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– Llegó hace pocas semanas.

Hojeó hasta la primera hoja de la serie. Numero d'événement: 327468.

– Puedo sacarlo en la pantalla del ordenador.

– Hágalo, por favor.

La pantalla se llenó de datos en unos segundos. Los revisé. Numero d'événement: 327468. Número del LML: 29427. Agencia solicitante: CUM. Investigadores: L. Claudel y M. Charbonneau. Lugar de localización: 1422 de la rue Berger. Fecha de recuperación: 24 de junio de 1994.

«Un viejo guante de caucho. Tal vez al tipo le preocupaban sus uñas», había dicho Claudel. Y yo había pensado que se refería a un guante para limpieza doméstica. ¡Saint Jacques tenía un guante quirúrgico que coincidía con el hallado en la tumba de Gabby!

Le di las gracias al señor Lacroix, recogí los impresos y me marché. Devolví los guantes al departamento mientras en mi mente se debatían las últimas informaciones recibidas. El guante de la cocina de Tanguay no coincidía con el enterrado junto al cadáver de Gabby. Las manchas externas correspondían a sangre animal. El guante encontrado con Gabby estaba limpio, sin sangre ni huellas. Saint Jacques tenía un guante quirúrgico que coincidía con el hallado junto a Gabby. ¿Estaría Bertrand en lo cierto? ¿Serían Tanguay y Saint Jacques la misma persona?

Sobre mi mesa me aguardaba una nota de color rosado. Había llamado identificación del CUM. Las fotos del piso de Berger se habían archivado en un CD Rom. Podía verlas allí o revisarlas afuera. Llamé para solicitar lo último y les indiqué que acudiría en breve.

Me dirigí al cuartel general del CUM maldiciendo el embotellamiento de la hora punta y los turistas que atestaban la zona del puerto antiguo. Dejé el coche aparcado en doble fila, subí disparada la escalera y acudí directamente al despacho del sargento que se encontraba en la tercera planta. De modo sorprendente tenía en su poder el disquete. Firmé por su recepción, regresé precipitadamente al coche y lo metí en mi cartera.

Durante el camino de regreso estuve vigilando hacia atrás, temerosa de que me siguieran Tanguay o Saint Jacques. No podía detenerme.

Capítulo 37

Llegué a casa sobre las cinco y media y me instalé entre el silencio del apartamento, calculando qué más podía hacer. Nada. Ryan tenía razón: Tanguay podía estar afuera, en espera de una oportunidad para atacarme. No pensaba facilitarle las cosas.

Pero tenía que comer y mantenerme ocupada.

Al salir a la puerta principal escudriñé la calle. Allí estaban, en la izquierda, junto al puesto de pizzas. Saludé con una inclinación de cabeza a los dos guardias uniformados y señalé en dirección a Ste. Catherine. Los vi conferenciar y uno de ellos se dispuso a acompañarme.

Mi calle cruza con Ste. Catherine no lejos de Le Faubourg. Mientras me dirigía al mercado sentí la molestia de verme seguida por un policía. No importaba. El día era magnífico. En el laboratorio no había reparado en ello. El calor se había impuesto e inmensas nubes blancas flotaban en un cielo de un azul deslumbrante, proyectando islas de sombras sobre el entorno y los transeúntes. Se estaba a gusto al aire libre.

En La Plantation palpé los aguacates, examiné el color de las bananas y escogí brécoles, coles de Bruselas y patatas con la concentración de una neurocirujana. Compré una barra de pan en la panadería, una mousse de chocolate en la pastelería, escogí chuletas de cerdo, filetes de ternera y una tourtiére en la carnicería.

– C'est tout?

– No. ¡Qué diablos! Déme un bistec muy grueso.

Y señalé con pulgar e índice una medida aproximada del grosor deseado.

Mientras veía al hombre descolgar la sierra de su soporte, volví a experimentar una íntima desazón. Traté de concretar de forma definitiva aquella sensación aunque sin más éxito que en ocasiones anteriores. ¿Se trataba de la sierra? Algo muy evidente. Cualquiera puede adquirir una sierra de carnicero. La SQ había seguido aquella pista hasta un punto muerto tras ponerse en contacto con todos los recursos de la provincia. Al parecer se habían vendido a miles.

¿Qué era entonces? Había llegado a la conclusión de que tratar de extraer una idea del subconsciente sólo sirve para sumergirla aún más en él. Si la dejaba a la deriva por fin emergería a la superficie. Aboné el importe de mis compras y regresé a casa dando un breve rodeo por la hamburguesería de la calle Ste. Catherine.

Me encontré con lo último que hubiera imaginado. Alguien había llamado. Durante unos minutos permanecí sentada al borde del sofá asiendo mis paquetes y con la mirada fija en la lucecita del indicador. Había un mensaje. ¿Sería Tanguay? ¿Me hablaría o tan sólo distinguiría su presencia en el otro extremo de la línea y a continuación colgaría el aparato?

«Te comportas de un modo histérico, Brennan. Posiblemente será Ryan.»

Me enjugué la palma de la mano y pulsé el botón. No era Tanguay sino algo mucho peor.

– ¡Hola, mamá! ¿Qué tal estás? ¡Eh! ¿Te encuentras ahí? ¡Descuelga el aparato!

Se distinguía un sonido que recordaba el tráfico, como si llamara desde una cabina pública.

– Me temo que no. Bien tampoco puedo hablar mucho. Estoy en la calle. De nuevo en la calle…

Imitaba a un presentador televisivo.

– Estupendo, ¿verdad? El caso es que voy a visitarte, mamá. Tenías razón: Max es un cabeza de chorlito. No lo necesito para nada…

Se oyó una voz de fondo.

– Por favor, déjeme un momento -dijo Katy a quienquiera que fuese-. Escucha, tengo la oportunidad de visitar Nueva York, la Gran Manzana. He podido viajar gratis y aquí estoy. De todos modos pueden llevarme a Montreal, por lo que iré ahí. Hasta pronto.

Clic.

– ¡No! ¡No vengas, Katy! ¡No! -grité en el vacío.

Oí rebobinarse la cinta. «¡Jesús, qué pesadilla! Gabby está muerta. Un psicópata deja una foto de Katy y mía en su tumba. Y ahora Katy se dirige hacia aquí.» El pulso me latía en las sienes, mis pensamientos se atropellaban. Tenía que detenerla pero ¿cómo? Ni siquiera sabía dónde se encontraba. Pete.

Mientras marcaba su número se me representó una escena del pasado. Katy con tres años en el parque. Yo hablaba con otra madre sin apartar los ojos de la niña, que llenaba recipientes de plástico con arena. De pronto tiró la pala y corrió hacia los columpios. Vaciló un momento viendo oscilar al poni metálico hacia atrás y corrió hacia él con expresión eufórica entre el aire primaveral y la visión de las crines y las bridas de colores agitándose en los aires. Sabía que iba a golpearla, pero no podía detenerla. Y el hecho se repetía.

No obtuve respuesta por la línea directa de Pete. Intenté el número de su centralita. Una secretaria me dijo que se hallaba ausente, como de costumbre tomando unas declaraciones. Dejé un mensaje.

Fijé la mirada en el contestador automático. Cerré los ojos y respiré varias veces a fondo para regular los latidos de mi corazón. Sentía la nuca rígida, como oprimida por un torno, y un intenso calor.

– Eso no sucederá -exclamé.

Abrí los ojos y vi que Birdie me miraba desde el otro extremo de la habitación.

– No sucederá -le repetí. Él me miró con fijeza, sin pestañear-. Puedo hacer algo.

El animal arqueó la espalda, fijó las patas en el suelo formando un tenso y pequeño rectángulo, curvó la cola y se sentó sin apartar los ojos de mi rostro.

– Haré algo. No voy a sentarme y esperar a que ese canalla ataque a mi hija.

Llevé los comestibles a la cocina y los guardé en el refrigerador. Luego busqué mi ordenador portátil, entré en el sistema y saqué la hoja de cálculo en pantalla. ¿Cuánto tiempo hacía que la había empezado? Comprobé las fechas que había anotado. El cadáver de Isabelle Gagnon se había encontrado el 2 de junio: hacía siete semanas que parecían siete años.

Fui al estudio y saqué mis archivadores. Tal vez, después de todo, no se perdiera el esfuerzo dedicado a fotocopiar.

Pasé dos horas examinando las fotografías, nombres, fechas y literalmente cada palabra de todas las entrevistas e informes policiales que poseía. Y repetí la acción. Revisé una y otra vez las palabras confiando en encontrar alguna nimiedad que me hubiera pasado por alto. En la tercera ocasión lo conseguí.