– ¿Cómo sabes que se ha marchado?
– Porque cuido de sus peces. -Una sonrisa ancha como el Mississippi le iluminó el rostro-. Tiene angelotes y nubes blancas. ¡Son fantásticos!
– ¿Cuándo regresará?
Encogimiento de hombros.
– ¿No lo ha anotado tu abuela en el calendario? -le sugerí.
El niño me miró sorprendido y luego desapareció como la vez anterior.
– ¿Qué calendario? -me preguntó Ryan.
– Deben de tener uno. Allí fue donde acudió a consultar para asegurarse de cuándo regresaría hoy su abuela.
– No hay nada -repuso Mathieu al regresar.
Ryan se levantó.
– ¿Y qué hacemos ahora?
– Si dice la verdad entramos y registramos la casa. Tenemos su nombre, encontraremos al tal Tanguay. Tal vez la abuela sepa adonde ha ido. De no ser así, lo sorprenderemos en cuanto aparezca por aquí.
Ryan miró a Bertrand y le señaló la puerta.
Otros cinco golpecitos.
Nada.
– ¿La echamos abajo? -preguntó Bertrand.
– A monsieur Tanguay no le gustará.
Todos miramos al niño.
Ryan se inclinó junto a él por tercera vez.
– Se enfada muchísimo cuando haces algo malo -dijo Mathieu.
– Es muy importante que busquemos algo en el apartamento de monsieur Tanguay -le explicó Ryan.
– A él no le gustará que le rompan la puerta.
Me agaché junto a Ryan.
– ¿Tienes los peces de monsieur Tanguay en tu apartamento?
El muchacho negó con la cabeza.
– ¿Tienes la llave de su apartamento?
Mathieu asintió.
– ¿Puedes dejárnosla?
– No.
– ¿Por qué no?
– No puedo salir cuando la abuela no está en casa.
– Eso está bien, Mathieu. Tu abuela quiere que te quedes en casa porque cree que estás más seguro en ella. Hace muy bien y tú eres un buen muchacho al obedecerla.
El muchachito exhibió de nuevo su amplia sonrisa.
– ¿Que te parece si utilizamos la llave unos momentos, Mathieu? Es muy importante para la policía, y tú tienes razón en que no debemos romper la puerta.
– Supongo que será correcto puesto que ustedes son policías -respondió el pequeño.
Se perdió rápidamente de vista y regresó con una llave. Apretó los labios y me miró con fijeza mientras me la entregaba a través de la rendija.
– No rompan la puerta de monsieur Tanguay -advirtió.
– Tendremos mucho cuidado.
– Y no entren en la cocina. Eso no está bien. Nunca se debe entrar en la cocina.
– Cierra la puerta y quédate adentro, Mathieu. Llamaré cuando hayamos acabado. No abras hasta que me oigas llamar.
El pequeño asintió con solemnidad y desapareció tras su puerta.
Nos reunimos con Bertrand, que golpeó y llamó de nuevo. Se produjo una pausa embarazosa y, ante una señal de Ryan, metí la llave en la cerradura.
La puerta daba directamente a un pequeño salón en una gama de tonalidades granates. Una serie de estanterías se extendían desde el suelo hasta el techo a ambos lados y las restantes paredes eran de madera, oscurecida su superficie por numerosas capas de barniz. Aplastado terciopelo rojo cubría las ventanas, respaldado por grisáceo encaje que bloqueaba la mayor parte de luz solar. Permanecimos absolutamente inmóviles, escuchando y tratando de vislumbrar entre la oscuridad de la estancia.
El único sonido que distinguimos era un tenue e irregular zumbido, como electricidad que escapara de un circuito roto. Procedía de detrás de las dobles puertas que teníamos enfrente y hacia la izquierda. Por lo demás, la casa estaba mortalmente silenciosa.
«Un adverbio poco afortunado, Brennan.» Miré a mi alrededor, y las formas del mobiliario se fueron perfilando en la oscuridad. En el centro de la estancia se encontraba una mesa de madera tallada con sillas a juego. Un sofá muy gastado se combaba en el hueco frontal, cubierto por un sarape mejicano. Enfrente, un baúl de madera servía de soporte a un Sony Trinitron.
Diseminadas por la estancia se veían mesitas de madera y armarios; algunos, muy hermosos, no se diferenciaban de las piezas que yo había encontrado en los mercados de rastro. Dudé que todo ello consistiera en hallazgos de última hora, adquiridos como gangas para sanearlos y restaurarlos. Parecía como si hubieran permanecido en aquel mismo lugar durante años, desdeñados por los sucesivos inquilinos que hubieran ocupado la casa.
El suelo estaba cubierto por una vieja alfombra india y había plantas por doquier. Se apretujaban en los rincones, se extendían en hileras por los zócalos y pendían de clavos. Las carencias en mobiliario se habían suplido con vegetación. Las plantas pendían de soportes en las paredes y descansaban en los alféizares de las ventanas, sobre las mesas, alacenas y estanterías.
– Parece un jardín botánico -dijo Bertrand.
Y pensé que olía como tal. Un olor a cerrado impregnaba el aire, mezcla de hongos, hojas y tierra mojada.
Al otro lado de la entrada principal, un corto pasillo conducía a una puerta cerrada. Ryan me hizo señas de que aguardara con el mismo ademán que había utilizado en el vestíbulo y acto seguido se deslizó por la pared, con los hombros inclinados, las rodillas dobladas y la espalda adosada contra la pared. Avanzó poco a poco hacia la puerta, se detuvo un instante y por fin le propinó una fuerte patada.
La puerta se abrió bruscamente, chocó contra la pared y se volvió hacia atrás para quedar por fin semiabierta. Agucé el oído para percibir sonidos de movimiento, entre los fuertes latidos de mi corazón ante el zumbido desigual.
Un misterioso resplandor surgió tras la puerta semiabierta acompañado de un suave gorgoteo.
– Hemos encontrado los peces -dijo Ryan mientras cruzaba la puerta.
Encendió la luz con su bolígrafo, y la estancia se inundó de claridad. Se trataba de un dormitorio corriente, con un lecho individual, cubrecama con dibujos indios, mesita de noche, lámpara, despertador y espray nasal. Había una cómoda, sin espejo. Un pequeño baño en el fondo y una ventana. Pesadas cortinas bloqueaban la perspectiva de un muro de piedra.
Los únicos objetos insólitos eran las peceras que se alineaban contra la pared del fondo. Mathieu tenía razón: era fantástico. Azules eléctricos, amarillos canario y franjas blanquinegras se precipitaban de uno a otro lado entre coral blanco y rosa y hojas de todas las tonalidades imaginables de verde. Cada diminuto ecosistema estaba iluminado en color aguamarina y matizado por una cascada de oxígeno.
Yo observaba como hipnotizada sintiendo que se formaba una idea en mi mente que me esforzaba por concretar. ¿Qué la suscitaría? ¿Acaso los peces?
Ryan se movía alrededor de mí valiéndose de su bolígrafo para apartar la cortina de la ducha, abrir el botiquín, tantear entre el alimento y las redes que rodeaban las peceras. Utilizó un pañuelo para abrir los cajones de la cómoda; luego introdujo el bolígrafo entre la ropa interior, los calcetines, camisas y jerséis.
«Olvida los peces, Brennan.» Fuese cual fuese la idea era tan esquiva como las burbujas de las peceras que se remontaban a la superficie para desaparecer.
– ¿Encuentra algo?
Negó con la cabeza.
– Nada evidente. No deseo pisar el terreno a investigación; sólo trato de echar un rápido vistazo. Revisemos las restantes habitaciones y luego dejaré el camino libre a Gilbert. Es muy evidente que Tanguay está en cualquier otro lugar. Daremos con él, pero entretanto acaso podamos descubrir qué guarda aquí.
De regreso al salón Bertrand inspeccionaba el televisor.
– Fíjense en el estado del aparato -dijo-. Al tipo le gusta este trasto.
– Probablemente necesita dosis regulares de Cousteau -repuso Ryan con aire ausente.
El hombre, con el cuerpo en tensión, escudriñaba las sombras que nos envolvían. Aquel día no nos sorprendería nadie.
Me aproximé a las estanterías que contenían libros. La diversidad de tópicos era impresionante y, como el televisor, los ejemplares parecían nuevos. Pasé revista a los títulos: ecología, ictiología, ornitología, psicología, sexo, montones de ciencia, aunque las aficiones del muchacho eran eclécticas. Budismo, cienciología, arqueología, arte maorí, tallado de madera kwa-kiutl, guerreros samurais, artefactos de la segunda guerra mundial, canibalismo…