Выбрать главу

La multitud se fue reduciendo a medida que avanzábamos hacia el este y por fin desapareció. Yo había estado aumentando la distancia que nos separaba en respuesta directa a la reducción del gentío que circulaba por la acera, pero al parecer era innecesario: Julie parecía centrada en su destino y desinteresada por los restantes peatones.

Las calles no sólo se habían quedado más vacías sino que el vecindario había mudado de aspecto. Ahora marchábamos por Ste. Catherine con dandis de aspecto amanerado y téjanos pintados con espray, parejas unisex y alguno que otro travestido: nos habíamos internado en el ámbito de los homosexuales.

Seguí a Julie junto a cafeterías, librerías y restaurantes exóticos. Por fin giró hacia el norte, luego al este y por último en dirección sur, en un callejón sin salida de almacenes y sórdidos edificios de madera, que en su mayoría cubrían sus escaparates con fibrocemento. Algunos parecían haber sido destinados para negocios a la calle, aunque probablemente no habían tenido ningún cliente desde hacía años. Papeles, latas y botellas se amontonaban en ambas esquinas. La zona parecía un escenario apropiado para los Jets y los Sharks.

Julie se metió decidida en una entrada situada a media manzana. Abrió una sucia puerta de cristal cubierta con celosía metálica, habló brevemente con alguien y desapareció en el interior. Distinguí el resplandor de un anuncio de cerveza a través de la ventana de la derecha, también resguardada con un enrejado. Un letrero sobre la puerta decía sencillamente: BIÉRE ET VIN, cerveza y vino.

¿Qué hacer ahora? ¿Era aquél el lugar de la cita, con una habitación privada arriba o en la parte posterior? ¿O se trataba de un bar de encuentros del que saldrían juntos? Necesitaba que se tratara de lo segundo. Si salían por separado, concluido su negocio, el plan se iba al traste. No sabría a qué hombre seguir.

No podía limitarme a permanecer ante la puerta y aguardar. Detecté un hueco aún más tenebroso entre las sombras, al otro lado de la calle. ¿Se trataría de una callejuela? Dejé atrás el antro en el que Julie había entrado y me dirigí en diagonal hacia aquel sector oscuro. Consistía en una especie de hueco entre una barbería abandonada y una empresa de almacenamiento, de unos sesenta centímetros de ancho y siniestro como una cripta.

Entre los fuertes latidos de mi corazón me introduje en aquel hueco y me aplasté contra la pared, ocultándome tras un poste agrietado y amarillento de barbero que se proyectaba sobre la acera. Transcurrieron varios minutos. La atmósfera era densa y sofocante y el único movimiento que se percibía era mi respiración. De pronto me sobresaltó un crujido: no estaba sola. Cuando me disponía a salir disparada, un negro bulto surgió de entre las basuras que estaban a mis pies y se escabulló hacia la parte interior del pasillo. Sentí una opresión en el pecho y de nuevo me recorrió un escalofrío pese al calor reinante. «¡Tranquilízate, Brennan! ¡Sólo es una rata! ¡Vamos, sal ya, Julie!»

A modo de respuesta la muchacha reapareció, seguida por un hombre vestido con una sudadera negra con la marca de la Universidad de Montreal en el pecho y una bolsa de papel en el brazo.

El pulso se me aceleró. ¿Se trataría de él? ¿Sería aquel rostro el que aparecía en la foto del cajero rápido? ¿El tipo que había huido de la rue Berger? Me esforcé por distinguir los rasgos del hombre, pero estaba demasiado oscuro y se hallaba muy lejos. ¿Y acaso reconocería a Saint Jacques aunque lo tuviera próximo? Lo dudaba. La foto era muy borrosa, y el hombre del apartamento corría demasiado.

La pareja miraba hacia adelante y no se tocaban ni hablaban. Como palomas mensajeras recorrieron el camino por el que Julie y yo habíamos tomado hasta llegar a Ste. Catherine, donde siguieron hacia el sur en lugar de girar al oeste. Dieron otros giros, internándose por zonas de apartamentos ruinosos y negocios abandonados, calles que estaban oscuras y eran muy poco acogedoras.

Yo los seguía a media manzana de distancia y me esforzaba por no producir el menor sonido por temor a ser descubierta. En aquel sector no tenía dónde ocultarme y, si se volvían y me veían, no tendría ningún pretexto, ni escaparates que contemplar, ni puertas donde meterme: ningún punto tras el que ocultarme física ni imaginariamente. Mi única opción sería seguir caminando y confiar en encontrar una bocacalle antes de que Julie me reconociera. Pero no se volvieron a mirarme.

Proseguimos nuestra marcha por una maraña de callejuelas y pasillos, cada una más vacía que la anterior. De pronto aparecieron dos hombres que venían en dirección opuesta, discutiendo en voz alta y tensa. Rogué porque Julie y su acompañante no siguieran a los hombres con la mirada, mas no lo hicieron. La pareja siguió su camino y desapareció por otra esquina.

Aceleré mis pasos, temerosa de perderlos en los segundos en que desaparecieron de mi vista.

Mis temores no eran infundados. Al volver el recodo no los encontré. La manzana estaba vacía y silenciosa.

¡Mierda!

Examiné los edificios de ambos lados, pasando la mirada arriba y abajo de cada escalera metálica y escudriñando todas las entradas. No se veía nada: ni rastro de ellos.

¡Maldición!

Avancé a toda prisa por la acera, furiosa conmigo misma por haberlos perdido. Me encontraba a medio camino de la siguiente esquina, cuando se abrió una puerta y el cliente de Julie asomó a un oxidado balcón metálico a unos seis metros delante de mí y a mi derecha. Estaba a la altura de los hombros y de espaldas a mí, pero la sudadera era inconfundible. Me quedé paralizada, incapaz de pensar ni reaccionar.

El hombre escupió una flema que proyectó directamente en la acera. Se pasó el dorso de la mano por la boca, volvió al interior y cerró la puerta sin advertir mi presencia.

Permanecí inmóvil con las piernas como dormidas, incapaz de moverme.

«¡Gran actuación, Brennan! ¡Presa del pánico y a punto de echar a correr! ¿Por qué no encender una bengala y hacer sonar una sirena?»

El edificio en el que el hombre había desaparecido formaba parte de una hilera de casas que parecían apoyarse entre sí para no caerse. Si hubieran apartado uno de ellos, la manzana se habría desmoronado. Un letrero lo identificaba como LE SAINT VITUS, y ofrecía CHAMBRES TOURISTIQUES. Habitaciones para turistas. Muy adecuado.

¿Era su residencia o simplemente su lugar de citas? Me resigné a seguir aguardando.

Una vez más busqué un lugar donde ocultarme. De nuevo distinguí lo que me pareció un hueco en la otra acera. Crucé y descubrí de qué se trataba. Tal vez estaba aprendiendo, tal vez podía considerarme afortunada.

Aspiré profundamente y me deslicé en las sombras de mi nuevo pasillo. Fue como reptar en un contenedor de basura. El ambiente era cálido y denso y olía a orines y a desechos.

Permanecí en el angosto espacio, apoyándome ora en un pie o en el otro. El recuerdo de las arañas y cucarachas muertas que había visto en el poste del barbero me impedían recostarme contra la pared. Y ni pensar siquiera en sentarme.

El tiempo transcurría lentamente. No apartaba los ojos de Saint Vitus, aunque dejaba divagar mis pensamientos. Pensaba en Katty, en Gabby y en san Vito. ¿Quién había sido en realidad? ¿Cómo le habría sentado que dieran su nombre a aquel cubil de la acera de enfrente? ¿No había una enfermedad con ese nombre? ¿O sería san Telmo?

Pensé en Saint Jacques. La foto del cajero automático era tan deficiente que apenas se distinguía su rostro. El viejo tenía razón: ni siquiera su propia madre lo habría reconocido.

Además, podía haberse cambiado el peinado, dejado barba o puesto gafas.

Los incas construyeron una red de carreteras; Aníbal cruzó los Alpes; Seti se instaló en el trono… Nadie entraba ni salía de Saint Vitus. Procuré no pensar en lo que sucedía en una de sus habitaciones. Confié en que el tipo fuera rápido.

En mi reducido espacio no corría aire, y los muros aún retenían el calor acumulado de toda la jornada. La camiseta se me empapó y pegó en el cuerpo. Tenía la cabeza mojada de sudor y de vez en cuando se deslizaba una gota por mi cuello o rostro. Me removía, observaba y pensaba. El ambiente era irrespirable. El cielo gruñía y destellaba discretamente: simples gemidos celestiales. De vez en cuando un coche iluminaba la calle y pasaba de largo dejándola sumida de nuevo en la oscuridad.