Las muertes de aquellas mujeres habían despertado algo en mi interior. Me dolía su miedo, su dolor, su impotencia ante la locura. Sentía ira e indignación y la necesidad de desenmascarar al animal responsable de semejante carnicería. Sentía dolor por aquellas víctimas, y mi respuesta a su muerte era un modo de salvar mis sentimientos, mi propia humanidad y mi amor por la vida. Sentía, y estaba reconocida por ello.
Por consiguiente, se había convertido en algo personal y no me detendría. Por ello había merodeado por los jardines del monasterio, por los bosques y por los bares y callejuelas del Main. Convencería a Ryan para que siguiera aquella pista, descubriría al cliente de Julie y encontraría a Gabby. Tal vez todo ello estuviera relacionado. No importaba. De uno u otro modo saldría a la luz el hijo de perra responsable de aquel derramamiento de sangre femenina y contribuiría a encerrarlo para siempre.
Capítulo 33
Impulsar la investigación resultó más difícil de lo que esperaba, en parte por mi causa.
A las cinco y media del viernes por la tarde me dolían la cabeza y el estómago por las infinitas tazas de café de máquina ingerido. Habíamos pasado horas discutiendo sobre los archivos sin que nadie aportase novedad alguna, por lo que seguíamos insistiendo una y otra vez en las mismas cosas, examinando cuidadosamente montañas de información, buscando algo nuevo de modo desesperado. Pero había poco que encontrar.
Bertrand se ocupaba de la perspectiva del agente inmobiliario. Morisette-Champoux y Adkins habían anunciado sus viviendas en ReMax, al igual que el vecino de Gagnon. Una firma importante con tres despachos diferentes y tres agentes distintos, ninguno de los cuales recordaba a las víctimas ni siquiera sus propiedades. El padre de Trottier había recurrido a Royale Lepage.
El antiguo novio de Pitre era un drogadicto que había matado a una prostituta en Winnipeg. Podía ser un golpe de suerte o nada. Claudel se encargaba de ello.
El interrogatorio de agresores sexuales conocidos proseguía, aunque sin resultados. Nada sorprendente.
Equipos de agentes uniformados visitaban infructuosamente todo el vecindario en torno a los apartamentos de Adkins y Morisette-Champoux.
Como no teníamos adonde recurrir, nos consultábamos mutuamente. Nuestro talante era pesimista y nos restaba poca paciencia, de modo que aguardé a que llegase el momento oportuno. Ellos me escucharon cortésmente cuando les expliqué la situación de Gabby y lo sucedido aquella noche en mi coche y les hablé del dibujo, de mi conversación con J. S. y de la vigilancia a que había sometido a Julie.
Cuando concluí, nadie hizo comentarios. Siete mujeres nos observaban en silencio desde los paneles móviles. Claudel trazaba complejos entramados y rejas con su bolígrafo. Había permanecido silencioso y tenso toda la tarde, como si se mantuviera aislado de todos nosotros. Mi descripción lo hizo mostrarse aún más hosco. El zumbido del gran reloj eléctrico de pared comenzaba a dominar la estancia.
Clic clic…
– ¿Y no sabe si es el mismo canalla que huyó de la calle Berger? -intervino Bertrand.
Negué con la cabeza.
Clic clic…
– Propongo que detengamos a ese cabrón -dijo Ketterling.
– ¿Con qué cargo? -inquirió Ryan.
Clic clic…
– Podríamos apostarnos allí y ver cómo actúa sometido a presión -propuso Charbonneau.
– Si se trata de nuestra presa, tal vez se asustara. Y lo último que deseamos es que lo invada el pánico y escape de la ciudad -reflexionó Rousseau.
– No. Lo último que deseamos es que deje una bolsa de plástico en cualquier otro lugar -puntualizó Bertrand.
– El tipo acaso tan sólo sea un fetichista.
Clic clic…
Una y otra vez reiterábamos los mismos tópicos saltando del francés al inglés. Al final, todos acabamos haciendo dibujitos como Claudel.
Clic clic…
– ¿Hasta qué punto es Gabby fiable? -intervino de pronto Charbonneau.
Vacilé. En cierto modo la luz del día diferenciaba el color de las cosas. Yo había embarcado a aquellos hombres en una persecución y aún no sabíamos si el objetivo era real.
Claudel me miró con la frialdad de un reptil. Se me formó un nudo en el estómago: aquel hombre me despreciaba, deseaba destruirme. ¿Qué haría a mis espaldas? ¿Hasta dónde habrían llegado sus quejas? ¿Y si me equivocaba?
Y entonces hice algo que jamás me sería posible alterar. Tal vez en el fondo no creía que nada malo le hubiese ocurrido a Gabby, que siempre había sabido valerse por sí misma. Tal vez me limité a ponerme a buen recaudo. ¿Quién sabe? No exageraría la preocupación por la seguridad de mi amiga hasta extremos apremiantes. Recogí velas.
– No es la primera vez que desaparece.
Clic clic… Clic clic… Clic clic…
Ryan fue el primero en responder.
– ¿De igual modo? ¿Sin decir palabra?
Asentí.
Clic clic… Clic clic… Clic clic…
Ryan mostró una sombría expresión.
– De acuerdo. Consigamos un nombre y hagamos una comprobación. Pero por ahora lo mantendremos en segundo plano. De todos modos, sin contar con más pruebas, tampoco podemos conseguir una orden de registro.
Se volvió hacia Charbonneau.
– ¿Qué opinas, Michel?
Charbonneau asintió. Comentamos otros extremos, recogimos nuestras cosas y nos separamos.
En las múltiples ocasiones en que recuerdo aquella reunión siempre me he preguntado si contribuí a alterar los acontecimientos posteriores. ¿Por qué no había despertado la alarma acerca de Gabby? ¿Acaso la presencia de Claudel había mitigado mi decisión? ¿Habría sacrificado el celo de la noche anterior en aras de la precaución profesional? ¿Habría comprometido la supervivencia de Gabby para no arriesgar mi prestigio profesional? ¿Habrían sido diferentes los hechos si aquel día se hubiera iniciado una investigación a fondo?
Aquella noche fui a casa y me calenté una cena preparada: un bistec suizo, según creo. Cuando sonó el aviso del microondas retiré la bandeja y la destapé.
Permanecí unos momentos contemplando cómo se coagulaba la grasa sintética sobre un puré de patatas también sintético, percibiendo cómo crecía mi sentimiento de soledad y frustración. Podía comerlo y pasar otra noche enfrentándome a los demonios en compañía del gato y de los programas televisivos o ser la directora de la representación nocturna.
– ¡Maldita sea!
Tiré la cena a la basura y fui a Chez Katsura, en la rue de la Montagne, donde me obsequié con sushi y mantuve una charla trivial con un vendedor de tarjetas de Sudbury. Luego rechacé su invitación y me marché para llegar a tiempo al último pase de El primer caballero en Le Faubourg.
Eran las once menos veinte cuando salía del cine y subía a la planta principal en la escalera mecánica. El pequeño centro comercial estaba casi desierto, los vendedores se habían marchado tras guardar sus mercancías y cerrarlas en sus carros. Pasé junto a la panadería y el puesto japonés de comidas preparadas con sus estanterías y mostradores vacíos y parapetados tras puertas de seguridad plegables. Cuchillos y sierras pendían en ordenadas hileras tras los mostradores vacíos del carnicero.
La película había sido exactamente lo que necesitaba. Aunque estaba muy irritada con el engreído Richard Gere, que no recordaba en absoluto al francés Lancelot.
Crucé Ste. Catherine y me dirigí a casa. El tiempo aún era tórrido y húmedo. Un halo de neblina envolvía las farolas y flotaba sobre las aceras como el vapor de una bañera caliente en una noche fría de invierno.