Leía la entrevista que Ryan había efectuado al padre de Grace Damas cuando reparé en ello. Como un estornudo que se estuviera formando, cosquilleante pero que se negara a estallar, el mensaje irrumpió por fin en mi mente consciente.
Una carnicería. Grace Damas había trabajado en una carnicería.
El asesino había utilizado una sierra de cocinero y tenía conocimientos anatómicos. Tanguay diseccionaba animales. Tal vez existiera un vínculo. Busqué el nombre del establecimiento pero no logré encontrarlo.
Marqué el número que figuraba en el archivo y me respondió una voz masculina.
– ¿El señor Damas?
– Al aparato.
Tenía un fuerte acento inglés.
– Soy la doctora Brennan. Trabajo en la investigación sobre la muerte de su esposa. Me gustaría formularle algunas preguntas.
– Usted dirá.
– ¿Trabajaba fuera de casa su esposa en la época en que desapareció?
Tras una pausa recibí una respuesta afirmativa.
En el fondo se distinguía el sonido de un televisor.
– ¿Puede indicarme dónde, por favor?
– En Le Bon Croissant, una panadería de Fairmont. Trabajaba media jornada. Nunca estuvo ocupada todo el día por causa de los niños y de sus obligaciones domésticas.
Medité sobre ello. No me solucionaba gran cosa.
– ¿Cuánto tiempo estuvo allí, señor Damas? -inquirí disimulando mi decepción.
– Creo que sólo unos meses. Grace nunca duraba gran cosa en sus empleos.
– ¿Dónde trabajó anteriormente? -insistí.
– En una carnicería.
– ¿Cuál? -inquirí conteniendo la respiración.
– La Boucherie Sainte Dominique. Pertenece a un miembro de nuestra parroquia. Se halla en St. Dominique, más allá de St. Laurent. ¿La conoce?
Sí. Se me representó la lluvia en su escaparate.
– ¿Cuándo trabajó allí? -proseguí procurando expresarme con calma.
– Me parece que casi un año. La mayor parte del 91, según creo. Puedo comprobarlo. ¿Le parece importante? Nunca me habían interrogado sobre esas fechas.
– No estoy segura, señor Damas. ¿Le habló su mujer alguna vez de alguien llamado Tanguay?
– ¿Cómo? -inquirió con dureza.
– Tanguay.
La voz de un presentador prometía regresar tras la pausa comercial. Me latían las sienes con fuerza y se me resecaba la garganta.
– No.
Su vehemencia me sorprendió.
– Gracias, ha sido usted muy amable. Le informaré si surge alguna novedad.
Colgué y telefoneé a Ryan. Me informaron que estaría ausente todo el día. Traté de localizarlo en su casa, mas tampoco obtuve respuesta. Sabía lo que tenía que hacer. Efectué otra llamada, cogí una llave y salí de casa.
La Boucherie Saint Dominique estaba más animada que la primera vez que había reparado en ella. En sus escaparates aparecían los mismos letreros, pero aquella noche el establecimiento estaba iluminado y abierto, aunque no se veía gran movimiento. Una anciana se movía lentamente ante el escaparate acristalado, con rostro flácido bajo la luz fluorescente. Observé cómo se inclinaba y señalaba un conejo. El rígido y pequeño cadáver me recordó la macabra colección de Tanguay y a Alma.
Aguardé a que la mujer se marchara y me aproximé al hombre que se hallaba ante el mostrador. Tenía un rostro rectangular, con rasgos angulosos. Por contraste, los brazos que asomaban de su camiseta se veían sorprendentemente delgados aunque fibrosos. Oscuras manchas cubrían su blanco delantal como pétalos secos en un mantel de hilo.
– Bonjour.
– Bonjour.
– ¿Poco movimiento hoy?
– Como todas las noches.
Su acento inglés era tan intenso como el de Damas.
Distinguí sonido de utensilios en la trastienda.
– Trabajo en la investigación sobre el asesinato de Grace Damas. -Exhibí un instante mi tarjeta de identificación-. Me gustaría formularle algunas preguntas.
El hombre me miró con fijeza. En el interior se abrió y cerró un grifo.
– ¿Es usted el propietario?
Señal de asentimiento.
– ¿Su nombre?
– Plevritis.
– Grace Damas trabajó aquí algún tiempo, ¿no es cierto, señor Plevritis?
– ¿Quién?
– Grace Damas, era miembro de su parroquia de Saint Demetrius.
Cruzó los nervudos brazos sobre el pecho e hizo una señal de asentimiento.
– ¿Cuándo fue eso? -pregunté.
– Hace unos tres o cuatro años, no lo recuerdo exactamente. Vienen y se van.
– ¿Se marchó?
– Sin previo aviso.
– ¿Por qué?
– ¿Qué diablos sé? Por entonces todos hacían lo mismo.
– ¿Parecía desdichada, disgustada, nerviosa?
– ¿Me cree Sigmund Freud?
– ¿Tenía amigos aquí, alguien con quien tuviera alguna intimidad en particular?
Me dirigió una mirada fulminante y una sonrisa despectiva.
– ¿Intimidad? -inquirió con voz sibilina.
Le devolví la mirada con expresión severa.
La sonrisa desapareció de su rostro y paseó los ojos por el recinto.
– Aquí sólo estamos mi hermano y yo. No hay nadie con quien intimar.
Acentuó la palabra como un adolescente que contara un chiste obsceno.
– ¿Tenía visitantes especiales, alguien que pudiera molestarla?
– Verá, yo le di un trabajo, le dije lo que tenía que hacer y se atuvo a ello. No investigaba su vida social.
– Pensé que quizá podía haber advertido…
– Grace era buena trabajadora. Me enojé muchísimo cuando me dejó. Todos se largaban al mismo tiempo y me dejaban colgado, por lo que estaba muy irritado, lo reconozco. Pero no le guardo rencor. Después, cuando me enteré en la iglesia de que había desaparecido, creí que se habría marchado. No parecía lógico en ella, pero su marido a veces era muy pesado. Lamento que la asesinaran, pero en realidad apenas la recuerdo.
– ¿Qué quiere decir con «pesado»?
Mostró un aire inexpresivo, como una compuerta que se cierra. Bajó los ojos y rascó con la uña algo que estaba en el mostrador.
– Tendrá que hablar con Nikos de eso. Son asuntos de familia.
Comprendí lo que quería decir Ryan. ¿Y ahora qué? Habría que recurrir a elementos visuales. Saqué del bolso la foto de Saint Jacques.
– ¿Ha visto alguna vez a este individuo?
Plevritis se adelantó para cogerla.
– ¿Quién es?
– Un vecino de usted.
Examinó el rostro.
– Realmente no es una foto extraordinaria.
– Fue tomada por una cámara de vídeo.
– También la película de Zapruder, pero por lo menos se veía algo.
Me pregunté a qué se referiría, pero no hice comentario alguno. Entonces advertí una sombra en su rostro, un sutil entornar de párpados.
– ¿Qué sucede?
– Verá… -comenzó sin dejar de mirar la foto.
– ¿Sí?
– El tipo me recuerda a otro granuja que también me dejó colgado. Pero tal vez porque me ha hecho recordarlo con sus preguntas. ¡Diablos, no puedo asegurarlo!
Tiró la foto sobre el mostrador, hacia mí.
– Tengo que cerrar.
– ¿De quién se trataba?
– Verá, es una foto espantosa. Se parece a muchísimos tipos con cabellos malos. No significa nada.
– ¿A quién se refería cuando dijo que lo dejó colgado? ¿Cuándo fue eso?
– Por eso me enfadé tanto con Grace. El tipo que tuve antes que ella se marchó sin tan siquiera despedirse; luego Grace también se largó, poco después de ese otro individuo. Grace y él trabajaban a media jornada, pero eran la única ayuda con que yo contaba. Mi hermano se encontraba en Estados Unidos, y aquel año estaba yo solo para llevar la tienda.
– ¿De quién se trataba?
– Era un tal Fortier. Déjeme pensar. Leo, Leo Fortier. Lo recuerdo porque tengo un primo también llamado Leo.
– ¿Trabajaba aquí al mismo tiempo que Grace?
– Sí, lo contraté para sustituir al tipo que se marchó antes de que Grace comenzase. Imaginé que si dos personas a tiempo parcial se repartían las horas, en caso de que me fallara uno de ellos sólo me quedaría colgado medio día. Y de pronto se fueron los dos. Tabemac! ¡Fue un desastre! Fortier trabajó aquí un año o año y medio y de pronto dejó de venir: ni siquiera me devolvió las llaves. Tuve que recomenzar desde cero. Espero no volver a pasar por algo parecido.