El calor, el olor y el confinamiento comenzaron a hacer sentir sus efectos. Tenía un sordo dolor entre las cejas y sensación de náuseas en el fondo de la garganta. Traté de ponerme de cuclillas.
De pronto una sombra se cernió amenazadora sobre mí. Mis pensamientos estallaron en miles de direcciones. ¿Estaría el pasillo abierto en el otro extremo? ¡No había previsto una vía de escape!
El hombre se metió en el pasaje hurgándose en la cintura. Miré hacia atrás, a mis espaldas, que se encontraba oscuro como boca de lobo. ¡Estaba atrapada!
Entonces, como en un experimento físico en el que responden fuerzas iguales y opuestas, me levanté bruscamente y retrocedí torpemente con las piernas entumecidas. El hombre, sorprendido, también retrocedió unos pasos. Advertí que era asiático, aunque entre las lúgubres sombras sólo se distinguían sus ojos desorbitados y sus blancos dientes.
Me apreté contra la pared tanto para apoyarme como para protegerme. El tipo me miró con aire lascivo y movió perplejo la cabeza. Luego se marchó tambaleante por la acera metiéndose la camisa y subiéndose la cremallera.
Por unos momentos permanecí inmóvil, hasta que los latidos de mi corazón se regularizaron.
¡Tan sólo era un borracho que quería orinar y ya se había ido!
¿Y si hubiera sido Saint Jacques?
No era el caso.
«No te preparaste una salida. Has sido una necia. Vas a dejarte asesinar.»
«Sólo era un borracho.»
«Ve a casa: John tiene razón. Deja esto para los policías.»
«Ellos no lo harán.»
«No es tu problema.»
«Pero Gabby sí lo es.»
«A buen seguro que se encuentra en Sainte Adéle.»
«Allí debería haber ido yo.»
Ya más tranquila reanudé mi vigilancia. Seguí pensando en san Vito. El baile de san Vito. ¡Eso era! Aquello se habría propagado en el siglo XV. La gente se ponía nerviosa e irritable y sus extremidades comenzaban a contorsionarse. Creyeron que era una forma de histeria y acudían en peregrinación al santo. ¿Y qué se decía de san Telmo? Se hablaba del fuego. Algo que tenía que ver con el cornezuelo del centeno. ¿También aquello enloquecía a la gente?
Pensé en las ciudades que me gustaría visitar: Abilene, Bangkok, Chittagong. Siempre me había agradado ese nombre, Chittagong. Tal vez iría a Bangladesh. Me encontraba en la letra D, cuando Julie salió del Saint Vitus y se marchó tranquilamente. Me mantuve en mi puesto: ella había dejado de ser mi objetivo. No tuve que aguardar mucho. Mi presa también se marchaba.
Dejé que cruzara la mitad de la acera y entonces lo seguí. Sus movimientos me recordaban las ratas que escapan de la basura. Se escabullía con los hombros encorvados, la cabeza hundida, la bolsa aferrada al pecho. Comparé su figura con la que había visto salir disparada de la habitación de la rue Berger. No me parecían muy similares, pero Saint Jacques había sido demasiado rápido y su aparición totalmente inesperada. Aunque era posible que fuese él mismo, yo no había tenido bastante tiempo para verlo la vez anterior. Evidentemente aquel tipo no se movía tan deprisa.
Por tercera vez en muchas horas me internaba por un laberinto de calles transversales y laterales. El individuo giró por fin y se dirigió hacia una casa de piedra gris con fachada en forma de arco. Era como cientos de otras ante las que había pasado aquella noche, aunque algo menos sórdida, y la escalera oxidada se remontaba en forma de curva hasta las puertas con la pintura estropeada.
El hombre subió rápidamente la escalera con un veloz repiqueteo metálico de sus pies y luego desapareció por una puerta vistosamente tallada. Casi inmediatamente se encendió una luz en el primer piso del arco, tras unas ventanas semiabiertas cuyas cortinas pendían lacias e inmóviles. Se distinguía una figura que se movía por la habitación velada por el grisáceo encaje. Pasé a la otra acera y aguardé. En esa ocasión no había ningún callejón donde ocultarse.
Durante unos momentos el hombre se movió de un lado para otro y luego desapareció. Aguardé.
«¡Es él, Brennan! ¡Está ahí!»
«Acaso esté visitando a alguien o haya acudido a entregar algo.»
«Ya lo tienes. Puedes marcharte.»
Consulté el reloj: las once y veinte. Aún era temprano, así que aguardaría otros diez minutos.
No tuve que esperar tanto. La figura reapareció, levantó las ventanas por completo y desapareció de nuevo. Luego la habitación se quedó a oscuras. ¡Era hora de acostarse!
Aguardé cinco minutos para asegurarme de que nadie salía del edificio y ya no precisé más señales para convencerme. Ryan y los muchachos podían comenzar desde allí.
Anoté la dirección e inicié mi camino de regreso hacia el coche confiando en poder encontrarlo. La atmósfera seguía siendo densa y el calor tan intenso como a primera hora de la tarde. Hojas y cortinas pendían inmóviles, como recién lavadas y colgadas a secar. El anuncio de neón de St. Laurent resplandecía por encima de los edificios a oscuras e iluminaba el laberinto de callejuelas por el que yo avanzaba a toda prisa.
El reloj del salpicadero señalaba la medianoche cuando entré el coche en el garaje. Iba mejorando: llegaba a casa antes de que amaneciera.
Al principio no detecté ruido alguno. Me encontraba al otro extremo del garaje y escogía mi llave, cuando por fin se interfirió en mi mente consciente. Me quedé inmóvil y escuché con atención. Un intenso pitido llegaba a mis oídos, desde mi espalda, junto a la entrada principal de vehículos.
Mientras avanzaba en aquella dirección y trataba de identificar su origen, el tono se definió en un latido agudo y palpitante. Cuando estuve más próxima, advertí que procedía de una puerta situada a la derecha de la rampa. Aunque la puerta se veía ajustada, el cerrojo estaba parcialmente cerrado, lo que desencadenaba la alarma.
Empujé, ajusté la barra de seguridad y cerré por completo. El pitido se interrumpió bruscamente y el garaje quedó en absoluto silencio. Me dije que, por la mañana, comentaría el aparente mal funcionamiento a Winston.
La casa me pareció fresca y acogedora tras pasar tantas horas en agujeros sucios y tórridos. Por un momento me detuve en el vestíbulo para recibir el aire refrigerado sobre mi recalentada piel. Birdie se frotó una y otra vez contra mi pierna arqueando la espalda y ronroneando a modo de salutación. Le acaricié la cabeza, le di de comer y comprobé los mensajes recibidos. Alguien había colgado sin decir palabra.
Fui a la ducha. Mientras me enjabonaba una y otra vez rememoré mentalmente los acontecimientos del día. ¿Qué había logrado? Ahora conocía la residencia del maníaco de lencería de Julie; por lo menos suponía que se trataba de él puesto que era jueves. ¿Y eso qué significaba? Acaso no tuviese nada que ver con los crímenes.
Pero no lograba convencerme por completo. ¿Por qué? ¿Por qué pensaba que aquel tipo estaba implicado? ¿Por qué me creía en la obligación de perseguirlo? ¿Por qué temía por Gabby? A Julie nada le había sucedido.
Tras la ducha aún seguía nerviosa y sin poder dormir, por lo que saqué una loncha de queso Brie y un pedazo de tornme de chèvre de savoie del refrigerador y me serví un ginger ale. Me cubrí con un edredón y, tras tenderme en el sofá, pelé una naranja y me la comí con el queso. El televisor no logró atraer mi atención. De nuevo me centré en mi debate interior.
¿Por qué me había pasado cuatro horas en compañía de arañas y ratas para espiar a un tipo que disfrutaba viendo a las prostitutas en lencería? ¿Por qué no dejar que los polis llevaran el asunto?
Seguí meditando sobre ello. ¿Por qué no me había limitado a decir a Ryan lo que sabía y pedirle que persiguiera a aquel tipo?
Porque se trataba de una cuestión personal. Pero no del modo en que yo me lo había estado diciendo. No se trataba solamente de la amenaza sufrida en mi jardín, de un ataque contra mi seguridad o la de Gabby. Había algo más que me hacía obsesionarme por aquellos casos, algo más profundo y preocupante. Durante una hora, poco a poco, me vi obligada a reconocerlo.
Lo cierto era que últimamente me estaba asustando. Cada día veía de cerca a la muerte. Mujeres asesinadas por hombres y arrojadas a un río, un bosque o un vertedero, los huesos fracturados de alguna criatura descubiertos en una caja, una alcantarilla o una bolsa de plástico. Día tras días los limpiaba, los examinaba, los clasificaba, redactaba informes y prestaba declaraciones sobre ellos. Y, a veces, no sentía nada: aislamiento profesional, desinterés objetivo. Veía la muerte demasiado de cerca con excesiva frecuencia e intuía que estaba perdiendo el sentido de su significado. Sabía que no podía afligirme por el ser humano que había sido cada uno de aquellos cadáveres, que aquello vaciaría rápidamente mi reserva de emociones. Se imponía cierta dosis de aislamiento profesional a fin de realizar el trabajo, pero no hasta el extremo de renunciar a todo sentimiento.