sus pasos rápidamente entre la multitud, oscilantes los flecos de las botas, indiferente a la atención que despertaba a su paso. Sorteaba a la perfección el gentío y yo tenía que esforzarme para seguirla.