– Un solitario con fetichismo por las hojas blancas. Extraordinario.
– Y la habitual galería porno. Muy hojeada.
– ¿Qué más?
– También tiene coche. -Nuevo crujir de papeles-. Un Ford Probe de 1987 que no ha aparecido en el vecindario. Lo están buscando. Esta mañana hemos conseguido la foto del carné de conducir y también la hemos remitido.
– ¿Y?
– Usted misma podrá comprobarlo, pero creo que la abuela tenía razón: es muy corriente. O tal vez la reproducción en fax le hace poca justicia.
– ¿Podría tratarse de Saint Jacques?
– Quizá. O de Perico de los Palotes. O del tipo que vende perros calientes en la calle Saint Paul. Excluiremos a Tom Selleck porque lleva bigote.
– Es usted muy pesimista, Ryan.
– A ese tipo ni siquiera le han puesto una multa. Es un muchacho realmente excelente.
– Desde luego. Un tipo excelente que colecciona cuchillos y pornografía y trincha mamíferos pequeños.
Se produjo una pausa.
– ¿Qué clase de animales?
– Aún no estamos seguros. Están interrogando a un tipo de la universidad.
Contemplé la palabra que había escrito y tragué saliva.
– ¿Se han descubierto huellas dentro del guante que encontramos junto a Gabby?
Me resultaba difícil pronunciar su nombre.
– No.
– Sabíamos que no las habría.
– Sí.
En el fondo se distinguían los sonidos propios de la brigada.
– Quiero entregarle una copia de la foto del permiso de conducción para que tenga alguna idea de cuál es su aspecto por si se lo encontrase de cerca de modo personal. Aunque creo que es mejor que no se aleje de casa hasta que cacemos a ese gusano.
– Iré ahí. Si identificación ha concluido con los guantes deseo someterlos a biología y luego a Lacroix.
– Pienso que debería…
– No sea machista, Ryan.
Distinguí un profundo suspiro desde el otro extremo de la línea.
– ¿Me oculta algo?
– Está usted informada de todo cuanto sabemos, Brennan.
– Estaré ahí dentro de media hora.
Antes de media hora había llegado al laboratorio. Habían concluido el reconocimiento y enviado los guantes al departamento de biología.
Consulté mi reloj: era la una menos veinte. Llamé al departamento de identificación del cuartel general del CUM para preguntar si podía ver las fotos tomadas en el apartamento de Saint Jacques de la rue Berger. Era hora de almorzar. El oficinista entregaría el mensaje.
A la una me dirigí a la sección de biología. Una mujer con los cabellos ahuecados y rostro regordete de ángel navideño agitaba un frasco de cristal. En el mostrador, a su espalda, se encontraban dos guantes de látex.
– Bonjour, Francoise.
– ¡Ah! Esperaba poder verla hoy. -Sus ojos seráficos expresaron preocupación-. Lo siento. No sé qué decirle.
– Merci. Se lo agradezco. -Señalé los guantes-. ¿Ha encontrado algo?
– Éste está limpio: sin sangre.
Me indicaba el guante de Gabby.
– Comenzaba a trabajar con el hallado en la cocina. ¿Quiere verlo?
– Gracias.
– He cogido raspaduras de esas manchas marrones y rehidratado la muestra con solución salina.
Examinó el líquido y depositó el frasco en una bandeja de probetas. Luego extrajo una pipeta de cristal con un saliente largo y hueco, lo sostuvo sobre una llama para sellarlo y suprimió la punta.
– Primero comprobaré si se trata de sangre humana.
Sacó del refrigerador una botellita cuyo sello quebró e insertó la punta delgada y tubular de una pipeta nueva. Como un mosquito que chupara la sangre, el antisuero se remontó por el pequeño conducto. La mujer cerró el extremo opuesto con el pulgar.
A continuación insertó el largo pitorro de la pipeta en aquella sellada a fuego, soltó el pulgar y dejó gotear el antisuero.
– La sangre conoce sus propias proteínas o antígenos -comentó sin interrumpir su trabajo-. Si reconoce agentes extraños, antígenos que no corresponden, trata de destruirlos con anticuerpos. Algunos anticuerpos destruyen los antígenos extraños; otros, los agrupan. En este caso se trata de una reacción aglutinadora.
»El antisuero se crea en un animal, por lo general un conejo o pollo, al inocularle sangre de otra especie. La sangre del animal reconoce a los invasores y crea anticuerpos para protegerse. Al inyectar sangre humana a un animal se fabrica antisuero humano; si se inyecta sangre de cabra, se produce antisuero de cabra; la sangre de caballo origina antisuero de caballo.
»El antisuero humano crea una reacción aglutinadora al mezclarse con la sangre humana. Fíjese. Si ésta fuese sangre humana, se formaría un precipitado visible en el tubo de ensayo, en el mismo lugar donde se encuentren la solución de muestra y el antisuero. Compararemos con la solución salina para controlar.
Tiró la pipeta en un recipiente de desechos biológicos y recogió el frasco que contenía la solución con la muestra de Tanguay. Utilizó otra pipeta para absorber la muestra por el tubo, la soltó en el antisuero y depositó la pipeta en un soporte.
– ¿Cuánto tiempo tardará? -le pregunté.
– Según la potencia del antisuero, de tres a quince minutos. Éste es bastante bueno; no creo que tarde más de cinco o seis minutos.
Lo comprobamos transcurridos cinco minutos. Francoise sostenía las pipetas bajo una lámpara con una cartulina negra colocada como fondo. Lo reintentamos tras diez minutos; luego a los quince: nada.
No aparecía ninguna franja blanca entre el antisuero y la solución de muestra. La mezcla permanecía tan clara como la solución salina de control.
– Bien, no es humana. Veremos si es animal.
Fue al refrigerador y regresó con una bandeja de botellitas.
– ¿Puede descubrir la especie exacta? -me interesé.
– No; por lo general, sólo la familia: bóvidos, cérvidos, cánidos…
Observé la bandeja. Junto a cada botellita figuraba el nombre de un animaclass="underline" cabra, rata, caballo. Recordé las garras descubiertas en la cocina de Tanguay.
– Probaremos si se trata de un perro.
No resultó.
– ¿Y si fuese algo parecido a una ardilla o una taltuza?
La mujer meditó unos momentos y por fin se decidió por un frasco.
– Tal vez una rata.
Antes de cuatro minutos se había formado una especie de helado en el tubo, amarillo por encima, más claro en la parte inferior y con una capa nebulosa blanca en medio.
– Voilá -dijo Francoise-. Procede de un animaclass="underline" un animal pequeño, mamífero, como un roedor; un topo o algo por el estilo. Eso es todo cuanto puedo definir. Ignoro si le será útil.
– Sí -repuse-. Me sirve. ¿Puedo utilizar su teléfono?
– Bien sûr.
Marqué el número de una extensión situada en el vestíbulo.
– Aquí Lacroix.
Me identifiqué y le expliqué lo que deseaba.
– Desde luego. Concédame veinte minutos. Estoy acabando una prueba.
Firmé por los guantes, regresé a mi despacho y dediqué la siguiente hora a comprobar y firmar informes. Luego me dirigí al pasillo ocupado por biología y entré por una puerta que anunciaba Incendies et explosifs. Incendios y explosivos.
Un hombre con bata de laboratorio se encontraba frente a una enorme máquina con una etiqueta que la identificaba como un difractómetro de rayos equis. El hombre no pronunció palabra ni yo dije nada hasta que hubo retirado una diapositiva con una manchita blanca que colocó en una bandeja. Luego me miró con tanta dulzura como un cervatillo de Disney, con los párpados entornados y las pestañas curvadas cual pétalos de margarita.
– Bonjour, monsieur Lacroix. Comment ça va?
– Bien, bien. ¿Los trae consigo?
Le mostré dos bolsas de plástico.
– Comencemos cuanto antes.
Me condujo a una habitación pequeña con un aparato del tamaño de una fotocopiadora, dos monitores y una impresora. De la pared pendía un gráfico periódico de los elementos.
Lacroix depositó las bolsas que contenían las pruebas sobre un mostrador y extrajo de ellas los guantes quirúrgicos. Con grandes precauciones sostuvo cada uno de ellos, los inspeccionó y los depositó sobre la bolsa correspondiente. Los guantes que cubrían sus manos parecían idénticos a los que se hallaban sobre el mostrador.