Ryan apareció a la una y cuarto.
– ¡Tiene un aspecto horrible, Brennan! -exclamó.
– Gracias -repuse al tiempo que me envolvía en mi colcha-. Creo que me he constipado.
– ¿Por qué no hablamos mañana?
– De ningún modo.
Me miró de un modo extraño y luego me siguió, tiró su chaqueta en el sofá y se sentó.
– Se llama Jean Pierre Tanguay, veintiocho años, un tipo muy hogareño. Creció en Shawinigan y es soltero, sin hijos. Tiene una hermana que vive en Arkansas. Su madre falleció cuando él tenía nueve años. Encontró gran hostilidad. Su padre, que era yesero, crió con dificultades a los dos niños. El viejo murió en un accidente automovilístico cuando Tanguay estaba en la universidad. Al parecer fue muy duro para él. Salió de la escuela, permaneció un tiempo con su hermana y luego estuvo vagabundeando por los Estados Unidos. ¿Está preparada para esto? Mientras se encontraba en el sur recibió la llamada divina. Deseaba ser jesuíta o algo por el estilo, pero suspendió el examen. Al parecer no lo creyeron bastante religioso. De todos modos reapareció en Quebec en 1988 y consiguió reincorporarse a Bishops. Un año y medio después lograba graduarse.
– De modo que ha estado por la zona desde 1988, ¿no es eso?
– Sí.
– Eso lo situaría aquí por el tiempo en que fueron asesinadas Pitre y Gautier.
Ryan asintió.
– Y ha seguido aquí desde entonces.
Tuve que tragar saliva para poder hablar.
– ¿Qué dice acerca de los animales?
– Alega dar clases de biología. Lo hemos comprobado. Dice estar preparando una colección de consulta para sus clases. Hierve los cadáveres y monta los esqueletos.
– Eso explicaría los textos anatómicos.
– Quizá.
– ¿Dónde los obtiene?
– De los accidentes de carretera.
– ¡Oh, Dios, Bertrand tenía razón!
Lo imaginaba merodeando por las noches, recogiendo los cadáveres y llevándoselos a casa en bolsas de plástico.
– ¿Ha trabajado en una carnicería?
– No dijo nada de ello. ¿Por qué?
– ¿Qué descubrió Claudel de la gente con la que trabaja?
– Nada que desconozcamos. Es muy reservado, da clases y nadie lo conoce realmente bien. Y no les entusiasma que los molesten por las noches.
– Parece el personaje descrito por la abuelita.
– Su hermana dice que siempre ha sido antisocial. No recuerda que tuviera amigos. Pero ella es nueve años mayor y apenas se acuerda de su época infantil. Nos dio alguna información interesante.
– ¿Sí?
– Tanguay es impotente -añadió Ryan con una sonrisa.
– ¿La hermana informó de ello voluntariamente?
– Creyó que eso explicaría sus tendencias antisociales. Lo considera inofensivo, que sólo padece de escasa autoestima. La mujer está muy imbuida de la literatura de autoayuda; conoce todo el argot.
No respondí. Mentalmente revisaba las líneas de dos informes de autopsia.
– Eso tiene sentido. Adkins y Morisette-Champoux no mostraron señales de esperma.
– Bingo.
– ¿Cómo se volvió impotente?
– Una combinación congenita y traumática. Nació con un solo testículo, que perdió después en un accidente deportivo. Por desdichada coincidencia otro jugador llevaba un bolígrafo, que se clavó en el único testículo de Tanguay, y adiós espermatogénesis.
– ¿Y por ello se volvió ermitaño?
– Tal vez ella tenga razón.
– Eso explicaría su falta de atractivo con las mujeres.
Recordé los comentarios de Jewel y de Julie.
– Y todo lo demás.
– ¿No es extraño que se dedicara a la enseñanza? -reflexionó Ryan-. ¿Por qué trabajar en un ambiente en el que uno debe relacionarse con tanta gente? Si realmente se sentía incapaz podría haber escogido algo menos comprometido, más privado, como informática o trabajo de laboratorio.
– No soy psicóloga, pero considero que la enseñanza podría ser perfecta. No hay que comunicarse con iguales, con adultos, sino con criaturas. Uno es el que está al frente, el que posee el poder. La clase es un pequeño reino, y los muchachos tienen que hacer lo que uno dice. En modo alguno van a ridiculizarnos o juzgarnos a posteriori.
– Por lo menos en la cara de uno.
– Podría ser el perfecto equilibrio para él. Satisfaría su necesidad de poder y control de día, y estimularía sus fantasías sexuales nocturnas. Y sería el mejor escenario para el caso -añadí-. Piense en las oportunidades de voyeurismo o incluso de contacto físico que tiene con esos jóvenes.
– Sí.
Guardamos silencio un rato mientras Ryan escudriñaba la habitación como hiciera en el apartamento de Tanguay. Parecía agotado.
– Creo que la brigada de vigilancia ya no es necesaria -le dije.
– Sí -repuso al tiempo que se levantaba.
Lo acompañé a la puerta.
– ¿Cuál es su opinión sobre él, Ryan?
No respondió en seguida, pero lo hizo cuidadosamente.
– Pretende ser tan inocente como Anita la huerfanita, pero está muy nervioso: oculta algo. Mañana sabremos qué se esconde en aquella cabaña. Lo utilizaremos para acusarlo de todo y cantará de plano.
Cuando se marchó me tomé una fuerte dosis de un medicamento para resfriados y por primera vez desde hacía semanas dormí profundamente. No recuerdo si soñé.
Al día siguiente me encontraba mejor pero no lo suficiente para ir al laboratorio. Tal vez pretendía aislarme; el caso es que me quedé en casa. Sólo deseaba ver a Birdie.
Estuve revisando la tesis de un alumno y respondí correspondencia que había dejado a un lado durante semanas. Ryan me llamó sobre la una, cuando vaciaba la secadora. Por su tono comprendí que las cosas no iban bien.
– Los especialistas han revuelto la cabaña de arriba abajo sin encontrar nada sugerible de que el tipo juegue solitarios. Ni cuchillos ni armas ni películas porno. Ninguno de los recuerdos de la víctima de Dobzhanksy: joyas, ropas, cráneos ni partes de cuerpo. Sólo una ardilla muerta en el refrigerador. Eso es todo. Por lo demás, cero.
– ¿Huellas de excavación?
– Nada.
– ¿Hay un cobertizo o sótano de herramientas donde pudiera guardar hachas o armas blancas desechadas?
– Rastrillos, azadas, cajas de madera, una vieja sierra mecánica de cinta continua, un carrito con la rueda rota. Material corriente de jardinería. Y suficientes arañas para poblar un pequeño planeta. Al parecer Gilbert tendrá que ser sometido a terapia.
– ¿Había algún espacio para introducirse a gatas?
– No me escucha, Brennan.
– ¿Qué resultado dio el Luminol? -insistí deprimida.
– Limpio.
– ¿Recortes de periódicos?
– No.
– ¿Hay algo que vincule ese lugar a la habitación que registramos en la rue Berger?
– No.
– ¿A Saint Jacques'?
– No.
– ¿A Gabby?
– No.
– ¿A cualquiera de las víctimas?
No respondió.
– ¿Qué cree usted que hace él ahí?
– Pescar y pensar en el testículo que ha perdido.
– ¿Qué haremos ahora?
– Bertrand y yo mantendremos una larga conversación con el señor Tanguay. Será el momento de dejar caer algunos nombres y caldear el ambiente. Aún espero que se dé por vencido.
– ¿Lo cree posible?
– Tal vez. Quizá no sea tan mala la idea de Bertrand. Acaso Tanguay sea una de esas personalidades divididas: por una parte el profesor de biología con una existencia clara, que pesca y recoge muestras para sus alumnos y, por otra, que sienta un odio incontrolable contra las mujeres y se sienta sexualmente inadecuado, por lo que lo pone a cien acecharlas y asesinarlas salvajemente. Tal vez mantenga diferenciadas ambas personalidades hasta el extremo de reservar un lugar aislado para que el acechador disfrute con sus fantasías y admire sus recuerdos. ¡Diablos, tal vez Tanguay ni siquiera sepa que está loco!
– No está mal. El doctor Jekyll y mister Hyde.
– ¿Cómo?
– No tiene importancia. Una antigua comedia.
Acto seguido le expliqué lo que había descubierto con Lacroix.
– ¿Por qué no me lo dijo antes?
– Es usted algo difícil de localizar, Ryan.
– De modo que el asunto de la rue Berger está definitivamente vinculado.