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La luz destellante del contestador automático atrajo mi atención. Debía de haberse recibido otra llamada antes de la de mi amiga. Lo había preparado para que funcionara al cuarto timbrazo a menos que la cinta ya estuviera en marcha, en cuyo caso lo recogería tras el primero. Me preguntaba cómo podía haber permanecido dormida mientras sonaban cuatro timbrazos y se grababa una llamada y me acerqué a pulsar el botón. La cinta se rebobinó, se detuvo y se puso de nuevo en marcha. Tras un breve silencio sonó un clic seguido de un breve pitido y luego se oyó la voz de Gabby. Sin duda habrían colgado. Bien. Rebobiné de nuevo la cinta y me vestí para ir a trabajar.

El laboratorio médico legal se encuentra en el edificio conocido como el PPQ o SQ, según preferencias lingüísticas. Para los anglófonos, es la Policía Provincial de Quebec; para los francófonos, la Sûreté du Quebec. El Laboratorio de Medicina Legal, similar a un consultorio de reconocimiento médico estadounidense, comparte la quinta planta con el Laboratoire de Sciences Judiciaires, el laboratorio central del crimen para la provincia, y junto con él constituyen una unidad conocida como la Direction de L'Expertise Judiciaire: DEJ. Existe una cárcel en la cuarta planta, que corona otras tres del edificio. El depósito y las salas de autopsia se encuentran en el sótano. En cuanto a las ocho plantas restantes, las ocupa la policía provincial.

Esta disposición tiene sus ventajas: estamos todos juntos. Si necesito una opinión sobre fibras, un informe o una muestra de tierra, me basta con recorrer el pasillo que me lleva directamente al experto. Pero también cuenta con desventajas porque somos fácilmente accesibles. A cualquier investigador de la SQ o agente municipal que desee tramitar papeleo o necesite pruebas, le basta con coger el ascensor hasta nuestros despachos.

Como ejemplo, aquella mañana. Cuando llegué, Claudel ya me esperaba en la puerta de mi despacho. Llevaba un sobrecito de color marrón con cuyo borde se daba impacientes golpecitos en la palma de la mano. Decir que parecía agitado sería como opinar que Gandhi se veía hambriento.

– Tengo el historial dental -dijo a modo de saludo.

Y agitó el sobre como un presentador de los premios de la Academia.

– Lo recogí yo mismo.

Leyó el nombre que figuraba allí anotado:

– Doctor Nguyen. Tiene un consultorio en Rosemont. Hubiera llegado antes, pero su secretaria es una verdadera cretina.

– ¿Quiere un café? -le pregunté.

Aunque no conocía a la secretaria del doctor Nguyen, sentí simpatía hacia ella. Comprendía que no habría tenido una buena mañana.

El hombre abrió la boca, ignoro si para aceptar o rechazar mi oferta. En aquel momento asomaba por la esquina Marc Bergeron. Sin parecer advertir nuestra presencia pasó junto a la sucesión de puertas de despacho de un negro brillante y se detuvo en una anterior a la mía. Dobló la rodilla para apoyar la cartera en su muslo de un modo que me recordó al operario de la grúa de Karate Kid y, así preparado, abrió la cartera, rebuscó entre su contenido y extrajo un llavero.

– ¡Marc! -lo llamé.

Se sobresaltó, cerró de golpe la cartera y la volvió hacia abajo en un solo movimiento.

– Bien fait -dije mientras contenía una sonrisa.

– Merci.

Nos miró a Claudel y a mí con la cartera en la mano izquierda y las llaves en la diestra.

Según todos los criterios el aspecto de Marc Bergeron era peculiar. Rondaba la sesentena, era alto y huesudo, andaba algo encorvado e inclinaba el pecho como si estuviera perpetuamente dispuesto a encajar un puñetazo en el estómago. Sus cabellos comenzaban en la mitad de la cabeza y estallaban en una corona ensortijada blanca, con lo que alcanzaba una estatura superior al metro ochenta y seis. Los cristales de sus gafas con montura metálica siempre estaban grasientos y moteados de polvo, y solía bizquear como si leyera la letra menuda de una póliza de seguros. Parecía más bien una creación de Tim Burton que un dentista forense.

– Monsieur Claudel tiene el historial dental de Gagnon -comenté.

Y le señalé al detective.

Claudel le mostró el sobre para corroborar mis palabras.

Tras los sucios lentes no se advirtió ningún parpadeo. Bergeron me miró de modo inexpresivo. Parecía un alto y desconcertado diente de león con su largo y fino tallo y la masa de cabellos blancos. Comprendí que no sabía nada del asunto.

Bergeron se encontraba entre los profesionales empleados a tiempo parcial por el LML, todos ellos especialistas forenses a quienes se consultaba por su experiencia específica: neuropatología, radiología, microbiología, odontología… Tan sólo acudía al laboratorio los viernes. El resto del tiempo visitaba en un consultorio privado. La semana anterior no se había presentado.

Por consiguiente le resumí la situación:

– El miércoles pasado unos obreros encontraron unos huesos en los jardines del Gran Seminario. Pierre LaManche pensó que se trataría de otro caso de cementerio histórico y me envió allí. Pero no era eso.

Dejó la cartera y escuchó con atención.

– Descubrí partes de un cuerpo descuartizado que había sido metido en bolsas y abandonado, probablemente en el curso de los dos últimos meses. Se trata de una mujer, blanca y a buen seguro veinteañera.

El golpeteo del sobre de Claudel se había hecho más rápido. Se interrumpió un momento mientras miraba de modo intencionado su reloj. Se aclaró la garganta.

Bergeron lo miró y luego a mí. Proseguí:

– Monsieur Claudel y yo redujimos las posibilidades a un personaje que creemos muy apropiado. El perfil coincide y la época es razonable. Él mismo se ha procurado el historiaclass="underline" procede de un tal doctor Nguyen de Rosemont. ¿Lo conoce?

Bergeron negó con la cabeza y extendió su larga y huesuda mano.

– Bon -dijo-. Démelo. Le echaré una mirada. ¿Ha hecho Denis ya las radiografías?

– Así es -respondí-. Deben de encontrarse en su escritorio.

Abrió la puerta de su despacho y entró seguido de Claudel. A través de la puerta entreabierta distinguí un sobrecito de color marrón encima de su mesa. Bergeron lo recogió y comprobó el número del caso. Desde donde yo me encontraba advertí que Claudel examinaba la habitación como un monarca, buscando un lugar donde instalarse.

– Puede pasar a verme dentro de una hora, monsieur Claudel -dijo Bergeron.

El detective interrumpió su inspección. Se disponía a hablar, pero apretó los labios hasta formar una delgada y tensa línea, se arregló los puños y se marchó. Por segunda vez en unos momentos contuve una sonrisa. Bergeron nunca toleraría que un investigador husmeara sobre su hombro mientras trabajaba. Claudel acababa de enterarse de ello.

En aquel momento Bergeron asomó por la puerta su enjuto rostro.

– ¿Quiere pasar? -me invitó.

– Desde luego -respondí-. ¿Le traigo un café?

Aún no había tomado ninguno desde que había llegado al trabajo. Solíamos ir a buscarlos mutuamente, alternando los viajes hasta la cocinita que estaba en el otro extremo de la planta.

– Estupendo.

Sacó su taza y me la tendió.

– Voy a instalarme.

Cogí mi taza y fui por el café. Me complacía su invitación. Solíamos trabajar en los mismos casos, en los cadáveres descompuestos, carbonizados, momificados o en estado esquelético que no podían ser identificados por sistemas normales. Yo pensaba que funcionábamos bien juntos y también parecía ser aquella su opinión.

Cuando regresé, sobre la caja iluminada aparecían dos juegos de pequeños recuadros negros. Cada radiografía mostraba un segmento de mandíbula, claramente recortada contra un fondo de intensa negrura. Recordé los dientes tal como los había visto por primera vez en el bosque, su impecable estado en abierto contraste con el macabro contexto. En aquellos momentos parecían distintos: esterilizados, alineados en filas, prestos para inspección. Las configuraciones familiares de coronas, raíces y cavidades de pulpa dental estaban iluminadas por diferentes intensidades de gris y blanco.