Pulsé para ampliar al máximo la primera imagen. Correspondía a la rue Berger. En la segunda y tercera aparecía la calle desde distintos ángulos. En la siguiente, el edificio de apartamentos por delante y por detrás. Luego el pasillo que conducía al piso de Saint Jacques. Las perspectivas del interior del apartamento comenzaban con la imagen duodécima.
Me desplacé por las fotos examinando todos los detalles. La cabeza me estallaba. Los músculos del hombro y la espalda eran como cables de alta tensión. Volvía a sentirme allí: el calor sofocante, el miedo, los olores a suciedad y corrupción.
Investigué imagen tras imagen. ¿Para qué? No estaba segura. Todo se encontraba allí: las fotos de revistas Hustler, los periódicos, el mapa de la ciudad, el descansillo de la escalera, el sucio aseo, el mostrador grasiento, la taza del Burger King, el cuenco de los espaguetis.
Me detuve y observé más detenidamente aquella foto. Archivo 102. Un cuenco mugriento de plástico, blancos anillos de grasa coagulándose en rojos residuos. Una mosca con las patas delanteras agarradas como si estuviera rezando. Un pedazo anaranjado surgiendo de la salsa y la pasta.
Parpadeé y me aproximé a la pantalla. ¿Podía ser cierto lo que estaba viendo? Discurría a lo largo del fragmento anaranjado. El corazón me latió con fuerza. Me parecía imposible un hallazgo tan afortunado.
Amplié la imagen y apareció una línea punteada. A continuación arrastré el cursor y la línea se convirtió en un rectángulo cuyos bordes formaban una hilera de puntos giratorios. Situé el rectángulo directamente sobre el bulto anaranjado y enfoqué la imagen ampliándola cada vez más, doble, triple ocho veces mayor que su tamaño actual. Observé cómo la tenue parábola que había detectado se convertía en un reguero arqueado de puntos y guiones.
Dejé de enfocar y examiné todo el arco.
– ¡Cielos!
Valiéndome del control de imagen manipulé el contraste y el brillo, modifiqué el matiz y la saturación y traté de invertir el color, cambiando cada elemento de la imagen digital por su complemento. Utilicé el mando para destacar los bordes, agudizando el diminuto reguero contra el fondo anaranjado.
Me recosté en el asiento y miré con fijeza. Allí estaba. Aspiré profundamente. ¡Cielos, era realmente lo que imaginaba! Busqué el teléfono con manos temblorosas. Un mensaje grabado me informó que Bergeron seguía de vacaciones. Estaba sola.
Revisé cuidadosamente todas las posibilidades. Había visto varias veces cómo lo hacía. Podía intentarlo. Tenía que saber. Busqué otro número.
– Aquí el centro de detención Parthenais.
– Soy Tempe Brennan. ¿Se encuentra ahí Andrew Ryan? Debe de hallarse con un prisionero llamado Tanguay.
– Un instant. Gardez la ligne.
Se oyeron unas voces en el fondo. ¡Vamos, vamos!
– Il n’est pas ici.
¡Maldición! Consulté mi reloj.
– ¿Está Jean Bertrand?
– Oui. Un instant.
Más voces. Estrépito.
– Bertrand al aparato.
Me identifiqué y le expliqué lo que había descubierto.
– ¡Vaya! ¿Qué dice Bergeron?
– Está de vacaciones hasta el lunes.
– ¡Magnífico! Es como uno de sus falsos inicios, ¿no es cierto? ¿Qué desea que haga?
– Busque un pedazo de poliestireno corriente y hágaselo morder a Tanguay. No es necesario que se lo meta demasiado en la boca. Sólo necesito los dientes. Que lo muerda profundamente a fin de obtener marcas bien definidas de los dientes, un arco en cada lado de la placa. Luego deseo que lleve el poliestireno a Marc Dallair, de fotografía. Está en la parte de atrás, después de balística, ¿comprendido?
– Sí, sí. ¿Cómo consigo que Tanguay acceda a hacer eso?
– Es su problema. Imagine cualquier cosa. Si alega inocencia estará encantado.
– ¿Dónde se supone que encontraré poliestireno a las cinco menos veinte de la tarde?
– Cómprese un condenado Big Mac, Bertrand. Yo qué sé. Haga lo que sea, pero consígalo. Tengo que encontrar a Dallair antes de que se marche. ¡Muévase!
Dallair esperaba un ascensor cuando recibió mi llamada. La atendió en el mostrador de la recepción.
– Necesito un favor.
– Oui.
– Antes de una hora Jean Bertrand le llevará unas muestras de mordiscos a su despacho. Necesito un escáner de la imagen en un archivo de formato gráfico y que me la envíe electrónicamente lo antes posible. ¿Puede hacerlo?
Se produjo una pausa prolongada. Imaginé mentalmente cómo observaba el reloj del ascensor.
– ¿Tiene esto algo que ver con Tanguay?
– Sí.
– De acuerdo. Aguardaré.
– Enfoque la luz en el poliestireno del modo más paralelo posible para destacar las marcas todo lo posible. Y asegúrese de incluir una escala, una regla o lo que sea. Y, por favor, procure que la imagen esté exactamente individualizada.
– No habrá problemas. Creo tener una regla angular en algún lugar.
– Perfecto.
Le facilité mi dirección por correo electrónico y le pedí que me avisara cuando me enviase el archivo.
Entonces aguardé. Los segundos transcurrían con lentitud glacial sin que sonara el teléfono con noticias de Katy. Los dígitos del reloj brillaban con su luz verde. Los oía cambiar mientras el tiempo transcurría: clic, clic, clic, mientras giraban los números.
Cogí el aparato en cuanto sonó el timbre.
– Aquí Dallair.
– Sí.
Tragué saliva entre un dolor insoportable.
– Le he enviado el archivo hace unos cinco minutos. Se llama Tang.tif. Está comprimido, por lo que tendrá que descodificarlo. Me quedaré aquí hasta que lo haya reproducido para asegurarme de que no hay problemas. Envíeme respuesta. Y buena suerte.
Le di las gracias y colgué. De nuevo ante el ordenador me situé en mi correo de McGill. Inmediatamente apareció el anuncio de un mensaje recibido. Hice caso omiso de los restantes correos y di paso al archivo enviado por Dallair, que reconvertí en su formato gráfico. En la pantalla apareció una impresión dental, las piezas claramente visibles contra un fondo blanco. A izquierda y derecha de la impresión se veía una regla angular. Acusé recibo a Dallair y salí del programa.
De nuevo en el programa de imágenes hice aparecer el archivo Tang.tif. La impresión de Tanguay llenó la pantalla. Recuperé la imagen del mordisco en el queso de la rue Berger y situé ambas imágenes, una junto a otra.
A continuación las convertí a la escala RGB para maximizar la cantidad de información que en ellas aparecía. Ajusté el tono, el brillo, el contraste y la saturación. Por fin, utilizando el control de imagen, agucé los bordes de la impresión en poliestireno como había hecho con las del queso.
Para el tipo de comparación que me proponía intentar ambas imágenes tenían que estar en la misma escala. Busqué un compás de aguja y comprobé la regla de la foto de Tanguay. La distancia entre los cuadrados era exactamente de un milímetro. Bien. La imagen se correspondía de modo recíproco.
En la foto de la rue Berger no había regla. ¿Qué hacer?
Utilizar cualquier otra cosa. Retornar a la imagen completa. Tenía que haber un medio para poder medirlo.
Lo había. La taza del Burger King estaba junto al cuenco adyacente al queso, y su logotipo rojo y amarillo aparecía claro y evidente. Perfecto.
Corrí a la cocina. ¡Ojalá se encontrara allí! Abrí de par en par las puertas del armario y revolví entre la basura que estaba bajo el fregadero.
¡Allí estaba! Lavé los posos de café y llevé la taza junto al ordenador. Me temblaban las manos mientras extendía el compás. El brazo derecho del logotipo «B» medía exactamente cuatro milímetros de anchura.
Escogí la función de nuevo calibrado en el control de imagen y pulsé el borde de la «B» de la taza de la rue Berger. Arrastré el cursor hasta el extremo más alejado y pulsé de nuevo. Tras haber escogido mis puntos de calibrado, ordené al programa que modificara de nuevo toda la imagen de modo que «B» midiera exactamente cuatro milímetros a lo anchó en aquella posición. La imagen cambió al instante de dimensión.